domingo, 23 de febrero de 2020

Pertenezco a Cristo, por lo que soy santo y debo vivir como un santo

Resultado de imagen de amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen

El cristiano no es un hombre cualquiera. Dentro de la normalidad de la vida, igual que cualquier otra persona del entorno, vive una realidad distinta en la que los valores, las virtudes, los principios que lo motivan, son muy superiores, pues apuntan a una espiritualidad profunda, a una huida de la superficialidad, a una mirada más elevada. No se queda simplemente en la persecución de metas pasajeras o temporales, sino que apunta a una meta trascendente que apunta a la eternidad. Tiene que ver con su vida cotidiana, pues es en ella en la que sembrará la semilla que cosechará abundantemente cuando haya terminado su periplo terrenal. El hecho de que tenga su mirada en la eternidad no lo desconecta de su realidad cotidiana. Al contrario, lo hace pisar más firmemente en ella, pues todo lo que vive aquí y ahora debe reflejar esos valores que lo motivan profundamente. Si no es así, su cosecha no será fructífera. Por eso, es en esta realidad en la que debe mostrar que no es uno más del montón, sino que se diferencia precisamente porque tiene una meta muy superior que es la que lo motiva. El cristiano es ese que vive lo ordinario con un tinte extraordinario. Es ese que por tener valores superiores impregna todo su existir, su cotidianidad, con la profundidad de aquello que es lo más importante para cualquiera, que es la búsqueda del sentido de una vida que no se acaba en la realidad que está a la vista, sino que no tiene fin. Es ese que comprende que esta vida es una etapa de una vida que nunca se acaba, y que tiene una realidad futura que le da su peso y su sentido. Por ello, aun cuando vive lo absoluto del amor que salva, de la unión con el Dios que da la vida y que es providente y misericordioso, de la fraternidad que marca la vida en unión con todos los miembros de la comunidad, sabe que debe revestir esa cotidianidad con las ropas de la relatividad, pues todo pasará y se acabará para dar paso a la vida eterna que será la que persistirá y quedará establecida permanentemente. Los logros que haya alcanzado en esta vida, las metas que haya superado, son las que servirán como billete de entrada a esa vida eterna, por lo cual tienen pleno sentido conectados con la conciencia de que son las semillas que ha sembrado en esta vida, de la cual sacará la cosecha plenamente satisfactoria de una vida eterna feliz en el seno de Dios Padre.

Por ello, la doctrina cristiana que sustenta la experiencia vital, insiste en la fijación de la santidad como meta existencial. El mismo Dios lo pone como exigencia: "Sean santos, porque yo, el Señor, su Dios, soy santo". La razón última que explica esa necesidad es la propia santidad de Dios, que es hacia quien tendemos. Hemos salido de Él y nuestra vida está dirigida a volver a Él. Por ello, en el periplo de la vida terrena, nuestra condición de santidad no será sino la confirmación de nuestra pertenencia al Dios que nos da la vida. Jesús mismo coloca esta meta de nuevo como condición de vida para el cristiano: "Sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto". Santidad y perfección, en este contexto, son sinónimos. Son la misma exigencia. Los cristianos debemos actuar por encima de la normalidad. No podemos contentarnos con los mínimos que nos exige vivir el día a día, sino que debemos apuntar siempre a los máximos. Y nunca contentarnos con lo que logramos, pues la meta está cada vez más alta. La perfección no tiene límites. La santidad tampoco. Son cualidades divinas, por lo que son infinitas. Dar pasos adelante significa que siempre habrá un paso más que deberemos dar. Mucho menos podemos contentarnos con la mediocridad de quien no tiene una meta de superación. Quienes viven sin ideales superiores pasan por esta vida solo vegetando, sin la ilusión de ser mejores cada día. No se trata de ser héroes, sino de dejar que la motivación a la santidad sea el motor de la vida propia. Por eso se ve como natural la exigencia que pone Jesús. El que quiere ser realmente santo y apunta cada vez más alto, no puede contentarse con lo que haría "cualquiera". Las metas que pone Jesús no son absurdas, pues serían las propias de los santos: "Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas ... Amen a sus enemigos y recen por los que los persiguen, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si aman a los que los aman, ¿qué premio tendrán? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludan solo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles?" Se trata, por lo tanto, de no hacer, lo "normal", sino lo que haría un santo. Es a eso que estamos llamados. Y esa sería la "normalidad" de la vida en santidad.

Lo que nos motiva es, por lo tanto, esa meta que debe asumirse como regla de vida. Llegar a la santidad solo será una realidad si ya se camina en ella. No debe ser solo la meta, sino que debe ser también el camino. Como decía Santa Teresa de Calcuta: "La santidad no es el privilegio de unos pocos, sino la obligación de todos". Sentirse atraídos de tal manera hacia ella, que mueva cada fibra de nuestro ser, haciendo que ella sea la razón de la existencia. Para un cristiano no debería existir un estilo distinto a este. Cualquiera otra manera de vida desdiría de lo esencial del cristiano. El camino estaría marcado por la pertenencia a Jesús. Sentirnos de tal manera propiedad de Cristo que no permitamos que pueda ser añadido a nuestro ser algo que sea distinto de lo que sería de Él. Nuestra carta de identidad no es otra que la de ser hijos del Padre y hermanos de Jesús. Esa es nuestra gala y nuestro orgullo. Todo lo demás es pasajero y relativo. Nuestra identidad pasa por nuestra pertenencia a Jesús: "Que nadie se gloríe en los hombres, pues todo es de ustedes: Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es de ustedes, ustedes de Cristo y Cristo de Dios". He ahí la razón última por la que debemos ser santos, por la que debemos avanzar continuamente hacia la perfección. Nuestra pertenencia a Cristo no es, no debe ser, solo una idea romántica. Debe ser una realidad. La realidad que le da sentido a nuestra vida, la realidad que subsistirá después que hayamos terminado nuestro ciclo terrenal. Todo volverá al Padre, llevado como escabel a los pies de Cristo. Con lo cual se confirmará quién es el Rey y el propietario de todo lo que existe. Vale la pena, por lo tanto, que eso lo hagamos ya una realidad hoy y aquí, de modo que al pasar de este mundo al Padre, lo que haga nuestro Dios con nosotros sea simplemente una confirmación de lo que ya hayamos vivido aquí y ahora.

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