El Señor se regodea en los humildes. Al contemplar la historia de la salvación y echar la vista sobre los acontecimientos en los cuales se enseñorea el poder, aparentemente vence la violencia y el favor lo obtienen quienes subyugan a los más sencillos y débiles, no podemos perder la perspectiva de la verdadera victoria. Los que ostentan el poder y pisotean las vidas de aquellos a los que dominan, a la vista de cualquiera, serían los que se llevan las mieles del triunfo. Regodeándose en la contemplación de su propia fuerza, de la fiereza de sus ejércitos ante los cuales todos los enemigos sucumben, de la desbandada humillante de sus rivales vencidos, de la rapacidad que demuestra al arramblar con todos los tesoros que poseían sus enemigos derrotados, no le debería quedar otro camino al vencedor que el de la felicitación a sí mismo, el del orgullo por su invencibilidad, el del disfrute de todos los reconocimientos, incluyendo el de sus víctimas. Son esas grandes victorias las que van marcando su paso y le van adquiriendo la fama de invencible, de gran señor, de absoluto dominante y regidor de los pueblos conquistados. Los grandes imperios fueron así acrecentando su grandiosidad y en el devenir de los años cada uno de sus grandes regidores competían entre sí para aumentar los laureles del propio imperio y así también ir marcando su propia historia con los grandes triunfos que iban acumulando. De esa manera, a su entender, escribían en los anales de la historia su propio nombre y consecuentemente los iban perfumando con el aroma de la heroicidad. Sin embargo, como se ha apuntado, no se puede perder la perspectiva de la verdadera victoria, por cuanto en la mente divina, la del Dios que es el Señor y Rey absoluto de la historia de la humanidad, el criterio humano de la fuerza física y el poder de las armas no es el determinante, por cuanto ese nivel queda totalmente obnubilado, ya que el suyo, pudiendo ser absolutamente superior que el de cualquiera que se rija por esas medidas, se basa sobre todo en una victoria no ostentosa ni ruidosa, que se obtuviera en una batalla no sobre el terreno físico de alguna explanada propicia, sino aquella que se obtuviera en el terreno del corazón y el del espíritu. Aquellos derrotados militarmente, que resultaban humanamente humillados y pisoteados por el poderoso invasor, pueden ser, y en el caso de Dios y de su pueblo Israel efectivamente así es, en esa dimensión superior, por el contrario, los vencedores. Son humillados, pero son ensalzados. Son derrotados, pero vencen. Resultan desvalijados de todos sus bienes, pero son favorecidos con las mayores riquezas.
Es necesario que desmontemos, por lo tanto, el itinerario de nuestras argumentaciones y le demos el justo viso que deben adquirir. Aquellos que disfrutan del boato del imperio y del poder cruelmente a expensas de aquellos a los que han humillado, han vaciado de toda humanidad sus propios corazones y por ello han perdido la única riqueza que vale la pena, que es la del corazón que es solidario y se conduele de la desgracia de los más pequeños. Quienes hacen que el hermano muera de hambre al desvalijar sus despensas y abandonarlo a su suerte, han vaciado totalmente la propia despensa de su corazón en la que se debería encontrar su propio alimento que en primer lugar debe ser el del amor y la fraternidad. Quien pisotea la cabeza del vencido y se burla de él humillándolo y afrentándolo, está poniendo su pie sobre su propio ser, burlándose de sí mismo y dejándose totalmente postrado delante del Dios que no aprecia esa victoria sino que se pone del lado de los humillados. Quien a fuerza del poder que ostenta expulsa de sus tierras a sus habitantes y los hace deambular sin rumbo mientras no encuentran ni siquiera un techo bajo el cual resguardarse ni alimento para sobrevivir, se ha hecho a sí mismo indigente, se ha expulsado de las sabanas de la tranquilidad, se ha expulsado a sí mismo del oasis y se hace caminar perdido en las estepas del desierto espiritual. Estos han renunciado a toda compensación espiritual por cuanto buscan su contento solo en las satisfacciones que se dan a sí mismos en este nivel del goce material. Y, en la "pobreza" que han pretendido dejar a sus derrotados, más bien han favorecido que ellos tengan que acercarse al único que puede darles el consuelo al haber perdido absolutamente cualquier otro sustento, con lo cual los han "obligado" a enriquecerse con la riqueza que tiene más sentido, pues es la única que jamás desaparecerá, ya que no se basa en ningún triunfo humano, sino solo en la bondad irrestricta del amor. La deben buscar, y allí la encuentran, únicamente en las manos del Dios que es amor y consuelo infinitos. Sucedió con ese resto mínimo de israelitas que quedaron en Jerusalén luego de la victoria estruendosa de Nabucodonosor y la traición de algunos miembros del pueblo. "El jefe de la guardia dejó algunos de los pobres del país para viñadores y labradores". Esos pocos israelitas que quedaron en la ciudad, siguieron en esa tierra prometida, ejerciendo sus cargos de viñadores y labradores, pero disfrutando de los bienes que había prometido el Señor a su pueblo elegido, cosa que no pudieron hacer más todos los deportados, que se llevaron a su ciudad grabada en sus corazones. Aquellos que traicionaron a su pueblo y en él, al Dios que lo había elegido, perdieron a la ciudad santa físicamente y además la expulsaron de su corazón. Fueron los más tremendos perdedores.
Por eso, la batalla más importante que deberán enfrentar los hombres no se dará en el terreno físico ni con las armas más poderosos y sofisticadas. Se dará en el corazón. De nada valdrán todos los triunfos que se obtengan, si no se obtiene el más importante de todos, el que se debe obtener en el corazón. Es asociándose al ejército divino, tomándose de la mano de Dios y confiando radical y absolutamente en su poder y en su amor, que podrá darse esa victoria. Solo asociándolo a Él a nuestro ejército, o mejor, asociándonos nosotros a su ejército, podemos asegurar que en esa batalla de nuestra vida obtengamos la más contundente victoria. Será la victoria sobre nosotros mismos, sobre nuestra soberbia y nuestro orgullo, sobre nuestros pensamientos y nuestras conductas, sobre nuestros gustos y nuestros placeres. Así podremos dejar que sean los gustos y criterios de Dios los que estén en nuestro corazón, los que guíen siempre nuestras acciones, los que hagan imperar las tendencias a la solidaridad, a la fraternidad, a la justicia, a la paz, a la caridad. Los que hagan que nos convenzamos que no es en el dominio sobre el otro sino en el servicio por amor a él, siendo justos sin egoísmos, procurando siempre el bien de todos, que podremos construir una verdadera sociedad en la que Dios sea el único vencedor. Solo cuando lleguemos al extremo al que llegó aquel leproso que demostró sin ningún resquicio su confianza en el poder y en el amor de Dios, demostrando un respeto reverente a su voluntad, podremos decir que Dios está venciendo en nosotros, y que nosotros mismos estamos venciendo con Él: "Se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: 'Señor, si quieres, puedes limpiarme'. Extendió la mano y lo tocó, diciendo: 'Quiero, queda limpio'. Y en seguida quedó limpio de la lepra". Esa es la única victoria que Jesús quiere que obtengamos. A Él poco le importa que obtengamos victorias contundentes sobre los hermanos, mucho menos a costa del sacrificio de ellos, si esas victorias no pasan por la victoria sobre sí mismo, sobre el propio orgullo, sobre la vanidad, sobre el egoísmo, sobre la humillación pretendida al otro. Es la victoria que demuestra el leproso que Dios ha obtenido en su corazón, pues se acerca a Él con la máxima humildad, consciente de su amor y su poder, pero dejando constancia de ese respeto a su voluntad, que sabe que al final se pondrá siempre a su favor, pues en lo más profundo de su corazón sabe que Dios estará siempre en el corazón de quien se ha dejado vencer por Él, y se ha rendido totalmente a su voluntad y a su amor. Esa es la mayor de todas las victorias.
Es cierto, sabemos que Dios siempre estará en los corazones de quienes se han dejado vencer por él, porque vino para salvarnos..
ResponderBorrarEs cierto, sabemos que Dios siempre estará en los corazones de quienes se han dejado vencer por él, porque vino para salvarnos..
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