domingo, 2 de febrero de 2020

Te haces hombre como yo para rescatarme desde tu amor divino

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San Pablo describe la encarnación del Hijo de Dios de una manera maravillosa: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva". El Verbo eterno de Dios, el Hijo de Dios, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, se encarna como uno más de nosotros y nace del vientre de una mujer. Su entrada el mundo no es de una manera portentosa o escandalosa, sino la más sencilla y ordinaria que existe. Nace de una mujer, una joven recién desposada con su marido. No hay aspaviento ninguno en esa llegada. El Dios todopoderoso, el eterno, el que lo sabe y lo puede todo, está llegando al mundo oculto, humilde, siguiendo el itinerario de uno cualquiera, uno más. Es un hombre más. El Dios todopoderoso se ha hecho uno más de nosotros, sin diferenciarse en nada. Podemos arriesgarnos a decir que ha asumido incluso una llegada más humilde que la de muchos de nosotros. Así lo afirma San Pablo: "Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos". Dios entra "por la puerta trasera". Él, que hubiera podido recibir todos los honores y vivir las mayores pompas por ser Dios, ha decidido rebajarse al máximo. Nos demuestra así que su motivación no es simplemente el ser reconocido, sino el amor infinito que siente por el hombre, que lo hace llegar incluso al rebajamiento extremo. Está dispuesto a todo lo que requiera ser hecho desde el amor para rescatar y salvar al hombre, su criatura amada. "Actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz". Jesús quiere que entendamos que su amor por nosotros es tan grande, que está dispuesto a asumir cualquier cosa en favor de nuestro rescate. Y cuando asume nuestra humanidad, lo hace en toda su plenitud, con todas las consecuencias. Asume lo que cada uno de nosotros asume en su vida normal. Se somete a todo lo que cualquier hombre se somete. Vive la normalidad de la vida de cualquiera. Por eso, vemos a su padre y a su madre, José y María, cumpliendo lo que exige la ley a cualquier familia judía al tener un primogénito. Jesús es presentado en el templo, como cualquier primogénito judío para ser rescatado: "Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor".

Lo que ha sido anunciado desde antiguo se cumple perfectamente en Jesús: "Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. De repente llegará a su santuario el Señor a quien ustedes andan buscando; y el mensajero de la alianza en quien se regocijan, miren que está llegando, dice el Señor del universo... Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en tiempos pasados, como antaño". El profeta Malaquías hace la figuración de aquello que sucederá en la plenitud de los tiempos. El esperado y añorado de las naciones, el que viene a cumplir la promesa de rescate de la humanidad, entrará a través del santuario del Señor, y por Él serán presentadas las ofrendas agradables a Dios. Haber tomado nuestra carne, además de hacerlo uno más de nosotros, lo hace el mediador perfecto en nuestra necesidad de redención. De esa manera, ejerce el sacerdocio perfecto, pues es parte "interesada" de las dos partes que quiere reconciliar. Es perfecto Dios y perfecto hombre. Tiene un pie en la ribera de la humanidad y el otro en la ribera de la divinidad. El autor de la Carta a los Hebreos, con su profundidad y claridad habitual, así lo afirma: "Lo mismo que los hijos participan de la carne y de la sangre, así también participó Jesús de nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos". Su encarnación tiene la finalidad de incrustarlo en la realidad de los necesitados de redención, para alcanzarla desde dentro mismo de la humanidad, satisfaciendo plenamente al Padre con su sacrificio hecho con la misma sangre y carne desde la que había sido realizada la ofensa. "Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar los pecados del pueblo". Esta semejanza plena con cada hombre de la historia, sumada a la divinidad que era su identidad natural y original, lo hacen el sacerdote y mediador perfecto, el pontífice ideal, es decir, el que hace el puente (eso significa "pontífice") ideal entre la divinidad y la humanidad.

Este es el inicio de la nueva era de reconciliación que vivirá la humanidad con Dios. Comienza así la obra de la nueva creación que emprende ese niño que es Dios. Lo que había sido anunciado desde mucho tiempo atrás, comienza a ser una realidad verificada. El Hijo de Dios que se hace hombre es el cumplimiento de la promesa antigua del Padre. Dios no se había olvidado de la humanidad y lo demuestra de la manera más clara y contundente: "De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna". Lo vivió en carne propia el anciano Simeón cuando ve a Jesús llevado por su padre y su madre a ser presentado en el templo, y proclama: "Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel". La presentación de Jesús es para él la muestra clara de la inauguración de ese tiempo de rescate. Ya se acabó la espera y viene el cumplimiento. Por eso su vida ya alcanzó a vislumbrar en el futuro inmediato el tiempo de la justicia y de la paz absoluta, de la armonía total que vivirá el hombre unido a Dios. Él podía descansar en paz pues ya Dios le había demostrado que cumplía su palabra y haría todo de nuevo. "He aquí que hago nuevas todas las cosas". Esto se iniciaba con aquel niñito llevado en brazos de su madre. Por eso Ana, la profetisa, tampoco podía callar ante lo que estaba sucediendo: "Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén". El niño Jesús, ese Dios que se había hecho hombre asumiendo nuestra naturaleza plenamente, estaba ya en el mundo para cumplir perfectamente la promesa de salvación. Y así como produjo en Simeón y en Ana la alegría suma de saber iniciado el tiempo del rescate, debe producir en nosotros también la misma alegría y el mismo compromiso de anunciar a todos la razón de nuestro gozo. Jesús está entre nosotros llevando adelante la obra de rescate, con lo cual da cumplimiento perfecto a la promesa de salvación que había hecho el Padre en favor de cada uno de nosotros. Es el sacerdote perfecto, el mediador ideal entre Dios y nosotros, y nos trae a cada uno el amor infinito y eterno de Dios que nos rescata del abismo y de la muerte.

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