sábado, 31 de agosto de 2019

Mis talentos son para mis hermanos

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Dios creó al hombre en el sexto día de la creación. Fue el último en ser creado. Después que había llenado ya el universo entero de los demás seres, puso la guinda de su obra poniendo al hombre en el centro, y entregándole todo lo creado para que lo dominara y se sirviera racionalmente de ello. Así reza el libro del Génesis: "Cuando Dios creó al hombre, lo creó a su imagen; varón y mujer los creó, y les dio su bendición: 'Tengan muchos, muchos hijos; llenen el mundo y gobiérnenlo; dominen a los peces y a las aves, y a todos los animales que se arrastran'. Después les dijo: 'Miren, a ustedes les doy todas las plantas de la tierra que producen semilla, y todos los árboles que dan fruto. Todo eso les servirá de alimento. Pero a los animales salvajes, a los que se arrastran por el suelo y a las aves, les doy la hierba como alimento.' Así fue, y Dios vio que todo lo que había hecho estaba muy bien. De este modo se completó el sexto día". En ese designio creador, Dios estableció una sociedad perfecta entre los hombres, para lo cual tenían que ser ayuda adecuada unos para otros. La sociedad humana naciente, así, funcionaría con el aporte de cada uno. "Luego, Dios el Señor dijo: 'No es bueno que el hombre esté solo. Le voy a hacer alguien que sea una ayuda adecuada para él.'"

Dios creó al hombre libre, inteligente y con voluntad, capaz de amar. "A nuestra imagen y semejanza". Lo hizo "poco inferior a los ángeles", con lo cual puso en él cualidades divinas, inéditas en todos los demás seres de la creación. Por eso con el hombre, la creación alcanza su zenit, su punto más alto. El Señor había bordado su creación, derramando todo el amor de su corazón en el hombre, al cual ama por sí mismo, por encima de todos los demás seres de la creación, a los cuales ama en cuanto sirven al hombre. Para que esta obra llegara a su plenitud, deja al hombre la responsabilidad de seguir adelante. Aun cuando la creación es el reflejo concreto de la inmensidad y la belleza del mismo Dios, el hombre, hecho socio de Dios, es responsabilizado de mantener las cosas en el orden deseado por Dios. Para ello, el Señor da a cada uno los talentos, que son cualidades específicas que servirán a cada uno para lograr ese cometido. Se los da de acuerdo a las capacidades que tiene cada uno, de modo que no todos tendrán los mismos talentos ni servirán para lo mismo, pero sí tendrán que poner el máximo esfuerzo por colocar su capacidad en orden a lograr el bien común, para beneficiar a todos.

Ser siervo bueno y fiel del Señor es hacerse consciente de las propias cualidades, de los propios talentos con los cuales nos ha enriquecido el Señor, y ponerlos a funcionar, sin esconderlos ni inutilizarlos. Todos los tenemos y nadie puede aducir que no los posee. Es una cuestión de justicia, para con el Señor y los hermanos. Los talentos no son para beneficio personal o para un goce absurdamente egoísta. Son dones que nos ha regalado el Señor para ponerlos a producir en función de los demás. Toda la humanidad se enriquece con los talentos que nos han sido regalados. Sería muy deshonesto recibirlos, reconocerlos y no sentirnos responsables de hacer que todos los disfruten. Dios no nos ha dado sólo la vida, sino que se ha ocupado de que, a través del aporte de los mismos hombres, con la puesta en práctica de los talentos recibidos, la vida sea mejor para cada uno.

Pero así como es injusto no ponerlos a producir en beneficio de los hermanos, es igualmente injusto exigirlos a quien no los ha recibido o exigirlos en cantidad mayor a la recibida, o lo que es lo mismo, no se le pueden pedir peras al olmo. "No todos servimos para todo, pero todos servimos para algo". Exigir fuera de ese "algo" para el que servimos, no tiene sentido. Exigirle un bello canto al que es mudo, es absurdo. De igual manera exigir cien al que puede dar solo ochenta (en lo que sea), carece de sentido. Eso sí, es igualmente injusto exigir solo sesenta a quien puede dar cien. Sobre todas nuestras capacidades pesa la responsabilidad de querer el bien de los hermanos. Nunca podemos dejar a un lado este sentido de responsabilidad con el Dios que nos ha hecho socios suyos en la procura del bienestar general. Todos debemos responder al máximo en esta sociedad. Debemos dar lo mejor de nosotros y debemos exigírselo con justicia a todos, haciéndonos conscientes de que si alguien no hace las cosas como yo creo que deben ser hechas, no significa que no esté poniendo su mejor empeño en hacerlo. No todos tenemos las mismas capacidades. Decía Gabriel García Márquez, respecto al amor: "El que alguien no te ame como tú quieras que te ame, no significa que no te esté amando con todo su corazón".

Ser siervo negligente y holgazán es echar en saco roto las exigencias que conlleva el ser enriquecido con los talentos. Es haber perdido el sentido de la propia existencia. Es no actuar con la justicia de quien se debería sentir responsable de las riquezas que ha recibido pero sólo en función del beneficio de los hermanos. Es defraudar la confianza del Creador, que te ha hecho socio suyo, elevándote infinitamente de categoría, y para ello se hace además Providente para ti mismo y, a través de ti, para los demás. Por eso, por deshonesto, por injusto, por defraudador, merece el castigo eterno. "Y a ese siervo inútil échenlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes..."

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