La vocación es la llamada. Es la convocatoria que nos hace Jesús a todos a seguirlo. No tienen vocación solo los sacerdotes, los religiosos o las religiosas. Jesús llama a todos los hombres a que, según el estado que eligen o en el que se encuentran, se decidan a seguirlo. Podríamos decir que más que "tener" vocación, se "recibe" vocación, pues el origen de la misma es el convocante, no quien responde. Cuando "hay" vocación, se espera la respuesta del que la recibe. Es claro que ella debe ser dada en libertad, pues no tiene sentido obligar a dar una respuesta. Es posible que el llamado pueda llegar a sentirse constreñido a darla, pero definitivamente no es deseable, ni para el que convoca ni para el que responde, que ella surja de una obligación en la que la libertad quede en suspenso. Solo una respuesta libre y convencida le da sentido al camino que se emprende al responder. Ese camino que se abre debe entenderse como el camino de la vida, el que le da sentido, el que apunta a la felicidad, el que hace atractiva la ruta hacia la meta, el que llena de fuerzas y de ilusión. Mal puede entenderse entonces que no haya una conquista previa de la voluntad, de la mente, de los deseos y de las ilusiones. Esto solo se alcanzará en el disfrute de la plena libertad cuando se responde. Y es claro que la promoción más pura y deseable para ensalzar la libertad necesaria al responder es la del amor. No hay sostén más poderoso ni motivación más sublime para sentirse en libertad al dar cualquier respuesta que la del amor. De esa manera, ella no será tampoco inconsciente, por cuanto el amor hace más consciente, contrariamente a lo que se piensa con error cuando se supone que el amor puede enceguecer o embaucar, haciendo imposible la acción razonada del sujeto. El verdadero amor no hace inconsciente. Quien ama sabe y conoce bien quién es el objeto de su amor. No en el sentido de que ama conociéndole perfectamente como si fuera un requisito para "no ser engañado", de modo que pueda pisar firme en la respuesta, sino en el de que sabe del amor de quien lo convoca y pone todo su ser en el deseo de hacer el mayor bien a quien lo llama, respondiendo a los lazos amorosos que le lanza con el deseo de hacerse de ellos y así alcanzar la posibilidad de la felicidad mayor. Cuando se responde se asume que la consecuencia del seguimiento es algo superior a lo que se tiene. Jesús convoca ofreciendo algo mejor al convocado de lo que ya posee. Y quien responde se supone que también ha sopesado que la ruta que se le abre es mucho mejor que la que va transitando. No se trata de una simple transacción de conveniencia, sino de una oferta mejor porque surge del amor que quiere lo mejor para el amado.
El Evangelio nos propone un camino claro en el seguimiento de Jesús. Él va haciendo su propuesta y los hombres la van escuchando. Hay quienes se sienten inmediatamente atraídos y no necesitan de mayores argumentaciones para decidirse. Lo sabemos por el caso de varios de los apóstoles en los que, al menos por lo que sabemos de los relatos, no hubo necesidad de intercambios anteriores o de comprobaciones previas para conocer mejor a quién los llamaba. Otros fueron siendo conquistados progresivamente hasta que al fin "sucumbieron" al atractivo del mismo Jesús y del camino que les ofrecía. Y otros necesitaron de un proceso más delicado, en el que la argumentación tuvo parte importante. La misma diversidad de respuestas ante la única llamada del amor nos habla del respeto de Jesús a la libertad de quien responde. No hay un único procedimiento, sino solo el de la propuesta y el posterior respeto del convocante: "Mientras Jesús y sus discípulos iban de camino, le dijo uno: 'Te seguiré adondequiera que vayas'. Jesús le respondió: 'Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza'. A otro le dijo: 'Sígueme'. El respondió: 'Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre'. Le contestó: 'Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios'. Otro le dijo: 'Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa'. Jesús le contestó: 'Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios'". Tres ocasiones diversas en las respuestas. Dos de ellos aparentemente se le acercan a Jesús espontáneamente, sin que medie taxativamente una llamada anterior. El segundo sí recibe la invitación expresa de Jesús. Es probable, y así lo asumimos, que haya habido previamente un intercambio que no aparece en el Evangelio. Lo que sí está claro es que Jesús pone sobre la mesa las exigencias y las consecuencias de seguirlo. No lo niega, pero tampoco lo obliga. Quien se decida a seguirlo debe tomar consecuentemente lo que implica el seguimiento. Y no es que Jesús se vuelva inusitadamente inhumano al proponer, cuando ofrece solo necesidades, o pide incumplir una obra de misericordia como es enterrar al propio padre, o invita a abandonar completamente a la propia familia. No cuadra con el que es Amor que pida que se actúe contra el mismo amor. Aquí Jesús habla de prioridades. Cuando se responde a su invitación nada debe desplazar a su amor. No quiere decir que todo lo demás desaparece, sino que todo lo demás, delante de Él, pasa a ser secundario. Nada debe ocupar su espacio. Más aún, el disfrute de lo material, el amor a los padres y la realización de las obras de misericordia que los favorezcan, el lugar primordial en el corazón que ocupan los miembros de la propia familia, llegarán incluso a ser más compensadores y entrañables, cuando Jesús está de por medio ocupando siempre el primer lugar. Quien ama su realidad, amando por encima de todo a Jesús, ama mejor.
En la mentalidad del que responde debe surgir triunfante y libre la convicción de que la oferta que hace Jesús es infinitamente superior de lo que ya posee. Él es Dios, y ha colocado a los hombres en el mundo para que avancen en la consecución de la finalidad última para la que fueron creados, que es llegar a disfrutar de la felicidad plena, inmutable y eterna. Cuando el hombre se convence de esto, y de que Dios todo lo colocará en función de que se logre esa meta, tendrá que llegar a la conclusión de que nada de lo que Dios propone y de lo que pone como camino necesario para el hombre sea extraño a ese fin. Al darse el convencimiento del amor infinito de Dios por el hombre, simultáneamente se da también el surgimiento de la confianza en ese Dios que ama más de lo que es imaginable. Esa confianza, basada en el amor que da la solidez del sosiego esperanzado en el futuro, invita al abandono total, sin fisuras. No es inconsciente, pues sabe muy bien de quién se ha confiado: "Yo sé en quién he puesto mi confianza". Ese reconocimiento lo hace Job, aun en medio de las mayores tribulaciones que sufre por su fidelidad a Dios: "¡Se muy bien que es así!: que el mortal no es justo ante Dios. Si quiere pleitear con él, de mil razones no le rebatirá ni una. Él es sabio y poderoso, ¿quién le resiste y queda ileso? Desplaza montañas sin que se note, cuando las vuelca con su cólera. Estremece la tierra en sus cimientos, hace retemblar sus pilares; manda al sol que no brille y guarda bajo sello las estrellas". Podrá argumentar de mil maneras diversas, pero la sabiduría de Dios no dejará en pie ningún argumento. No se trata de un dios soberbio que pretenda humillar a su criatura, sino del Dios que ama, que busca más bien enaltecerla invitándola a dejarse conquistar por su amor, que es más sabio que la mente de todos los hombres juntos. No es un Dios que busque aplastar con su sabiduría, sino que quiere atraer con la miel de su amor, invitando suavemente al hombre a que desde la libertad que Él mismo le regaló acepte lo que es irrefutable, como es que su amor solo busca la felicidad de su criatura predilecta, que muchas veces no comprenderá perfectamente el bien que quiere procurarle, pero que bastará que entienda que su amor está por encima incluso de sus supuestas conveniencias, y jamás nada podrá estar por encima del bien que Él quiera procurarle, que al final será su felicidad plena, pues será la vivencia perfecta e interminable de ese amor por el que suspira aún sin saberlo. Sin duda, la llamada, la vocación, es un gesto de amor de Jesús, que nos exige que nuestra respuesta sea la manifestación clara de nuestra libertad, de nuestro deseo de ser plenamente felices y de recibir toda la lluvia de amor que seguramente Dios, en Jesús, derramará en nuestros corazones.
Quien ama su realidad, amando por encima de todo a Jesús, ama mejor
ResponderBorrarA Dios no hay que entenderlo hay que aceptarlo eso es amar mejor.
ResponderBorrarHay una exigencia que pide Jesús a sus discípulos, aunque no es obligado,el seguirlo no ofrece seguridad ni bienestar, debe vivir la urgencia del reino, no mirar atrás quedándose en el pasado.
ResponderBorrarHay una exigencia que pide Jesús a sus discípulos, aunque no es obligado,el seguirlo no ofrece seguridad ni bienestar, debe vivir la urgencia del reino, no mirar atrás quedándose en el pasado.
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