miércoles, 5 de febrero de 2020

Que mi soberbia no me impida vivir tu alegría y tu amor

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Los hombres somos una caja de sorpresas con nuestras reacciones ante diversas situaciones. Muchas veces preferimos complicar las cosas dejando que nuestra naturaleza herida por el pecado sea la que domine. En vez de sentir alegrías razonables, tenemos que buscarle la quinta pata al gato antes que dar rienda suelta a una alegría sencilla. Nuestra soberbia hace que no nos sintamos orgullosos de lo que pueda logra otro, pues sentimos que se nos está robando un reconocimiento que nos correspondería a nosotros. Nuestra desconfianza mutua nos impide abandonarnos en quien ha demostrado suficiente capacidad en alguna actividad si no somos nosotros los que están controlando el proceso. Es tan fácil vivir felices si diéramos paso a los sentimientos sencillos y primarios, que es realmente sorprendente como nos empeñamos en amargar ese camino. Nuestro egoísmo nos hace jugadas desastrosas, pues destruye lo que de bello puede tener una vida vivida en la sencillez y en la simpleza. Esa experiencia la tuvo hasta el mismo Jesús con sus paisanos, cuando llegó a la sinagoga de su pueblo a enseñar, como lo había hecho en otras sinagogas de otros pueblos en los que había sido escuchado y aceptado y en las que había obtenido muchos seguidores. Sus paisanos, en vez de sentir el orgullo de que uno de los suyos tuviera tal autoridad y conocimientos, se preguntaban: "'¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?' Y se escandalizaban a cuenta de él". Es tremenda y sorprendente esta reacción de ellos, cuando por el contrario, debía haber sido de orgullo sano, de alegría de que fueran hechas esas maravillas que hacía Jesús, de satisfacción por haber obtenido tan buena formación... Más aún siendo "uno de los nuestros". En este caso fue mayor la envidia, el egoísmo, la soberbia, que la satisfacción y la alegría sana. Esto último no se lo podían permitir. 

Esta reacción de sus paisanos, que al fin y al cabo fue "manchada" por el espíritu herido por el pecado, tuvo las peores consecuencias para ellos mismos. El daño causado por su reacción es doble. No solo se impiden el gozo de vivir la sencillez y la simpleza de la satisfacción y la alegría sana y natural por el logro de un paisano, sino que su actitud se convierte en un dique para la gracia que Jesús podía derramar sobre ellos. Él, ante esa reacción tan negativa, "les decía: 'No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa'. No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe". Podemos imaginarnos la frustración que habría sentido Jesús al verse rechazado por su misma gente. Llama la atención la observación "solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos", porque significa que en todo caso sí hizo algunos milagros, pero que hubiera podido haber hecho inmensas maravillas si la reacción hubiera sido positiva. Ellos se lo perdieron por haber dado rienda suelta a su soberbia. Jesús era uno más de ellos y terminaron rechazándolo por esa misma razón. De alguna manera, pudiéramos decir que hacemos lo mismo con Jesús todos los hombres. Jesús es el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, es decir, que se ha hecho uno más entre nosotros. Y también, cuando no dejamos que su obra redentora sea efectiva en nosotros, cuando no nos dejamos hacer hombres nuevos, cuando no permitimos ser transformados en el amor infinito y misericordioso que Dios quiere derramar en nosotros, de alguna manera estamos asimilándonos a la reacción de los paisanos de Jesús. Dice San Juan en su evangelio: "Vino a los suyos y los suyos no le recibieron". Al final, la actitud que podemos criticar en los paisanos de Jesús, debemos criticarla en nosotros mismos. Nuestra soberbia nos impide vivir la alegría de sabernos amados infinitamente por el Dios que es capaz de hacer todo lo que sea necesario para salvarnos, y al no vivir esa alegría impedimos que esa obra maravillosa se haga realidad en nuestros corazones.

Es necesario que hagamos un cambio radical en nuestras actitudes delante de Dios, de su amor, de su misericordia y de su poder infinito. Él puede ser capaz de un amor sin medida, pero igualmente, si se lo impedimos, ese inmenso poder que pudiera ponerse a nuestro favor, puede quedar totalmente infructuoso y tener como consecuencia nuestra total perdición, en escarmiento al rechazo que hagamos de Él.  Fue lo que vivió el Rey David ante su infidelidad y su desconfianza en el poder de Dios. Se ganó un fuerte escarmiento que afectaría también a todo el pueblo. El celo de Dios se hizo presente. David se encontró con ese celo de Dios y entendió que debía abandonarse totalmente: "¡Estoy en un gran apuro! Pero pongámonos en manos del Señor, cuya misericordia es enorme, y no en manos de los hombres". Y ante la peste que azotó al pueblo y que estaba en las manos del ángel exterminador del Señor, el mismo Dios se dolió y le ordenó: "¡Basta! Retira ya tu mano". Y David, ante esa demostración del inmenso poder de Dios y de su infinita misericordia, se ofreció como satisfacción por su falta: "Soy yo el que ha pecado y el que ha obrado mal. Pero ellos, las ovejas, ¿qué han hecho? Por favor, carga tu mano contra mí y contra la casa de mi padre". David, el que había demostrado desconfianza en Dios, entendió que había cometido un gravísimo error, y se convirtió, al extremo que ofreció su propia vida para satisfacer a Dios. Es la actitud que debemos tener todos. Nuestra soberbia puede hacernos malas jugadas. Puede hacernos despreciar la cercanía de Jesús e impedir así su obra en nosotros, o puede hacernos desconfiar de su poder y confiar más en nosotros mismos dejándolo a un lado. En ambos casos salimos perdedores. Perdemos la alegría sana que podemos vivir simplemente al dejarnos amar llanamente por el Señor y al abandonarnos completamente en sus manos todopoderosas que se guiarán siempre por el amor que nos tiene. No seamos perdedores y más bien anotémonos entre los que quieren vivir siempre la alegría orgullosa de tener un Dios que nos ama y que hará todo lo que sea necesario para rescatarnos y tenernos con Él.

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