viernes, 4 de septiembre de 2020

El amor hace que todo sea bueno y construye al mundo

 Evangelio viernes 22ª semana de Tiempo Ordinario

En el camino de maduración de nuestra fe los hombres podremos ir respondiendo de dos maneras muy diversas y muy diversamente compensadoras. La primera es por temor y la segunda es por amor. Son tan distintas ambas que incluso llegan a marcar la manera de entender la acción misericordiosa del Dios del amor, que quiere que estemos con Él por haber sido arrebatados en el corazón por el amor que nos compensa totalmente, antes que por el miedo que nos daría ser condenados y destinados al infierno. Es de tal magnitud la influencia de esta diversidad que incluso hace que en la teología moral se distingan los dos posibles dolores que se dan en el hombre al haber pecado, necesarios para iniciar el camino de conversión: el dolor de atrición y el dolor de contrición. El de atrición es el dolor producido por el temor a la suerte que espera al pecador, que es la de la condenación eterna, el sufrimiento sin fin, que atiende a la sentencia de las Escrituras, que afirma que allí "será el llanto y el rechinar de dientes". El de contrición es el dolor del que siente en lo más profundo de su corazón el haber fallado al amor y traicionado la confianza de Dios, por lo cual se ha colocado lejos de Él, ha producido su decepción y ha perdido así la posibilidad de la experiencia de la compensación infinita de estar bien resguardado en el corazón amoroso de Dios. Son dos dolores muy distintos, pues el primero, en cierto modo, es un dolor egoísta en cuanto se piensa solo en las consecuencias negativas que tendrán para sí las acciones que se han llevado a cabo, y el segundo es el dolor de haber ofendido al amor y haberse alejado del lugar privilegiado en el que Dios lo había colocado, y de haber desplazado a Dios del lugar principal que debía tener en el propio corazón. En el dolor de atrición el sujeto principal es uno mismo. En el de contrición es Dios. En efecto, en la vida espiritual podemos asumir para nuestro caminar una de las dos actitudes: o avanzamos en el camino de la perfección para alejarnos del castigo del infierno o lo hacemos para vivir más en la convicción del amor que nos compensa infinitamente y que es la verdadera felicidad del hombre y el único camino que lo llevará a la plenitud que da el ser exclusivamente de Dios. Es tan determinante esto que la misma historia de la Iglesia, y dentro de ella, de la espiritualidad, podemos afirmar que ha quedado marcada por el estilo de respuesta a la fe en diversos momentos en los que ha prevalecido una u otra actitud. En unos, lo que ha pesado es el legalismo, con la respectiva categorización de premio o de castigo por la conducta asumida, demonizando absolutamente cualquier posibilidad de novedad que tenga un aire de refrescamiento en la vida de la Iglesia, y en otros, se ha querido considerar todo lo tradicional como lastre que debe ser echado a un lado por impedir la libertad humana, atándola solo a la ley y a lo que está establecido. No han faltado, en consecuencia, las radicalizaciones.

Incluso muchas veces en lo pastoral esta asunción de las dos diversas actitudes establece los pasos a llevar adelante. Hay frases que pueden enmarcar cada actitud y pueden iluminar para el discernimiento de lo que se tiene como estilo: "Las cosas siempre se han hecho así", "Así lo hizo siempre el padre fulano", "Desde que me conozco se ha respetado hacerlo de esa manera", "Es mejor dejar las cosas como están", o por el contrario: "Haremos las cosas de una manera distinta desde ahora", "Todo lo hecho hasta ahora ha estado mal", "Es necesario que nos renovemos de arriba a abajo", "La Iglesia vive momentos de novedad y tenemos que renovarnos dejando todo lo antiguo". Ambas actitudes entran en confrontación y pueden producir verdaderos cortocircuitos en la vida de una comunidad. Evidentemente, la radicalización jamás es buena consejera. Lo propio es la asunción del camino del amor y de la inspiración de Dios, el que ha prometido el mismo Jesús, que es el de la acción del Espíritu Santo que acompaña a la Iglesia y que la inspira e ilumina en cada momento de su historia. Él es quien nos llevará "a la verdad plena" y nos "dirá lo que haya que hacer en cada momento". No se trata de querer imponer un criterio u otro, pensando solo en la propia conveniencia, en la defensa de lo ya establecido o de lo tradicional, o en el empeño de una renovación que no deje cabezas sanas. Lo importante es ser como aquel escriba sabio: "Un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo". No es el miedo a lo nuevo ni la oposición radical a lo tradicional lo que debe marcar nuestra historia. Entre aquellas dos actitudes, la del temor y la del amor, nuestra opción debe ser la del amor. Es la del que quiere ser realmente de Dios, no "de Pablo o de Apolo o de Cefas", sino de Jesús. El temor nos paraliza y nos ancla, centrándonos en nosotros mismos, más por el miedo a experimentar algo nuevo, aunque pueda parecer auspicioso y nos hace atarnos a lo tradicional, sin permitir ni siquiera la novedad que pueda estar sugiriendo Dios, una novedad que incluso está establecida como prioridad pastoral por la misma Iglesia que ha entrado con aires de renovación al nuevo milenio, y que fue convocada a la "nueva evangelización", que debe ser "nueva en su ardor, nueva en sus métodos y nueva en su expresión". El amor, por el contrario, nos hace vivir en la ilusión de estar realmente en las manos de Dios, que es quien dirige siempre los hilos de la historia, y nos hace sentirnos convocados por el que nos indica los caminos a seguir, sin despreciar ninguno de los buenos, y que nos centra en lo verdaderamente importante, que es el servicio al hombre, razón última del amor de Dios. Lo entendió la Iglesia cuando convocó el Concilio Vaticano II, con aires de renovación, ejemplificándolo clarísimamente en la frase de San Pablo VI, en la clausura del mismo, cuando afirmó que "la Iglesia ha vuelto su rostro al hombre".

También Jesús tuvo que enfrentar a los que se oponían a ese camino del amor, y querían insistir en la infusión del miedo para mantener el yugo sobre los hombres: "Los fariseos y los escribas dijeron a Jesús: 'Los discípulos de Juan ayunan a menudo y oran, y los de los fariseos también; en cambio, los tuyos, a comer y a beber'. Jesús les dijo: '¿Acaso pueden ustedes hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, entonces ayunarán en aquellos días'". La razón de la alegría es Jesús mismo, el que se entregó por amor y nos invitó a confiar en ese amor que nunca dejará de ser infinito y eterno. Y es ese mismo Jesús el que sigue con nosotros en la Iglesia: "Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo". No podemos vivir en el temor, sino en el amor, porque Jesús sigue estando con nosotros. Esa novedad es eterna, por lo que debemos renovarnos continuamente. Así lo dijo Jesús: "Nadie recorta una pieza de un manto nuevo para ponérsela a un manto viejo; porque, si lo hace, el nuevo se rompe y al viejo no le cuadra la pieza del nuevo. Nadie echa vino nuevo en odres viejos: porque, si lo hace, el vino nuevo reventará los odres y se derramará, y los odres se estropearán. A vino nuevo, odres nuevos. Nadie que cate vino añejo quiere del nuevo, pues dirá: 'El añejo es mejor'". Es la perfecta armonía que existe entre lo viejo y lo nuevo, entre la tradición y la novedad. Lo que ha sido beneficioso no tiene por qué ser desechado. Pero tampoco lo que ya produjo su beneficio y ha quedado en el pasado debe ser mantenido obstinadamente. La pauta la da el amor con el que se actúe, por lo que se aprovechará lo mejor de "lo nuevo y lo viejo". Que sea solo el amor el que nos mueva. Y que lo que nos impulse a actuar no sea el temor a ser juzgados sino la libertad que nos da el amor. Así lo entendió San Pablo: "Para mí lo de menos es que me pidan cuentas ustedes o un tribunal humano; ni siquiera yo me pido cuentas. La conciencia, es verdad, no me remuerde; pero tampoco por eso quedo absuelto: mi juez es el Señor. Así, pues, no juzguen antes de tiempo, dejen que venga el Señor. Él iluminará lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón; entonces cada uno recibirá de Dios lo que merece". Al fin y al cabo es el amor el gran motor del mundo y del hombre. Los que no se dejan conducir por el amor solo traen desgracias y muerte. Quien se deja conducir por el amor es quien construye y deja algo bueno. Porque la acción del amor es la acción de Dios mismo actuando en la historia, que es en definitiva su historia, la que Él ha diseñado para la felicidad y la salvación del hombre.

2 comentarios:

  1. Me gusta esa promesa de Jesús," yo estaré contigo hasta el fin del mundo " por eso debemos estar abiertos a la novedad del evangelio con nuevas actitudes.

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  2. Me gusta esa promesa de Jesús," yo estaré contigo hasta el fin del mundo " por eso debemos estar abiertos a la novedad del evangelio con nuevas actitudes.

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