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miércoles, 9 de septiembre de 2020

La felicidad la construimos solo en la fidelidad a Dios y a su amor

 Las Bienaventuranzas - David Araúz

El discurso central de Jesús es el de las Bienaventuranzas. En ellas hace un resumen perfecto de lo que es la nueva ley. No es una ley que suspenda la anterior, como lo adelantó Él mismo -"No crean que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud"-, sino que es una invitación a asumir una actitud nueva ante la ley, pues Él viene a cumplirla estrictamente y a hacerla superior basándola en el amor perfecto. En la mentalidad anterior, asumir la ley para cumplirla significaba obtener beneficios que apuntaban incluso al bienestar material, pues quien se comprometía con ella indudablemente recibía las bendiciones de Dios y tenía como consecuencia su progreso integral. De cierta manera se cumplía la ley buscando una compensación de parte de Dios, el cual quedaba como "obligado" a corresponder al sujeto porque era bueno. Existía, por tanto, una motivación que tendía al egoísmo y que frecuentemente era solo crematística en quien asumía la ley como norma de vida. De algún modo, es una mentalidad que subyace aún hasta nuestros días, en primer lugar, en muchos miembros del mismo pueblo judío para quienes la amistad con Dios debe siempre traer réditos muy favorables, y en segundo lugar, en muchos cristianos que tienen la convicción de que mantenerse junto a Dios y ser fieles a Él traería siempre todas las bendiciones y alejaría de todos los males y de todos los peligros e incluso del sufrir miserias. Acercarse a Dios, mantenerse con Él, serle fiel, es para ellos como un talismán del progreso y del bienestar y una prenda de seguridad y de protección. Para quienes así piensan el programa que les presenta Jesús en las Bienaventuranzas es muy poco auspiciable, pues viene a dar al traste con esa mentalidad ventajista, y apunta exactamente al sentido contrario al que los sustenta en la motivación para cumplir la ley. Jesús no ofrece ninguna ventaja inmediata y más bien augura sufrimiento y dolor, haciendo la promesa de una compensación no inmediata, sino futura aunque cierta, no palpable en cifras favorables. La compensación inmediata, en todo caso, es la de saberse en el camino correcto por hacer lo que el mismo Jesús indica como el camino auténtico del cristiano, para el cual la felicidad no consiste en el disfrute del regalo que le puede ofrecer el mundo, aunque tiene derecho a ello, sino en el guardar con celo en el alma y en el corazón el amor a Dios y a los hermanos, demostrándolo en el servicio fiel y desinteresado a ellos. Las Bienaventuranzas colocan la razón de la felicidad justamente donde es: No en el hombre por sí mismo, sino en el hombre que es amado por Dios y que consecuentemente le sirve a Él y a los hermanos por amor. He ahí la gran novedad de lo que enseña Jesús. No se cumplen los mandamientos para ser felices como fin, sino que se cumplen para demostrar el amor a Dios y a los hermanos y servirles con ese mismo amor, siendo este el fin, que tiene además como consecuencia la felicidad de quien lo hace porque se sabe en el camino correcto. No es que la fidelidad al amor asegure el sufrimiento como única vía posible, sino que asume que este se puede presentar y se debe entender como signo del seguimiento fiel a Dios, lo cual sí compensa en el corazón.

En el Evangelio de San Lucas, las Bienaventuranzas son ciertamente más concentradas y concretas. La versión de San Mateo las presenta de manera más extensa y detallada, de modo que pueden crear un mayor sosiego, pues explican de mejor manera el itinerario prácticamente completo presentando un abanico de posibilidades: ser pobres, ser mansos, llorar, tener hambre y sed, ser misericordiosos, ser limpio de corazón, trabajar por la paz, padecer persecución... Son todas situaciones en las que se pueden ver envueltos los cristianos, y en ellas deben saber responder como fieles de Dios y amantes de los hombres. Por la conducta favorable en estas circunstancias se recibirán siempre bendiciones y consolaciones. San Lucas, mucho más concreto, las presenta así: "Bienaventurados los pobres, porque de ustedes es el reino de Dios. Bienaventurados ustedes los que ahora tienen hambre, porque quedarán saciados. Bienaventurados ustedes los que ahora lloran, porque reirán. Bienaventurados ustedes cuando los odien los hombres, y los excluyan, y los insulten y proscriban su nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían sus padres con los profetas". No se da en esta versión un sentido solo "espiritual" ni a la situación personal ni a la promesa de la compensación que será inmediata, aunque existe también una promesa de recompensa en la eternidad, mientras que en San Mateo el sentido es puramente espiritual. Ambas versiones son válidas, pues en todo caso llegan a ser complementarias y no contradictorias. El sentido último es el de la felicidad que debe vivir el cristiano en su situación actual, fruto de su fidelidad, precisamente por ser fiel, lo cual le da la seguridad de estar haciendo lo correcto. La misma definición de "Bienaventuranza" le da el sentido, pues significa "Felicidad". Quien es bienaventurado es un hombre feliz. Por otro lado, San Lucas añade lo que se conoce como "Los Ayes", que son las lamentaciones que producen los que se consideran que están ya muy seguros en esta vida pasajera, pues han basado su felicidad y su seguridad en lo que desaparece y no en lo que abrirá las puertas a una eternidad de amor: "¡Ay de ustedes, los ricos, porque ya han recibido su consuelo! ¡Ay de ustedes, los que están saciados, porque tendrán hambre! ¡Ay de ustedes los que ahora ríen, porque harán duelo y llorarán! ¡Ay si todo el mundo habla bien de ustedes! Eso es lo que sus padres hacían con los falsos profetas". No es que sea malo lo que viven, sino la actitud con la que lo viven, pues han creído que la vida consiste en eso y se termina en eso, por lo que la centran en ello.

San Pablo, a los cristianos de su tiempo, hombres y mujeres que ya vivían el gozo de la redención de Jesús y que habían recibido con alegría el mensaje de la salvación, los llamaba con urgencia a asumir una actitud de relativización de la realidad que vivían, es decir, a no absolutizar de ninguna manera lo que no era absolutizable. La única realidad absoluta del cristiano es la de su pertenencia a Jesús, pues a cada uno Él lo ha comprado con su sangre derramada en la cruz. Todo lo demás es accesorio. La única preocupación honesta y con sentido que debe tener el cristiano es la de permanecer en la fidelidad al amor de Dios y a los hermanos. Si esto se da y se coloca siempre en el primer lugar de todas las prioridades, todo lo demás es secundario, aunque no deje de ser importante. El mismo Jesús invitó a cada cristiano a saber colocar los acentos prioritarios: "Busquen primero el Reino de Dios y su justicia y lo demás se les dará por añadidura". Así se lo expresaba Pablo a ellos: "Digo esto, hermanos, que el momento es apremiante. Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina". En la base está el mismo argumento de Jesús. La Bienaventuranza consiste en la búsqueda de la felicidad y en su vivencia en las cosas que permanecen y no en las que pasarán. El hombre tiene derecho a buscar su felicidad y a empeñarse en su progreso incluso material. Y está además comprometido en el amor que tiene a los hermanos a procurar el bien para todos ellos, poniéndose a su servicio, por lo cual debe contribuir también al progreso del mundo para el beneficio de todos. Pero a lo que no tiene derecho es a convertir ese empeño en algo absoluto en lo que se le irá toda la vida, viviendo solo para ello. No tiene derecho a absolutizarse a sí mismo ni a absolutizar a los hermanos. No tiene derecho a absolutizar la materia. El único absoluto que existe es Dios y lo único absoluto es su amor. Es en la vivencia de ello en lo que al hombre se le debe ir la vida, aunque eso implique para él, ocasionalmente, dolor, sufrimiento, persecución. La compensación no está en el disfrute de los bienes, sino en la fidelidad a Dios en medio de todo, incluso de esa posibilidad de disfrute. Dios no asegura un bienestar actual, aunque tampoco lo niega. Lo que sí asegura, en las palabras de Jesús es que, de presentarse el dolor, Él estará presente para ser consuelo y fortaleza. Y en las Bienaventuranzas, el premio de felicidad en los días de la vida del hombre por su fidelidad y la compensación eterna por haber sido un hijo fiel.

domingo, 28 de junio de 2020

Dios nunca se deja ganar en generosidad

EVANGELIO DEL DÍA: Jn 13,16-20: Dichosos vosotros si lo ponéis en ...

Quien deja más, recibe más. Y también, quien da más, recibe más. Es la normativa nueva que pone de moda Jesús. Cualquier especialista en mercadeo podrá proponer una normativa diversa, por cuanto en su mente está la acumulación de bienes. Para él, quien acumula más, tendrá más. Y quien menos da, también tendrá más. La ley del intercambio está muy clara. A medida que salgan menos cosas de mí hacia fuera, dentro tendré más, y si recibo y guardo, voy acumulando más bienes. Moviéndose en el mismo plano de materialidad, evidentemente no se puede contradecir esta lógica. Es lo que mueve a los comerciantes a adentrarse en su mundillo de oferta y demanda, buscando que sea más ventajoso cada vez para ellos. Es el mundo de las cosas, de lo material, de lo corporal. Jesús nos hace entrar en una dimensión diferente, en el que el intercambio se eleva y no se queda solo en lo pasajero. Parte de allí, pero toma una ruta distinta de la anterior. Echando mano de eso material que se posee, y aprovechando la "ventaja" de poseerlo, se apunta a un trueque diverso. No va a terminar solo en dar lo material para recibir o acumular lo material, es decir, en dar lo que se acaba y pasa para recibir algo que también se acaba y pasa. Jesús nos dice que nos deslastremos de eso material, que puede llegar a atarnos y a obnubilar nuestra mirada haciéndonos creer que esa es la única dimensión posible, y permitamos que al estar más libres podamos elevarnos y volar a realidades que no se acaban y duran para siempre. Quien llega a entender que este intercambio es claramente más ventajoso, aprovecha todas las "ofertas" que pone Dios sobre el tapete y no duda en gozar de todas sus ventajas. Ningún comerciante se atreve jamás a proponer una ganancia a sus clientes del 100 por 1. Es totalmente absurdo. Tiene plena conciencia que proponer algo así es declarar su total ruina y su bancarrota. Pero Dios hace este ofrecimiento desde la posesión de todos los bienes de los cuales Él es propietario único y que tienen una característica exclusiva que es la de ser inacabables. En el depósito divino nunca desaparecerán ninguno de los bienes que Dios ofrece. De esta manera, cuando Jesús nos pide que demos el 1 para poder recibir el 100, lo está haciendo desde una real intención de enriquecernos, pero con los bienes que Él mismo establece, con la verdadera intención de enriquecernos en lo que considera la auténtica riqueza del hombre, que va mucho más allá del dinero o de las posesiones materiales.

Dios es magnánimo y generoso y solo está esperando el gesto que inicia el primer paso en el que el hombre se dispone a poner de lo suyo, a deslastrarse de su carga, para dar Él también el paso adelante y recompensar abundantemente, cumpliendo su palabra y haciendo buena su oferta. Un caso claro es el de la mujer estéril que acoge en su casa a Eliseo y su criado, haciéndole incluso construir una habitación con todas las comodidades en la terraza de su casa, entendiendo que era un hombre de Dios, por lo cual, ciertamente, estaba haciéndole un favor al mismo Dios, diciéndole a su marido: "Estoy segura de que es un hombre santo de Dios el que viene siempre a vernos. Construyamos en la terraza una pequeña habitación y pongámosle arriba una cama, una mesa, una silla y una lámpara, para que cuando venga pueda retirarse". Daba lo que podía y hacía de su marido su socio en esta donación. Estaba dispuesta a dar, incluso sin recibir nada a cambio, sino simplemente con el deseo de hacer agradable el paso del profeta por su casa. Lo que no sabía ella es que al hacer el favor al profeta, porque a su entender era un hombre de Dios, se lo estaba haciendo al mismo Dios. Por ello Él, que nunca se deja ganar en generosidad, la compensa con el que quizá era su mayor anhelo. "Se preguntó Eliseo: '¿Qué podemos hacer por ella?' Respondió Guejazí, su criado: 'Por desgracia no tiene hijos y su marido es ya anciano'. Eliseo ordenó que la llamase. La llamó y ella se detuvo a la entrada. Eliseo le dijo: 'El año próximo, por esta época, tú estarás abrazando un hijo'". El deseo de ser madre, que seguramente estaba escondido en su corazón y era su gran anhelo como el de toda mujer casada, fue cubierto por Dios, cumpliendo la oferta de restitución abundante a la donación incluso de sí mismo. Ella fue capaz de desprenderse de lo suyo para ponerlo a la disposición de Dios y el Señor respondió con el portento, una maravilla que jamás se podía haber esperado. Se cumplió anticipadamente en ella lo que Jesús dijo posteriormente: "El que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo". Es la manera de actuación de Dios, desbordante de amor y sorprendiendo siempre con ese ejercicio incondicional de su amor eterno e infinito, que derrama en aquellos que lo colocan en el primer lugar, y nunca deja de recompensar, pues Él, cuando quita o cuando acepta lo que se le da, es para abrir espacio a lo que va a regalar. No es en la ostentación de bienes donde se recibirá el reconocimiento de Dios. A Él nada le importa los millones que se posean o la inmensa cantidad de bienes que se hayan acumulado. A Él le importa aquello de lo que somos capaces de desprendernos con la finalidad de servirle a Él y de demostrarle nuestro amor.

Es en esta línea que se inscribe la enseñanza de Jesús que nos invita a valorar en su justa medida los bienes que poseemos. Sobre todo los bienes espirituales con los cuales el mismo Dios nos ha favorecido: "El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará". Él pide que lo coloquemos inobjetablemente siempre en el primer lugar de nuestros intereses. No nos pide despreciar a los padres o a los hijos. Eso sería absurdo. Nos pide siempre amarlos pero nunca ponerlos a ellos ni a nada por encima de Él. Es el cumplimiento de lo que nos pide el primer mandamiento: "Amarás al Señor tu Dios sobre todas las cosas ... con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas". Mucho menos si eso se refiere a las cosas que no están fuera de mí, como mi cruz y mi propia vida. Cargar con la cruz propia e ir detrás de Jesús es asumir que solo con Él se podrá soportar la carga, por lo cual, lo más inteligente no es rechazarla, lo que por lo demás es imposible y no nos la suprime, sino cargarla para asegurar la presencia de Jesús en la propia vida, que se convertirá en una especie de Cireneo para cada uno, pues ayudará a cargarla y a llevarla incluso con amor. Y perder la vida por Jesús es la manera más segura de tenerla, pues la ponemos en las manos de Aquel que con toda seguridad nos la devolverá bendecida y elevada, llevándola a su propia condición de plenitud gloriosa, la que tiene en la gloria infinita e inmarcesible junto al Padre. Esa oferta de Dios se cumple perfectamente, pues Él no nos puede engañar. Nunca nos engañará quien nunca ha despreciado ninguna ocasión para mostrarnos su amor. Ni siquiera en el momento más álgido que le ha tocado vivir por razón de nuestra salvación: "Cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él". La entrega de nuestra vida, nuestro mayor bien, el que poseemos gracias al amor creador y todopoderoso de Dios, nos acarreará como recompensa la vida eterna. La proporción sobrepasa el 100 por 1 que ofrece Jesús, pues esa vida eterna es infinita en amor, en gozo y en paz.

domingo, 14 de junio de 2020

La Eucaristía es memoria de tu entrega, prenda de vida eterna y signo de unidad

Cómo la Arquidiócesis de SD organizará la misa de Corpus Christi ...

Jesús nos invita a un gran banquete en el que Él mismo es el que prepara la comida, la sirve con todo detalle, Él mismo es la mesa en la que se va a comer y es también la comida que se va a saborear. Todo corre de su parte y no hay nada que nosotros tengamos que poner. Solo nos pide estar preparados, tener una buena disposición interior para disfrutar, abrir espacio para que la comida caiga bien y no produzca indigestión, que nos vistamos para la ocasión con un buen traje espiritual que descubra nuestra disposición interior. Cuando celebró este banquete la primera vez con los apóstoles, representó en él lo que iba a suceder horas después: "Tomen y coman todos de él, porque esto es mi cuerpo que será entregado... Tomen y beban todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre que será derramada". El banquete es preparado con el ingrediente imprescindible del amor que será demostrado en su máxima expresión, cuando se vea a ese que es comida y bebida en sí mismo, pendiente y muerto en la Cruz, simplemente porque amaba a cada uno por los cuales se estaba entregando. Somos todos los hombres destinatarios de ese amor infinito que demuestra Jesús. "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos". Un amor que no desemboca en la entrega total, no es verdadero amor. El que ama no guarda nada para sí, sino que lo da todo en beneficio del amado. Ese regalo que estaba dejando anticipado a los apóstoles, en el cuerpo y la sangre en el que se habían transformado ese trozo de pan y esas gotas de vino que estaban sobre la mesa, es un banquete al que nos invita a todos sus discípulos que vendremos posteriormente. Los agraciados no son, no pueden ser, solo los apóstoles que estuvieron presentes en aquel momento glorioso. Hubiera sido un absurdo y un gasto dispendioso sin sentido. Ese sacrificio que representaba la entrega y la muerte del hombre que era Dios, con ese cuerpo donado y esa sangre derramada, tenían y siguen teniendo valor infinito para servir y beneficiar a toda la humanidad. Por eso Jesús, consciente de lo que tenía que seguir sucediendo en la historia, dice a los apóstoles: "Hagan esto en conmemoración mía". No es un gesto que se agota en ese momento histórico, sino que trasciende el tiempo y el espacio. Y cada vez que se celebra la Eucaristía, la Última Cena de Jesús con los apóstoles, se renueva ese sacrificio y se actualizan sus efectos para cada hombre y cada mujer que lo viven. No es un gesto simplemente simbólico que "recuerda" aquel momento de gloria del final de la vida terrena de Jesús, sino que es una verdadera comida que seguimos disfrutando cada vez que un sacerdote repite esas palabras de Jesús. Él se sigue ofreciendo igual que aquella primera vez, obviamente sin el sufrimiento que aquello acarreó para Él, pero sí produciendo los mismos efectos de salvación.

Jesús mismo se entrega para seguir siendo causa de salvación para todos. Hace referencia incluso a la comida que Yahvé hizo caer sobre Israel en el desierto, el maná y la carne de aves, y que representó la salvación del pueblo del peligro de morir de hambre en aquella peregrinación. Pero tácitamente dice que este alimento que Él ofrece ahora, su propio cuerpo y su propia sangre, la supera, pues representará la vida para todos. Aquella comida del desierto no impidió la muerte natural de los israelitas: -"No es como el de los padres de ustedes, que comieron y murieron"-. La comida que Jesús ofrece representa para todos la vida eterna: "Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre". Ese pan es Él mismo que se ofrece. El mismo cuerpo que pende de la Cruz y la misma sangre que en la pasión derrama abundantemente incluso hasta el momento en que es traspasado su corazón ya inerte, es el que se ofrece en cada Eucaristía celebrada en todo el mundo, hasta en el más insignificante poblado: "El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. ... El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida". No se trata de un gesto simbólico que no contenga la realidad. La Eucaristía es una realidad sacramental que no solo significa la entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre victimizados, sino que realmente los contiene y nos los ofrece como verdadera comida. Nos alimentamos de verdad, total y absolutamente, de Jesús. Comemos de verdad su cuerpo y bebemos de verdad su sangre. Él es el alimento más sublime con el que podemos contar. Y alimentarnos de Él representa para nosotros la vida. Por ese alimento tendremos puerta franca para entrar en el cielo. El mismo Jesús sentenció que comer de su carne y beber de su sangre representará para cada uno que lo haga tener la vida eterna y recibir el gran regalo de la resurrección en Él. Jesús podrá regalar la salvación y la vida eterna por vía extraordinaria a quien Él lo desee. Él es Dios y puede decidir en su absoluta libertad lo que quiera. Pero, como Él mismo lo ha establecido, la vía ordinaria para que esa vida eterna y esa resurrección nos alcance a todos, es alimentándonos con su cuerpo y su sangre en la Eucaristía.

Más allá del beneficio personal que nos lega la Eucaristía como alimento que nos lleva a la vida eterna, debe también producir en nosotros un efecto inmediato, que es el de la unidad. La imagen de la familia que se sienta en comunión alrededor de la misma mesa para disfrutar del banquete es ideal para explicarlo. Es un gesto entrañable que tiene un profundo significado de unidad. Una familia que comparte ese momento tan significativo revela la unidad íntima que vive. Por el contrario, cuando en una familia no se da este gesto de vivir la unidad ni siquiera en el momento de compartir el alimento, a menos que sea por razones de fuerza mayor, debemos siempre desconfiar de la cohesión entre sus miembros. Muy probablemente el cáncer de la desunión y la separación, signos evidentes de la falta de amor, se haya hecho presente. El que ama busca siempre estar físicamente cerca de su amado. Verlo, tocarlo, disfrutarlo. Cuando esto no se añora, se debe desconfiar de ese amor. Jesús quiere que esa unión se viva entre sus discípulos. Su banquete, el que nos ofrece Él mismo siendo la comida, el que lo sirve y la mesa en la que nos sentamos, debe producir en nosotros el efecto de unión que surge del amor mutuo. Al comer del mismo cuerpo y de la misma sangre de Jesús nos debemos sentir en unidad de amor con todos los cristianos de cualquier parte del mundo que hacen lo mismo. Es la familia de la Iglesia que comparte el mismo pan y la misma sangre, que se sienta en la misma mesa de unidad, y que recibe del mismo Jesús su propia carne y su propia sangre. Lo entendió perfectamente San Pablo y así se lo enseñó a los cristianos: "El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan". No se entiende, por tanto, que comiendo todos la misma comida y sentándonos todos en la misma mesa, no sintamos que somos un mismo cuerpo en la Iglesia de Cristo. La unidad es añoranza de Jesús que Él quiere que vivamos radicalmente y que reforcemos con el alimento que tomamos, que es Él mismo. "Que todos sean uno, como Tú y yo, Padre, somos uno". No solo lo hace oración, sino que lo hace posible al ofrecernos su cuerpo y su sangre como alimento que nos cohesione. La Eucaristía es memoria, es realidad y es llamada a la unidad. El cuerpo de Cristo es la prenda más linda que poseemos los cristianos. En ella, renovamos su entrega y actualizamos sus efectos en nosotros. Con ella, nos alimentamos del mismo Jesús para obtener la vida eterna y ser resucitados con Él. Y por ella, nos hacemos uno solo con todos los hermanos que comparten el mismo alimento y se sientan en la misma mesa que nos ofrece Jesús.

jueves, 30 de abril de 2020

Te conozco y me alimento de ti, Jesús, para vivir tu misma vida

Qué me impide bautizarme?” — BIBLIOTECA EN LÍNEA Watchtower

El proceso de formación de los cristianos se conoce como "catecumenado". El catecúmeno es el cristiano que ha iniciado ese proceso para conocer y vivir la fe en Cristo, su persona, su mensaje y su obra. Es un proceso de "formación", que no se reduce solo a lo doctrinal sino que apunta al "ir tomando forma" mediante el conocimiento de lo que es Jesús para ajustarnos a Él. En nuestra fe cristiana el conocimiento que vamos poseyendo apunta a que vayamos tomando la forma de Cristo. Nos formamos para con-formarnos a Jesús, es decir, para ir adquiriendo para nosotros mismos la forma de Cristo y vivir cada vez más como Él vivió. De este modo, el catecumenado es un proceso de conversión mediante el conocimiento de lo que es Jesús para asimilar su conducta y su pensamiento y hacerlos propios, actuando y pensando como Él, hasta llegar a la identificación plena con Él, como lo logró San Pablo: "Vivo yo, pero ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí". En general, el proceso de catecumenado alcanza su culminación con el bautismo. El adulto que inicia su formación llega a un punto culminante en su proceso cuando ya se le considera apto para recibir el bautismo. No es el fin de su proceso, por cuanto podríamos decir que éste no termina nunca. El bautismo certifica que se ha alcanzado un grado de cierta madurez que capacita para empezar a formar parte de la Iglesia y a conformarse como parte activa de ella. En el bautismo de los niños esta responsabilidad la asumen los padres y los padrinos en nombre del niño, por lo cual se pide que, en general, padres y padrinos sean hombres y mujeres de fe que puedan en su momento dar testimonio de ella ante sus hijos y ahijados. El bautismo abre el camino de la experiencia de fe que vive el catecúmeno. Es el inicio de su maduración en la cual se pide que empiece a dar verdadero testimonio de la fe que ha ido adquiriendo. Es el regalo que da el mismo Jesús a aquel que cree y lo acepta como su Salvador, reconociendo su obra redentora en la que se ha entregado para alcanzar el perdón de los pecados y ha recuperado la posibilidad de entrar en el cielo a vivir la felicidad eterna como hijo de Dios. Es el fin que persigue el mandato misionero que ha dado Jesús a los apóstoles antes de ascender a los cielos para colocarse de nuevo a la derecha del Padre: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará". 

Ese proceso de catecumenado está perfectamente representado en el encuentro del Diácono Felipe con el eunuco etíope. Felipe, perseguido como todos los cristianos con el furor que se desató después del martirio de Esteban, y que iba de camino a causa de la dispersión de todos los cristianos que huían de dicha persecución, se encuentra con este alto dignatario etíope, prosélito del judaísmo, pero que nunca podría llegar a ser auténtico judío pues era extranjero y además mutilado, dos condiciones que le imposibilitaban su pertenencia al judaísmo, por lo cual nunca pasaría de ser prosélito, es decir, cercano. Es un encuentro procurado por el Espíritu de Dios para lograr la adhesión de este hombre a la fe. Se presentan acá ciertos rasgos similares del encuentro de Jesús con los dos discípulos de Emaús, tomando las justas distancias entre ambos acontecimientos. Aquellos dos discípulos estaban viviendo la frustración y la desilusión. El eunuco está viviendo la perplejidad por no comprender lo que iba leyendo: "¿Cómo voy a entenderlo si nadie me guía?" Jesús le abre la mente y el corazón a los caminantes de Emaús, quienes lo aceptan en su manifestación como resucitado. Felipe le hace entender las Escrituras al etíope, quien se entusiasma con el mensaje de salvación de Cristo y se decide con determinación firme a ser su discípulo, pidiendo ser bautizado: "Llegaron a un sitio donde había agua, y dijo el eunuco: 'Mira, agua. ¿Qué dificultad hay en que me bautice?'" El fin de ambos acontecimientos es de felicidad, pues el encuentro con el Jesús que ha salido a su encuentro los llena de esperanza y de gozo ante la salvación que ofrece el resucitado a todos. El eunuco es bautizado y Felipe es arrebatado de su presencia. Los dos peregrinos de Emaús, después de reconocer a Jesús, también son privados de su presencia repentinamente. Ya poseían al Jesús que los salvaba en sus mentes y en sus corazones, por lo que su presencia física no era necesaria. Al igual que el eunuco, que había comprendido las Escrituras con la explicación de Felipe y había sido bautizado, ya estaba viviendo la salvación prometida por Cristo por lo que no necesitaba del acompañamiento de Felipe que le había servido de anunciador: "Cuando salieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe". Él, rechazado radicalmente por el judaísmo, es aceptado en la fe cristiana que le abre las puertas de la salvación. Cristo no es, por lo tanto, solo para un grupo de privilegiados, sino para todo el que abra su corazón para aceptarlo y se convierta a su amor. Es para todo el que se integra en el grupo de catecúmenos y avanza, madurando cada vez más en su fe, aceptando a Jesús como su Salvador y deseando asimilarse cada vez más a Él.

En el proceso del catecumenado, lo hemos dicho, el bautismo es un punto culminante, pero no el final. Se debe seguir avanzando en él, por cuanto no es otra cosa que un llamado a apuntar a la perfección en la vida de la fe. El catecumenado hace posible responder al menos en la intención a la llamada de Jesús: "Sean perfectos como es perfecto el Padre del cielo". La perfección del cristiano es la asunción de la vida de Cristo en sí mismo. Es la vivencia del amor en plenitud, tal como la vivió Jesús que por ese amor entregó su vida por todos. San Pablo resume lo que debe vivir el cristiano de una manera magistral: "Amar es cumplir la ley entera", es decir, "la perfección de la ley es el amor". La vida de Dios y, por lo tanto, la vida de Jesús, Dios hecho hombre, es la vida del amor. Él es la fuente del amor, pues esa es su esencia profunda e identificadora. No hay realidad que defina mejor lo que Dios es. Por eso, el cristiano apunta a vivir el amor tal como lo vivió Jesús. Se debe mostrar en su entrega a Dios, poniendo toda su vida en sus manos, y en la entrega por los hermanos. "Nadie tiene amor más grande que quien entrega su vida por los hermanos". La asimilación a Jesús, la con-formación que procura el catecumenado debe apuntar a identificarse esencialmente con ese Dios amor. Debe procurarse vivir la misma vida divina. Y esto lo facilita Jesús con otro paso culminante que cumple el catecúmeno en su proceso: El de la participación en la Eucaristía, la comunión. Comer a Jesús para tener su vida plena en uno. Se trata en primer lugar de crecer en la fe, no como solo conocimiento de doctrinas, sino como experiencia de vida: "En verdad, en verdad les digo: el que cree tiene vida eterna". La vida eterna viene por la fe en Jesús. Pero va más allá. No es solo la fe, sino acercarse a Él para alimentarse de Él: "Yo soy el pan de la vida. Los padres de ustedes comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo". La entrega de Jesús está significada en su entrega como pan que alimenta para la vida eterna. Alimentarse de Jesús es procurarse la vida eterna. Y asimilar aquello que nos alimenta nos hace adquirir sus cualidades. El proceso de catecumenado nos lleva a aceptar a Jesús como alimento para que nos dé la vida eterna y nos asimilemos cada vez más a Él. Para que tengamos sus cualidades y vivamos en el amor que Él es. Comer a Jesús nos hace iguales a Él. Es el punto más alto en nuestro proceso de catecumenado, que no debe terminar nunca, hasta que nos hagamos uno con Él.

domingo, 29 de marzo de 2020

Soy cuerpo y espíritu y en vivir mi plenitud está mi felicidad

Jesús resucita a Lázaro | Lecciones de la Biblia para niños

Cuando los hombres asumimos la complejidad de nuestra composición natural, en la que se da la realidad corporal y la espiritual, la temporal y la eterna, la mutable y la inmutable, la inmanente y la trascendente, la limitada y la infinita, damos pie a la comprensión de lo que somos y, al comprendernos mejor, podemos entrar en un clima de serenidad interior que nos da paz, pues entendemos lo más profundo de lo que somos, a lo que estamos llamados a vivir, y a la meta a la que nos dirigimos. Dios, desde su infinita sencillez, pues Él no tiene complejidad ninguna en la composición de su naturaleza ya que ella es solo una realidad espiritual, nos ha creado a nosotros "complejos", cuerpo y alma, materia y espíritu. Él es solo espíritu, por lo cual es el absolutamente sencillo. En Él solo hay una realidad espiritual. En nosotros hay realidad espiritual y realidad material, por lo que somos "complejos". Esta complejidad explica el porqué en nosotros siempre se presenta la tensión entre lo temporal y lo eterno. Explica el porqué nuestra naturaleza nos hace tender a apegarnos a la materia, con la tentación de dejar a un lado lo que eleva nuestro espíritu. Nos da la clave de comprensión para la lucha interior que se presenta en nosotros entre el bien y el mal. Lo explica muy bien San Pablo: "Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco...  Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero". Queremos dar satisfacción a lo temporal, con el riesgo de condenar lo espiritual con nuestras acciones. La clave está, entonces, en dar la justa importancia a ambas componentes de nuestra naturaleza. Tan importante es para nuestra vida nuestra realidad temporal como la espiritual. Si faltara alguna de esas componentes no existiríamos. La única diferencia que hay entre ellas es la temporalidad. La realidad corporal se acabará en algún momento. La realidad espiritual prevalecerá para siempre.

Dios nos creó seres materiales y espirituales para que desde toda nuestra realidad nos uniéramos a Él. No nos ponemos en contacto con Dios solo desde nuestra realidad espiritual, pues nuestra corporalidad nos identifica como quienes somos, desde ella realizamos las obras que a Él le agradan y nos acercan a Él, por ella tenemos la capacidad de relacionarnos fraternalmente con todos los demás hombres, con ella luchamos como socios suyos por hacer un mundo mejor, desde nuestra temporalidad sembramos la semilla que nos servirá para la cosecha de vida eterna que haremos en el futuro. El error que cometemos y que nos crea tanto desasosiego es el de despreciar alguna de nuestras dos componentes. Quien desprecia la corporalidad vive esta vida como una eterna condena y nunca alcanzará la felicidad en ella. Quien desprecia la realidad espiritual vive esta vida sin proyección de eternidad y tendrá la continua sensación de frustración porque todo terminará en el vacío. Es necesario asumir nuestra complejidad para vivir en serenidad interior, dando el peso a lo que suma puntos para aquello que nos alegre hoy y que subsistirá eternamente. San Pablo nos habla de la necesidad de ese equilibrio que hay que tratar de mantener siempre: "Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero ustedes no están sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo". La realidad corporal, con todo lo importante que es, no puede hacernos perder la conexión con el Espíritu de Dios. Nuestro ser no puede estar "sujeto a la carne", entendiendo esto como exclusión de lo espiritual. No se trata de un desprecio a la realidad temporal, sino de una llamada a no excluir la realidad eterna. Así lo afirma el mismo Pablo: "Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también sus cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en ustedes". Estos cuerpos mortales que poseemos serán vivificados. De ninguna manera serán despreciados.

Lo enseñó también Jesús. La resurrección de Lázaro es la demostración fehaciente de ese equilibrio con el que Jesús quiere que asumamos toda nuestra realidad compleja. La confesión que hace de su propia identidad coloca su obra como obra globalizante de todo lo que es el hombre: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre". Esta realidad corporal nuestra es la que hará posible una resurrección. Si no hay muerte, no habrá resurrección. Toda nuestra realidad será renovada absolutamente por la obra redentora de Cristo. Y que es importante nuestro cuerpo lo confirma Jesús al resucitar a Lázaro. La resurrección de Lázaro es preludio de la resurrección de los muertos al final de los tiempos. No es la resurrección final, por cuanto Lázaro debió morir de nuevo. Tampoco lo fueron ninguna de las resurrecciones que nos relata el Evangelio que hizo Jesús portentosamente. Pero sí es signo del aprecio que Jesús le tenía a esta vida que vivimos, por cuanto se lo devuelve a sus hermanas que vivían el dolor de su muerte: "Desátenlo y déjenlo andar". Por ello, tiene sentido todo lo que nos pide Jesús que vivamos hoy. Tiene sentido el amor que nos pide que vivamos entre nosotros, el perdón que estemos siempre dispuestos a dar a quien nos ofende, la caridad que tengamos con los hermanos más necesitados, la defensa de la vida en todos sus niveles, la aceptación de nuestros hermanos por encima de cualquier diferencia. Nuestra complejidad se resuelve en la asunción plena de lo que somos con alegría, recibiéndola como un regalo de amor de Dios que nos creó para que viviéramos nuestra plenitud. Somos materia y espíritu. Somos temporales y eternos. Somos limitados e infinitos. Esa es nuestra identidad. Y en la vivencia en plenitud de ambas componentes está nuestra felicidad plena. Ya Dios se encargará de darnos el premio que nos corresponda por haber asumido nuestra integralidad con alegría y serenidad.

domingo, 15 de marzo de 2020

Jesús es el manantial del agua viva que me hace llegar al cielo

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En el itinerario litúrgico que nos va presentando la Cuaresma se sigue un proceso didáctico perfecto. El Evangelio del primer domingo nos presenta las tentaciones de Jesús, en el cual se nos muestra, además de lo cotidiano que vivimos los hombres, la humanidad de Jesús. Él es el Dios eterno que ha asumido nuestra naturaleza para poder satisfacer por el pecado que nosotros hemos cometido. Desde su absoluta inocencia asume nuestras culpas para lograr la redención. Ciertamente, ver al Verbo eterno de Dios hecho hombre que es tentado por el demonio, como lo es siempre cada uno de nosotros, nos convence plenamente de que ese Dios asumió íntegramente nuestra humanidad, "pasando por uno de tantos". El Evangelio del segundo domingo nos presenta la perfecta divinidad de Cristo, en la Transfiguración. Aquel que ha sido tentado por el demonio, demostrando con ello su plena humanidad, no ha abandonado su divinidad. Precisamente, desde esa divinidad perfecta es que logrará triunfalmente nuestro rescate del pecado. Si fuera solamente un hombre cualquiera, su sacrificio, aun siendo quizá muy valioso, no representaría nada en cuanto satisfacción por los pecados de la humanidad. Cuando Él nos demuestra su divinidad nos está diciendo que aquel que está inerme en la Cruz no es simplemente uno más, sino que es el hombre que es Dios. Por ello su sacrificio tiene valor infinito y puede servir para redimir a toda la humanidad. Jesús es perfecto Dios y perfecto hombre. Y el Evangelio del tercer domingo nos presenta ya a ese Jesús en el ejercicio activo de su labor de rescate, cuando se encuentra con la Samaritana. Ella no pertenece al pueblo de Israel, pero aun así es también beneficiaria de la obra redentora. En ella está representada toda la humanidad. El encuentro concreto de Jesús con esta mujer pecadora deja al descubierto el amor redentor de Jesús que conquista el corazón de cualquiera y le deja la huella de ese amor tan profundamente marcada que se convierte en la anunciadora perfecta de la llegada de ese tiempo de salvación para todos, a los que invita a tener ese encuentro personal con el Salvador. Es impresionante la frase de los paisanos de la Samaritana: "Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo". La experiencia de la salvación es ya personal para cada uno. Jesús se muestra así como el Dios que se ha hecho hombre y que trae la salvación para todos.

La Samaritana somos todos. Tú y yo. Tener el encuentro personal con Jesús, en el que quedamos al desnudo ante Él, es absolutamente necesario para poder disfrutar de su amor redentor. La añoranza de la salvación se resuelve solo en la vista cara a cara con ese que viene a salvarme. Ello implica dejar atrás posturas previas o prejuicios, y colocarse ante Él como somos en lo más profundo de nuestra intimidad. Lo dice San Agustín: "Dios es más íntimo a mí que yo mismo". Delante de Él no podemos tener intenciones segundas, pues es inútil querer esconder algo propio ante quien descubre toda mi intimidad con una simple mirada. A la Samaritana le descubrió toda su vida. Así mismo descubre la mía. Seamos o no inocentes quedamos al descubierto ante Él. En todo caso, lo que verdaderamente importa es el resultado final de ese encuentro. Lo que debemos añorar es volver a la inocencia original, estar delante de Dios lo más puros posible. Y eso solo lo lograremos si dejamos que Él nos mire en profundidad y con su amor redentor cancele todo lo que de oscuro y tenebroso hay en nuestro interior. La Samaritana alcanzó su limpieza porque en la sorpresa que vivió ante quien tenía frente a sí, se dejó maravillada restablecerse y alzarse, alcanzando así de nuevo la plenitud de su dignidad. Su alegría fue inesperada. Ella solo se dirigía a buscar agua en el pozo, y esa labor cotidiana resultó para ella en el logro no solo del agua física que quería, sino del agua que era la fuente de la vida plena y que brotaba de Aquel con el que se encontró en el pozo. "El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna". 

Lo que nos mueve en este encuentro es la esperanza de la salvación. El Señor se ha hecho hombre para nosotros y por nosotros. Acercarnos a Él representa nuestra salvación. Dejarnos ver por Él y recorrer nuestros resquicios espirituales para que pueda hacer su obra de amor, asumida voluntariamente: "Cuando nosotros estábamos aún sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; ciertamente, apenas habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros". Como la Samaritana, nos ponemos delante de Él, asumiendo que descubre todo nuestro interior y lo purifica con su amor redentor. Es el amor más puro y poderoso, y está a nuestro favor. Por ello, nos motiva la esperanza de sabernos amados a tal punto que entrega su vida por nosotros y nos da gratuitamente esa salvación que añoramos. Nos abre las puertas de la eternidad. "Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado". Jesús es la fuente de esa agua que mana incesantemente a nuestro favor, y que derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Con ello nos asegura la presencia de su amor y de su iluminación, siendo siempre esa fuente de salvación para todos.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Que Tu amor sea mi meta para ser eternamente feliz contigo

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En la vida de todo hombre deben imponerse metas para cumplir con la natural añoranza de lograr cosas mejores. El progreso de la propia vida depende de los ideales que nos vayamos trazando y de las metas que nos vayamos marcando. Evidentemente, estas metas deben indicar el deseo de progreso y de mejora en la vida personal. Deben indicar la intención de tener una vida mejor, con más sentido, con mayor provecho. No tiene sentido una vida sin metas, sin ideales, pues así, ella se vuelve una rutina insufrible, oscura, mediocre. Se convierte en algo sin atractivo que pierde todo su brillo y que elimina toda ilusión por seguir adelante. Quien así vive está procurando para sí un suicidio espiritual, en el cual la sucesión de días no es más que el adelanto inexorable hacia una especie de nada en la que se sumergirá y culminará en el sinsentido mayor de una muerte oscura y vacía. El atractivo de la vida está, en efecto, en la imposición de metas cada vez más altas, que pongan a prueba las propias capacidades y que exijan que éstas se pongan en tensión. Y mientras mayores sean la tensión y las exigencias, más atractivo será el intento por alcanzar esa meta añorada. A mayor altura del ideal, mayor satisfacción en el esfuerzo por alcanzarlo, y mayor aún el gozo al alcanzarlo. No hacerlo así es quedarse regodeándose en la mediocridad, revolcándose en el estiércol de la muerte anunciada y dejándose oscurecer por las sombras de la perplejidad absurda. La mediocridad es como el cáncer, que va consumiendo al hombre y robándole la vida. Dios ha puesto en nosotros la añoranza por alcanzar siempre metas mayores. Ha puesto para nosotros una vida que tiene sentido solo en un ascenso continuo hacia Él. Él es la meta, nos indica el camino y pone en nuestras manos las herramientas que necesitamos para avanzar hacia ella. Teniendo todo a la mano, caeríamos en el absurdo y en el sinsentido si no ponemos lo mejor de nosotros por avanzar. 

La meta de la humanidad es la llegada triunfante junto a Jesús a la eternidad feliz junto a Dios nuestro Padre. Evidentemente, Dios quiere que avancemos cada vez más firmemente hacia ella, y para ello coloca en nuestras manos absolutamente todas las herramientas que necesitaremos para ello. No nos hace falta más nada de lo que ya poseemos. Ordinariamente, nuestras capacidades naturales, aquellas que pertenecen a nuestra condición humana, son parte de ellas. Nuestra inteligencia y nuestra voluntad nos presentan los bienes mayores, aquellos que sirven para ir avanzando en la perfección a la que nos invita Jesús: "Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto". Nuestra inteligencia conoce muy bien lo que nos enriquece y lo que nos empobrece como personas y como cristianos. Y esa bondad o maldad de lo que podemos poseer, la inteligencia lo presenta a nuestra voluntad, que tomará una decisión. Lo lógico es que esa decisión, después de un discernimiento serio y responsable, sea acorde con el camino de superación que es propuesto para nuestro avance. Y luego, al tomar una decisión razonable, nuestra libertad toma las riendas y con su poder nos hace avanzar felices y esperanzados en la procura de aquel bien mayor que queremos alcanzar. A este proceso totalmente natural se suma la providencia divina que sale en auxilio de nuestra humanidad que, aun bien iluminada y con una decisión razonable, necesita del sustento de la gracia divina que nunca deja al hombre solo en su periplo. "Miren, les envío al profeta Elías, antes de que venga el Día del Señor, día grande y terrible. Él convertirá el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir a castigar y destruir la tierra". El Señor, que nos ama infinitamente y no quiere que se pierda ni uno solo de nosotros -"Su Padre del cielo no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños"-, se asegura de que nuestro caminar sea siempre el correcto. Y habiendo procurado para nosotros en lo humano lo necesario, como padre amoroso y preocupado, se coloca en el camino con la mano tendida para seguir guiando nuestros pasos sólidamente por los caminos correctos.

Así, en el camino de la entrada del Verbo eterno de Dios al mundo, que a su vez será la meta final a la que debe encaminarse la humanidad, y en la que se debe centrar todo esfuerzo humano en medio de los avatares cotidianos, pues Él nos llevará consigo a las moradas celestiales del Padre -"En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿les habría dicho que voy a prepararles sitio? Cuando vaya y les prepare sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estén también ustedes"-, Dios utiliza también sus mediaciones humanas que son como indicadores, señales en el camino, que nos guiarán mejor por la ruta que debemos tomar. Entre esas mediaciones, está Juan Bautista, que aparece en ese camino del Verbo hacia el hombre, y que nos llama imperiosamente a la conversión del corazón, para hacerlo morada del Dios redentor, que viene para llevarnos con Él a la vida eterna en la felicidad y en el amor de Dios. Toda su vida está rodeada por el nimbo de lo sobrenatural, de lo portentoso, pues es el instrumento que Dios utiliza para comunicarse con nosotros de modo que comprendamos que lo que Él quiere no es algo superficial, sino que es lo más importante y determinante que podrá suceder en nuestras vidas. El final de ellas está marcado por lo maravilloso. Y en ese futuro eterno, lo maravilloso será lo ordinario, pues el amor de Dios, ámbito natural de la vida eterna, será lo que viviremos ordinariamente. El nacimiento del Bautista está rodeado de portento. "Los vecinos quedaron sobrecogidos, y se comentaban todos estos hechos por toda la montaña de Judea. Y todos los que los oían reflexionaban diciendo: 'Pues ¿qué será este niño?' Porque la mano del Señor estaba con él". No es un niño cualquiera el que ha nacido. Ha nacido el que indicará el camino de la conversión, el que marcará la pauta para avanzar hacia la meta más alta que podemos añorar, el que pondrá en claro cuál es el ideal que debe robarnos todos los esfuerzos, pues es el que eliminará toda mediocridad y toda perplejidad, y nos elevará a la cuota más alta que puede alcanzar nuestra existencia: llegar a la presencia eterna del Dios del amor para lo cual hemos sido creados.