viernes, 7 de febrero de 2020

Puedo arrepentirme y pedir perdón, y vivir la santidad original

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Dios creó al hombre en la plenitud de la perfección. Lo natural y originario en el hombre es la santidad de vida, pues está lleno de la misma vida de Dios. Esa vida que recibe aquel barro esculpido por el Creador fue la vida que surgía del mismísimo Creador, pues, como sabemos, ese barro tuvo vida después de que Dios "insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente". No fue algo "extraño" a Dios lo que dio vida al hombre, ni éste comenzó a tener vida espontáneamente con la simple orden para que existiera, como sucedió con los otros seres vivos de la creación. Recordemos que aquellos comenzaron a existir directamente con la orden: "Bullan las aguas de animales vivientes, y aves revoloteen sobre la tierra contra el firmamento celeste ... Produzca la tierra animales vivientes de cada especie: bestias, sierpes y alimañas terrestres de cada especie". El hombre es creado de una manera distinta. Dios se involucra directamente en su creación. No existe de manera "impersonal", sino de manera absolutamente implicada: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza". Dios se hace "alfarero" del hombre y le regala su propia vida, con lo cual éste se hace un ser viviente. Por ello, como hemos dicho, originalmente el hombre es santo, pues su origen y la razón última de su existencia es el Dios santo que le da su propia vida. Lamentablemente, el hombre añadió a su naturaleza el pecado. El demonio engaña al hombre y lo hace caer en el abismo que lo separa de Dios. El pecado no está en el origen de la existencia del hombre. Está la santidad. El mismo hombre se añade a sí mismo esa condición pecadora. Con ello, torpemente, el hombre pierde la plenitud en la que vivía naturalmente y comienza la etapa de oscuridad plena por la separación de Aquel que era la causa de su existencia. Surge así en su corazón la añoranza de recuperar aquella armonía absoluta que vivía. Y Dios, infinitamente amoroso con el hombre, propone el sacrificio de su propio Hijo para que se logre esa recuperación. El actor principal de toda esta historia es Dios mismo. Es el Creador y el Reconciliador. No niega la posibilidad del retorno a la plenitud y a la santidad original a su criatura predilecta. Al contrario, la hace posible y la facilita con el envío del Redentor. La única exigencia que pone es que haya en el hombre pecador una respuesta de amor que se haga concreta en la humildad, en el arrepentimiento y en la petición del perdón.

En efecto, en la historia de cada hombre, desde que Adán pecó, el pecado es una realidad presente. No existe ningún hombre que pueda decir que está libre de pecado. Los únicos que pueden decirlo son el mismo Jesús, Dios hecho hombre, y su Madre, María, la Inmaculada Concepción. La condición de ambos y la tarea que desarrollaron en la historia de la salvación exigían en ellos una condición libre de pecados. Pero no hay más. Incluso los más grandes santos de la historia se consideraban ellos mismos, quizá algunos con suma exageración, los más grandes pecadores del mundo. Todos estamos marcados en nuestra historia por la presencia del pecado, por las caídas y el alejamiento de la gracia divina. Pero así como el pecado está siempre presente, también está siempre presente la Redención, la misericordia, la posibilidad del arrepentimiento y de recibir el perdón amoroso de nuestro Dios. Así como nadie puede jactarse de no ser pecador, tampoco nadie puede decir que no puede recibir el perdón. Esa posibilidad existe para todos. La muerte en cruz de Jesús abrió para la humanidad entera la posibilidad del perdón de sus pecados. Y no excluyó a nadie. De ese modo, aun cuando por el pecado hayamos perdido la condición de santidad originaria, por la Redención podemos obtenerla de nuevo. Podemos hacernos justos de nuevo si vivimos la humildad reconociendo nuestro pecado y acercándonos al Dios de amor para que nos dé su perdón. Entonces seremos santos como en el origen. Fue la experiencia de David, el gran Rey de Israel. Su pecado fue una gran ofensa contra Dios. Pero fue humilde, lo reconoció y por ello Dios le concedió el perdón. Se hizo acreedor del reconocimiento de su pueblo como el gran justo, cuando recuperó la santidad perdida en su pecado al recibir el perdón que Dios le concedía:"El Señor le perdonó sus pecados y exaltó su poder para siempre: le otorgó una alianza real y un trono de gloria en Israel". David se podría convertir en el prototipo del hombre pecador que se arrepiente y alcanza de nuevo la plenitud en el perdón.

Al contrario, podemos ver a personajes que empeñados en su vida de pecado no son capaces de reconocer su error y se empecinan en él, alcanzando para ellos mismos la condenación y la reprobación del mismo Dios misericordioso. Si se hubieran arrepentido y obrado en consecuencia, habrían obtenido el perdón. Pero al ofuscarse y empeñarse en mantenerse en el pecado, se cerraron ellos mismos la fuente de la misericordia y del perdón. Viendo signos que los llamaban a la conversión no los atendieron, sino que prefirieron ignorarlos por vanidad, por soberbia, por egoísmo, por vergüenza. Es el caso de Herodes ante Juan Bautista. Es interesante saber que "Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo defendía. Al escucharlo quedaba muy perplejo, aunque lo oía con gusto". De alguna manera su voz lo llamaba a la revisión personal. Pero ante su promesa surgida de la lujuria -"'Pídeme lo que quieras, que te lo daré'. Y le juró: 'Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino'"- y para no echar atrás delante de todos, prefirió matar a Juan Bautista. Fue lo que le pidió la hija de Herodías, instigada por su madre. La cabeza de Juan. "El rey se puso muy triste; pero por el juramento y los convidados no quiso desairarla. Enseguida le mandó a uno de su guardia que trajese la cabeza de Juan". Herodes tuvo la misma opción de David. De alguna manera Dios le había mandado al Bautista para que fuera voz de su conciencia y lo invitara a la conversión. No quiso volver a su plenitud, a la santidad, sino que se quiso mantener obstinadamente en el pecado. Ante cada uno de nosotros se presentan las mismas opciones. Si la realidad es que todos somos pecadores, también es verdad que todos podemos arrepentirnos humildemente y acercarnos a pedir el perdón. Dios jamás nos lo negará, pues para eso llegó al colmo de enviarnos a su propio Hijo. Absurdo sería pensar de que después de ese gesto de amor infinito niegue el perdón que eso representaba y alcanzaba para todos. Es el camino que tenemos todos. Es la posibilidad que se abre para todos. Podemos vivir nuestra plenitud. Podemos recuperar la santidad perdida. Podemos vivir la misma vida que teníamos en el origen, que es la misma vida de Dios, la plenitud, la santidad original.

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