Las cosas de la fe van acompañadas siempre con la virtud que la embellece más, que es la humildad. No existe nada que haga más hermosa la propia vivencia de la fe, para sí mismo y para los demás, que esa humildad que reconoce, en primer lugar, la primacía de Dios sobre todo y, en segundo lugar, la sencillez que llama al servicio y que es fruto de la experiencia más pura de ella. Un testimonio de fe sencillo y humilde ante los demás habla de un avance provechoso en ella. La jactancia y la apariencia de lo que no se vive en el corazón podrían, por el contrario, llegar a hacer despreciable no solo a la persona que las ejercitan, sino incluso al objeto del que deberían dar un limpio testimonio, es decir, a Dios mismo. Quienes presencian un testimonio jactancioso y disfrazado de grandiosidad de la fe, llegan a confundir a quien lo da con quien debería ser la última razón de ese testimonio. Entienden que ese Dios del cual deberían ser reflejo las acciones y las palabras del que lo hace falsamente, sería tan despreciable como el que usa esa fachada para vanagloriarse a sí mismo. La fe, para aquellos que quieren aprovecharse ilegítimamente de ella, se convertiría en un producto de mercado del cual querrían sacar un jugoso provecho. De alguna manera se las ingenian para incluso aprovecharse de ella subyugando a las almas sencillas de quienes los siguen, cometiendo así la mayor abominación, pues hacen de lo más sublime que puede vivir el hombre, como lo es su condición espiritual, un elemento para empoderarse sobre ellos y para enriquecer deshonestamente sus propias arcas. Fue lo que descubrió Jesús en la intimidad de los fariseos. Estos, disfrazados de santidad, de pureza, de radicalidad en la fe, habían desnaturalizado de tal manera su origen, que había sido tan auténtico pues habían nacido como una especie de reforma interna del judaísmo que buscaba retomar las rutas que se habían abandonado en cuanto a la pureza y a la radicalidad en la respuesta ilusionada a Yahvé, que no podían obtener otra cosa que la censura de Cristo. Son muchos los testimonios en los Evangelios del enfrentamiento de Jesús con quienes así actuaban, cuando los ponía al descubierto, revelando a todos la improcedencia de sus actos: "¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes, y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa".
En ese momento en que reprobaba con sus palabras a quienes desnaturalizaban a tal grado la vivencia de la fe, como para sostener sólidamente su testimonio, una viuda se acerca al cepillo del templo para dejar allí su ofrenda, echando apenas dos monedas, desde su infinita pobreza: "Se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante". Esto fue ocasión más que propicia para alabar la demostración de fe y de confianza de ella, en contra de los que se jactaban de su opulencia y echaban en cara de los demás que eran capaces de ser "más generosos" que ellos. Las palabras de alabanza de Jesús a la viuda los dejan desnudos en su pretensión: "En verdad les digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir". Los humildes de corazón no tienen otro fundamento que la confianza en Dios, mientras que los soberbios tienen su fundamento en sí mismos. La viuda daba a Dios todo lo que tenía. Pero esto significaba más profundamente que daba a Dios todo lo que era. El hecho material de las dos monedas no hace otra cosa que descubrir lo que hay en su más profunda intimidad: una confianza radical y extrema en Dios. Todo lo que tenía y todo lo que era, lo ponía confiadamente en las manos de Dios. Exhausta por sus condiciones de vida, no tiene otro recurso que ponerse totalmente en las manos de Dios y confiarse en ellas, que a su entender son manos de amor y de misericordia. Podríamos decir, llevando al extremo el gesto de confianza de la viuda, que lo de menos era lo de las dos monedas puestas en el cepillo. Lo de menos es la pobreza extrema en la que vivía la viuda. Lo que eso descubre es la radicalidad con la cual ella busca vivir su fe, en el grado mayor de humildad. La fe, vivida en esa humildad extrema, desemboca en el abandono confiado de la propia vida en las manos de Dios. Esto lo vive no por ser pobre, sino que, por ser pobre, no tiene otro sustento de vida que solo el Dios que llena todos los vacíos. La pobreza, sin duda, facilita el que no se tenga otro sustento. Pero no es el seguro de que se viva esta convicción radicalmente. Muchos pobres no la viven, pues les falta dar ese salto del corazón, ya que están en la añoranza continua de bienes de ostentación. Si no se tiene más forma de vida, la única que queda es la de Dios. También hay gente con bienes que vive en este desprendimiento. Lo demostró el buen samaritano que poseyendo bienes los usó para el servicio de amor al necesitado al que habían robado y apaleado en el camino.
Eso no obstante, tiene más facilidad de ser humilde, sin duda, quien menos bienes posee. Así lo vivió la viuda pobre. Quien tiene resueltos todos sus problemas materiales no tendrá tiempo de pensar en su trascendencia, pues su seguridad está basada en haber resuelto sus problemas gracias a su bienestar material. Todo apunta a poner en Dios la confianza extrema, por cuanto en esa humildad se reconoce claramente quién es el origen de todo y de todos los bienes, de quién es el amor misericordioso y providente, hacia quién debe tender la propia vida. Es la vivencia personal de una convicción de fe que desemboca en el abandono radical en las manos de Aquel de quien proviene todo bien, material y espiritual. Avanzar en ese camino va consolidando esa experiencia, dejándose conquistar cada vez más por ella, adquiriendo la convicción de que ese es el camino que apunta a la plena realización personal, por cuanto lleva a la integración perfecta de la realidad corporal y la realidad espiritual del hombre. "He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación". Fue la convicción que poseía San Pablo, por la cual incluso entregó su vida, pues la fe lo había llevado a ella. No se consideró a sí mismo la medida de todo, sino que puso a Dios en el primer lugar que le correspondía, asumiendo con humildad la realidad justa. Y desde esa convicción de fe, adornada por la experiencia hermosa de la humildad, así quiso enseñarlo a los suyos: "Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y a muertos, por su manifestación y por su reino: proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina". La propia experiencia de fe en la humildad daba la clave para invitar a todos a hacer lo mismo, pues había entendido que era el camino correcto. La confianza en sí mismo podía jugar traidoramente en su contra. La confianza en Dios jugaba siempre a favor del creyente. Por eso insistía: "Vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus propios deseos y de lo que les gusta oír; y, apartando el oído de la verdad, se volverán a las fábulas. Pero tú sé sobrio en todo, soporta los padecimientos, cumple tu tarea de evangelizador, desempeña tu ministerio". La humildad en la vivencia de la fe, que lleva al abandono radical en las manos amorosas de Dios, darán al final la razón a quien entiende que su vida está toda y siempre resguardada en su amor. Como lo entendió aquella viuda pobre.
Dios lo sabe todo y nos da fe lo que sucederá pero nosotros debemos ser fuerte como nos pide el Señor o decaer y seguir su camino ....que hermoso !!!
ResponderBorrarGracias Monseñor. Dios nos bendiga. Feliz sábado.
ResponderBorrar"Abandonarnos a las manos amorosas del Padre" con esa tierna frase se cierra esta hermosa reflexión que nos enseña que lo importante es.que seamos humildes y recatados cuando seamos generosos. El Señor nos conoce y solo espera que tengamos Fe y tomemos el camino correcto, donde es Dios el que llena todos los vacios. Gracias Monse por tan sublime y catequistica explicación.
ResponderBorrarSe necesitan más humildes de Corazón con la confianza puesta en Dios. Bonita reflexión...
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