En los contenidos de nuestra fe hay verdades que son esenciales, insoslayables, absolutamente necesarias, de las que nunca se puede prescindir pues si así fuera la misma fe pasaría a ser algo distinto de lo que es en esencia. Lo que le da la identidad a algo no puede jamás pasar a estar ausente, a riesgo de que empiece a ser algo distinto o desaparezca. Existen verdades que son accidentales, temporales, que fácilmente pueden ser distintas en algún momento, cuya presencia o no, no representa un cambio de sustancia de lo que es el fondo que identifica la cosa. Por ejemplo, una persona que ha nacido en España naturalmente habla con corrección el español, sin embargo, si llegara a mudarse a Inglaterra, tendría necesidad de hablar también con corrección el inglés, lo cual, si lo logra, no lo haría una persona distinta de lo que es en su esencia. Existen también las verdades importantes que, aun cuando su cambio podría representar algo significativo en el objeto, no implica la esencia, por lo que, en lo que sustenta su ser, no se da ninguna transformación. Un ejemplo de ello es la transformación que experimenta quien pasa de ser un estudiante universitario a un profesional graduado que, siendo la misma persona, ha adquirido algo que lo ha enriquecido en ese cambio que ha sufrido, pero que no la hecho algo distinto en sí mismo. Y finalmente existen las verdades esenciales, fundamentales, que son las que necesariamente deben estar siempre presentes pues son las que sustentan el ser y lo hacen ser lo que es y no otra cosa, y cuya ausencia implicaría la pérdida de la identidad y de la esencia, haciendo entonces que el objeto sea algo distinto de lo que era antes. Por ejemplo, en la experimentación científica, cuando se logra que se dé la fusión nuclear se puede pasar de un elemento químico absolutamente inocuo a uno que resulte totalmente devastador para el mundo y para el hombre, cambiando de esa manera su esencia. Esta graduación de la entidad de la verdad, que se refiere hasta ahora solo a condiciones personales o físicas, puede ser trasladada también al ámbito intelectual y finalmente al ámbito de las verdades de la fe. Al igual que los cambios materiales que se han referido, tanto la verdad del intelecto como la verdad de la fe tienen la misma graduación, por lo cual no pueden ser tratadas de la misma manera en todos los casos. En este que nos ocupa, existen las verdades de fe que jamás pueden dejar de estar presentes, a riesgo de que creamos entonces algo distinto de lo que debemos creer.
Nuestra referencia primera y básica es la que conocemos como "kerigma", que es el anuncio fundamental, primario, esencial, de las verdades de la fe, que fueron anunciadas por los apóstoles en sus correrías originales. Invariablemente el contenido de sus discursos fue el mismo, pues eran las primeras verdades que debían conocer quienes querían acercarse a Jesús y disfrutar de su amor y de su salvación. Así es el mensaje que transmite San Pablo a los primeros cristianos: "Les recuerdo, hermanos, el Evangelio que les prediqué, que han recibido y en el cual permanecen firmes, por el cual también son salvados, si lo guardan tal como se lo prediqué... Si no, ¡habrán creído en vano! Porque les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo". Y con la misma entidad San Pedro dirige su discurso a aquellos judíos presentes en Jerusalén en el día de Pentecostés: "Escuchen estas palabras: A Jesús, el Nazareno, a este hombre acreditado por Dios con milagros, prodigios y señales, que por su medio Dios realizó en presencia de ustedes, como bien lo saben, a este hombre, que fue entregado a la muerte porque así estaba previsto y querido por Dios, a este hombre ustedes le han quitado la vida, clavándolo en cruz por mano de los infieles. Pero Dios, rompiendo las ataduras de la muerte, lo resucitó, porque era imposible que continuase dominado por ella ... A éste, que no es otro sino Jesús, Dios lo ha resucitado; testigos somos todos nosotros ... Dios ha constituido Señor y Mesías a este mismo Jesús, a quien ustedes han crucificado". Ambos apóstoles hacen un resumen mínimo de lo que es Jesús y de lo que debe estar siempre presente en la base de cualquier confesión de fe en Él. El cristiano tiene como base fundamental de su fe a Jesús, su paso por la historia, sus obras y sus palabras, su muerte en cruz y su resurrección, con lo cual logra el perdón de los pecados de los hombres y ofrece su amor y su salvación a todo el que lo acepte como Dios y Señor. Esto es lo esencial. El que cree en Jesús y se llama cristiano debe confesar esto. Y quien no lo hace, no se puede llamar realmente cristiano.
Todas las otras verdades de nuestra fe entran en la categoría de importantes o de accesorias o accidentales, lo cual no implica que puedan ser despreciadas, pues tienen entidad también por sí mismas, aunque no entren en la categoría de esenciales. Las verdades divinas reveladas no pueden de ninguna manera ser rechazadas, cuestionadas o puestas en duda, pues su fuente es el mismo Dios que es inmutable. Las verdades eclesiales deben también ser aceptadas pues son pronunciadas por aquel instrumento establecido por el mismo Jesús para llevar a todos la fe: "Confirma a tus hermanos en la fe ... Quien a ustedes escucha, a mí me escucha". Toda opinión personal, sea de un ente oficial o no, siempre será una verdad opinable, pues no entra en la categoría de verdad esencial. Nuestra verdad más grande es la que se refiere a la resurrección: "Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también la fe de ustedes ... Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto". Por ello tiene sentido el seguimiento de Jesús y la atención que prestemos a la Iglesia como instrumento que Él mismo ha puesto para anunciar y hacer llegar a todos la verdad de su resurrección, de su amor y de la salvación que ha alcanzado para todos nosotros. Es un seguimiento que emprendieron los cristianos desde el principio, destacando entre ellos aquellos que se dejaron conquistar en las primeras de cambio por ese amor que se empezó a evidenciar en la obra incipiente de Jesús mientras estuvo físicamente entre los hombres, como el de aquellos primeros discípulos y aquellas mujeres fieles que sintieron la atracción inmediata del Redentor: "Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios, acompañado por los Doce y por algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que les servían con sus bienes". La aceptación de esas verdades fundamentales de nuestra fe no debe quedarse, por tanto, solo en un enriquecimiento de nuestro acerbo cultural, sino que debe apuntar a la asunción de la nueva vida que debe surgir en el cristiano que vive la resurrección. No se trata simplemente de afirmar que se cree en las verdades esenciales de la fe, sino que se asume el estilo nuevo que ello implica. Es, en definitiva, asumir la vida del resucitado en sí para vivir también como resucitados cada uno, como hombres nuevos, amados infinitamente por Jesús y salvados en su amor, para vivir la nueva vida de los hombres nuevos.
El que se llame cristiano y cree en Jesús, debe tener como base fundamental de su fe la muerte en la cruz para salvarnos y debemos aceptarlo como nuestro Dios y Señor.Amén
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