viernes, 21 de febrero de 2020

Mi fe, si no la demuestro con las obras del amor, está muerta

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A los cristianos se nos presenta continuamente la alternativa crítica y pretendidamente opuesta entre la fe y las obras. Y, por supuesto, la oposición entre las consecuencias de ambas. Quienes siguen radicalmente la doctrina paulina defienden a rajatabla que solo la fe salva y que, por ende, las obras no añaden nada a la posibilidad real de salvación que tiene quien posee fe. Esta doctrina es asumida así, sin medias tintas por la teología protestante. Sola fidei, es su lema. La otra postura afirma que las obras sí salvan, pues son la demostración de la fe que se tiene. Quien no realiza obras no tiene fe, por lo tanto, no puede salvarse. Hemos dicho que ambas doctrinas son pretendidamente opuestas, porque en realidad no lo son. Son complementarias. Si leemos lo que aparece en la Escritura sobre ambas realidades, fe y obras, podemos concluir con toda seguridad que una no excluye a la otra sino que más bien son complementarias e incluyentes. San Pablo afirma: "Ustedes han sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de ustedes, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe". Y añade: "El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley". Y en referencia a la ley y sus obras, afirma: "La ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser justificados por la fe." Según  esta doctrina de San Pablo, bastaría la fe para salvarse. Hay que entender bien, sin embargo, lo que quiere decir. Según su desarrollo, se está refiriendo a las obras que son realizadas solo movidos por un cumplimiento de la ley. Desde la venida de Cristo, que ha realizado la obra de la redención, esas obras promovidas por la ley no guardan ningún sentido, pues la misma ley ha sido superada por la obra redentora. Hay una nueva ley que es la ley del amor. Si la vida propia no se vive en el ámbito de la nueva ley del amor, no se ha entrado en la dinámica de la fe que ha venido a instaurar Jesús con su sacrificio. De esta manera, quien no vive su fe bajo la óptica de la nueva ley del amor establecida por Jesús en la redención, alcanzada con el derramamiento de su sangre, por muchas obras que realice, jamás obtendrá su salvación. Se ha quedado en la dinámica antigua y superada de la ley mosaica.

Es en esa línea que argumenta Santiago en su carta: "¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿ Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento diario y uno de ustedes les dice: 'Vayan en paz; abríguense y sáciense', pero no les da lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve?" Las obras apuntan a la nueva ley del amor de Jesús: "Ámense los unos a los otros como yo los he amado". La fe de quien es seguidor de Jesús está toda ella sondeada por la caridad, que es el amor mutuo que lanza a realizar obras en favor del hermano, más aún, si éste es necesitado. Afirma tajantemente Santiago: "La fe, si no tiene obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: 'Tú tienes fe, y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe'". Una fe que no se mueve hacia el otro, que no lanza hacia el hermano en función del amor, es una fe muerta. No tiene vida. Las obras que surgen del hombre que tiene fe y que se siente invadido por el amor, descubren lo que él vive, y por lo tanto sí le valen para su salvación. No salva la obra, ciertamente, como dice San Pablo. Salva la fe, que es demostrada por las obras del amor. Santiago insiste: "¿Quieres enterarte, insensato, de que la fe sin las obras es inútil? Abrahán, nuestro padre, ¿no fue justificado por sus obras al ofrecer a Isaac, su hijo, sobre el altar? Ya ves que la fe concurría con sus obras y que esa fe, por las obras, logró la perfección ...
Ya ven que el hombre es justificado por las obras y no solo por la fe." Una fe que no tiene obras no puede jamás salvar, pues le falta la expresión concreta del amor mutuo. No es fructífera y por lo tanto no se puede imputar salvación. La fe del cristiano nunca puede ser una fe de brazos cruzados, que no tienda hacia el hermano. La fe se sustenta en el mandamiento nuevo, cuyo resumen perfecto le hizo Jesús al maestro de la ley: Amar a Dios por encima de todo y amar al prójimo como a uno mismo. San Pablo afirmó: "La plenitud de la ley es el amor", o en una traducción diferente: "La plenitud de la ley es el amor". Así, queda establecido definitivamente que la fe que salva es la fe que se sustenta en las obras del amor, y no en sí misma. Sí es la fe lo que salva, de eso no hay duda. Pero las obras demuestran la fe que se tiene y que salvará solo si se demuestra con ellas.

El cristiano es responsable de su salvación. Debe asumir esa responsabilidad con seriedad, siguiendo las huellas de Jesús, imitando al Maestro, haciéndose su discípulo. Jesús asumió con la mayor responsabilidad la obra de salvación que le encomendó el Padre. Él fue encargado por el amor del Padre a salvar a la humanidad y lo cumplió con la máxima responsabilidad asumiendo todas las consecuencias, incluso las más negativas, como su propia muerte. Hizo su obra sin rehuir la tarea por las consecuencias que tendría. Y la invitación que nos hace es a seguir su ejemplo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla?" Perder la vida por Jesús significa asumir todas las responsabilidades que implican el ser cristiano. El hombre de fe demuestra su fe con las obras. Esas obras son las de Jesús. Y si se trata de perder la vida, realizando las obras de Jesús, serán las obras que demuestren la fe y que lo llevarán definitivamente a la salvación. La fe no puede quedarse solo en el ámbito de la intimidad personal. Es un absurdo. La fe cristiana lanza a los hermanos. "Quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre entre sus santos ángeles". Quien pretenda vivir su fe oculto, escondido, sin expresión externa, estará poniendo en peligro su propia salvación, pues no tendrá las obras necesarias que reflejen la fe que posee. No hay oposición real, entonces, entre la fe y las obras. La fe salva, y se demuestra con las obras que se realicen, y que surjan desde el amor que sondea plenamente a la fe. Seamos, por lo tanto, hombres de fe y demostremos que lo somos realizando las obras del amor, las que nos lanzan al corazón de los hermanos.

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