La palabra virtud tiene su raíz en el latín y apunta directamente a la idea de valor, de fuerza, de arrojo, de valentía. Tiene que ver con la cualidad que posee el guerrero que se lanza a la batalla, lo que le exige la "virtud" como condición indispensable para poder afrontar con actitud de victoria el empeño. En consecuencia, si no se tiene la virtud necesaria para la guerra, ni siquiera valdría el esfuerzo de intentarlo. Si esto es verdad en el lenguaje bélico y en las guerras humanas, no es menos cierto en la "batalla" que debemos enfrentar los cristianos en el mundo. En el libro de Job se define de manera exacta la actitud con la que el hombre debe afrontar su existencia: "La vida del hombre es milicia", haciendo referencia a la necesidad de enfrentar las diversas circunstancias negativas por las que pasará cada uno, en las que se encontrará con el mal, con fuerzas contrarias, con el pecado, con congéneres que saldrán a su encuentro con intenciones destructivas. En esa misma línea fue la advertencia que lanzó Jesús a sus seguidores a los que lanzaba al mundo: "Los envío como corderos en medio de lobos... En el mundo encontrarán tribulaciones, pero no teman: Yo he vencido al mundo". La idea de confrontación no está ausente en la experiencia de vida que tendrán los cristianos en el mundo. No obstante, así como el guerrero en las situaciones bélicas materiales y físicas nunca se atrevería a ir sin el apresto necesario para afrontar las batallas, ni tampoco sus últimos encargados se atreverían a cometer la burda irresponsabilidad de enviarlos sin las armas ni los elementos necesarios para apuntar a la victoria, tampoco ni el cristiano ni el mismo Dios, que es quien lo envía, se atreverían a ir a la batalla sin el equipo que se necesita para vencer a ese mundo hostil. Por eso, en nuestro camino por la vida, que siempre tiene la posibilidad de presentar momentos de enfrentamiento, los discípulos de Jesús hemos sido equipados con las herramientas que necesitamos para salir siempre victoriosos. Nuestra fe nos asegura que la fuerza que poseemos es la mayor de todas, que aun cuando las fuerzas hostiles serán siempre muy poderosas, nosotros poseemos una fuerza mayor. En primer lugar, el mismo Jesús será compañero de camino: "Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo". En segundo lugar, tenemos la fuerza de Dios también en la compañía del Espíritu Santo que nos da la misma valentía y la misma fuerza que recibieron los apóstoles el día de Pentecostés. En tercer lugar, nos ha dejado la potencia de la Gracia que recibimos en los sacramentos, que son su propia vida y el alimento que necesitamos para no desfallecer, principalmente en la Eucaristía, su cuerpo y su sangre, que nos la da "para la vida del mundo", principalmente para quienes somos sus seguidores.
Y para la realización de nuestra vida cotidiana nos ha enriquecido con las "fuerzas" divinas más idóneas para ese día a día que debemos afrontar normalmente: la fe, la esperanza y el amor, a las que llamamos "las virtudes teologales", es decir el valor, la fortaleza, el arrojo, con las que nos enriquece el mismísimo Dios, fuente de todas ellas. Las tres están presentes en la vida de cada cristiano y son las que hacen posible que cada día tengamos el fundamento, la ilusión, la fuerza para seguir adelante, y le podamos encontrar sentido a todo lo que vivimos, por la convicción y el convencimiento que podemos tener de estar encaminados por las rutas correctas, de apuntar a un futuro por el que vale la pena esforzarse y seguir adelante con ilusión creciente, y de tener la posibilidad de lograr una convivencia que haga agradable y feliz la estancia en el mundo, viviendo la solidaridad fraterna, en la compensación infinita que da la experiencia del amor a Dios y del amor mutuo. Las tres son fundamentales para la vida cristiana. Por la fe tenemos la certeza de lo que creemos, afirmamos la existencia de un Dios que nos ha creado por amor y que nos ha puesto en el mundo para que lo hagamos cada vez más el sitio en el que Él puede estar presente acompañándonos como Padre amoroso, viviendo incluso en una unión fraterna que se enriquece por la misma unidad, en la asunción de una hermandad cada vez más sólida, en la que todos nos esforzamos por vivir de acuerdo a la voluntad de ese Dios que nos ama infinitamente a todos, más de lo que nosotros mismos podemos amarnos. Por la esperanza afirmamos estar a la espera dichosa de un futuro insuperable de amor y de alegría eternos e inmutables, en el que viviremos la superabundancia del amor que nos desbordará y que será ya para siempre una realidad definitiva entre todos los hermanos, pero que debemos esforzarnos por adelantarlo ya en nuestra vida actual, mediante la siembra de las semillas de ese amor, de la paz, de la justicia, de la fraternidad, de la solidaridad, de modo que aquella cosecha de la eternidad sea realmente abundante. Y por el amor damos la sustancia y la esencia a todo lo que hacemos y vivimos, pues nada de lo que experimentamos en las dos primeras tiene sentido si no está sondeado y fundado sólidamente en el amor. No es solo un mandamiento, pues correría así el riesgo de ser asumido simplemente como una obligación. El amor vivido por obligación no es realmente amor, sino una tarea en la que no queda comprometido el ser entero. Es la asunción de su existencia como la misma vida, es decir, el reconocimiento de que es el amor el que hace posible vivir, asumir que sin él somos simplemente unos zombis que no tienen alma ni espíritu. Por ello, que no puede desaparecer jamás, salvo que creamos que nosotros mismos desapareceremos en la nada, lo que es repugnante en la idea divina de la creación del hombre: "El amor no pasa nunca. Las profecías, por el contrario, se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimiento se acabará".
De allí que en la enseñanza de nuestras convicciones cristianas tenga un lugar de preponderancia la enseñanza del amor, no como un simple contenido importante que debemos conocer, sino como la realidad que debemos asumir como nuestra propia vida, sin la cual ni siquiera tiene sentido llamarse cristiano. El cristiano se define por el amor. Siendo su causa vital el Dios que es amor, de Él debe extraer la savia de su propia vida que es el amor que viene de Él. Si esto no se da, está muerto. El amor como esencia lo define, lo sostiene, lo fortalece, lo encamina, lo impulsa, lo anima. Sin el amor el cristiano es nada y está destinado a la nada eterna. Por el amor lo es todo, y está destinado a la plenitud. Por ello, como lo definió Jesús como necesario para mantenerse vivo, debe estar conectado a la vida: "Yo soy la vid, ustedes son los sarmientos". El amor no es solo la vida del cristiano, sino que es también el que le da su estilo: "El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta". Habría que examinarse y revisar cuán cerca o cuán lejos estamos de esta experiencia del amor. El camino de la perfección se adelantará solo en la medida en que más nos identifiquemos con este estilo. Mientras más lo hagamos, menos estaremos centrados en nosotros mismos y más en Dios y en los hermanos. Esa es nuestra verdadera fuerza, nuestra verdadera virtud. No es estar fundados más en el egoísmo que está pendiente de lo que nos hagan o en lo que nos deben favorecer, sino en que siempre brille sobre todo el Dios del amor y la felicidad de los demás. Por ello, al no estar centrado en sí mismo, se dará al traste con el ejemplo que pone Jesús: "¿A quién, pues, compararé los hombres de esta generación? ¿A quién son semejantes? Se asemejan a unos niños, sentados en la plaza, que gritan a otros aquello de: 'Hemos tocado la flauta y no han bailado, hemos entonado lamentaciones, y no han llorado'". Mientras estemos centrados en nosotros mismos y no en la vivencia del amor, sucederán las maravillas de la fe a nuestro alrededor y nosotros estaremos viendo hacia otra parte, ignorantes de lo verdaderamente importante, pues solo estaremos viendo hacia nosotros mismos. El amor nos descentra de nosotros y nos centra en Dios y en la felicidad de los hermanos. Esa es la clave para reconocer a Jesús, para aceptarlo como nuestra verdadera felicidad, el único que nos hará vivir la plenitud del amor eternamente y que nos llenará de toda la felicidad inimaginable ahora para nosotros, pero de la que tenemos atisbos cuando dejamos que sea el amor el estilo de nuestra vida. Esa es nuestra verdadera fuerza, la que no debemos perder jamás.
Se nos ha preparado más para vivir de la exterioridad q de las riquezas q llevamos dentro, disfrutemos de su creación☺️
ResponderBorrarBonita y certera la reflexión que nos hace Monseñor Viloria Pinzón.
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