El tiempo entra en la categoría de lo que los teólogos llaman "lugares teológicos". Un lugar teológico es llamada toda realidad en la que puede hacerse presente Dios y manifestarse claramente en la vida de los hombres, por sí mismo o por las expresiones que lo identifican y lo hacen visible en una circunstancia concreta. De la comprensión de lo que es el tiempo y, por ende, de la manera de entender la presencia de Dios en él, dependerá mucho la importancia que se le dé a la misma figura divina y a la influencia que tenga en la vida humana. Diversas han sido las posturas de comprensión de la categoría "tiempo", o de su paralelo "historia", con las consecuentes diversidades de comprensión, incluso a veces de la misma figura de Dios y de su accionar en el mundo. Desde prácticamente el inicio de la historia del pensamiento humano y de la construcción de sistemas propios sobre los que basar los desarrollos intelectuales, se ha asumido posturas no solo diversas sino incluso opuestas al considerar la categoría "tiempo" como formalidad presente en el desarrollo de la humanidad. Para una línea, el tiempo, y su paralelo, la historia, son una sucesión irrepetible y lineal de acontecimientos que apunta siempre a un avance indetenible hacia una meta concreta que será una plenitud desconocida, hacia la que se encamina la existencia entera y, dentro de ella, el hombre. Para otra línea, el tiempo y la historia no son más que la eterna sucesión de los mismos acontecimientos una y otra vez, con lo cual todo será simplemente un ciclo interminable que se repite hasta el infinito, por lo que la novedad absoluta no existe, sino que existiría una nueva manera de presentación de la misma realidad, que estaría revestida de novedad, pero solo como un ropaje exterior. La conclusión en la confrontación entre ambas líneas es la de la imposibilidad de conciliación o comunión entre ambas, por cuanto las dos parten de puntos muy distintos y se desarrollan de maneras muy diversas. El intento de conjugación de los dos diversos enfoques fue emprendido también desde la fe, dado que de la comprensión del desarrollo de la temporalidad y de la historicidad surgirá una idea de Dios y de su presencia en la historia que puede resultar iluminadora para el hombre creyente. Uno de los grandes pensadores que se atrevió a emprender este engorroso camino fue el gran pensador, filósofo, teólogo y paleontólogo, Pierre Teilhard de Chardin, quien no sin oposición frontal originalmente del Magisterio de la Iglesia, luego reivindicado parcialmente por el mismo Magisterio, intentó desarrollar una línea de pensamiento que salvaba las dos posturas, la de la absoluta novedad de cada momento temporal y la de la repetición interminable de ellos. Partiendo del Alfa, del cual surge todo lo creado, cada momento temporal e histórico es como una ola en la que actúa Dios, en cuyo caso cada uno de esos momentos es como un bucle de avance que se recogería en sí mismo hasta poder avanzar en un nuevo paso hacia adelante, que haría adelantar la historia, cuya meta final será la Omega, que es el mismo punto de origen hacia el que tiende todo lo creado. Esa Alfa y esa Omega son Dios, que será así el origen y la meta de todo.
Lo ingenioso del desarrollo de Teilhard fue haber logrado armonizar la idea de novedad con la de repetición, haciendo de esa manera que el actor principal de todo fuera Dios y su acción en el tiempo y en la historia, pues Él es el origen y la meta de todo. El tiempo, indudablemente, es el dominio de Dios, y Él va moviendo los hilos de la historia de modo que todo, viniendo de Él, avance hacia Él. Por eso, podemos entender que los creyentes no podemos quedarnos únicamente en la contemplación de lo que vivimos actualmente, sino en la aceptación de ser parte de un gran movimiento universal que nos trasciende y que tiene que ver con la realidad de la absoluta trascendencia de Dios, del cual venimos y hacia el cual tendemos, por lo cual, como parte de nuestra existencia, habrá realidades que en ocasiones se nos presentarán como incomprensibles, pero que, dado que creemos en un Dios bueno y amoroso, deberemos aceptar por fe, cuando demos por descontado que por nuestra sola razón será imposible hacerlo. Esta es una verdad que vivió ya la Iglesia desde sus orígenes, en los cuales se emprendió la ingente tarea de racionalización de las verdades de fe, para lograr hacerlas algo comprensibles a los primeros cristianos. Basados en los conocimientos rudimentarios que existían, los apóstoles se encaminaron a ello. Para la comprensión de la novedad absoluta que representaba la verdad de la resurrección, San Pablo intentó acercar las ideas de realidad corporal y realidad espiritual: "Se siembra un cuerpo corruptible, resucita incorruptible; se siembra un cuerpo sin gloria, resucita glorioso; se siembra un cuerpo débil, resucita lleno de fortaleza; se siembra un cuerpo animal, resucita espiritual. Si hay un cuerpo animal, lo hay también espiritual. Efectivamente, así está escrito: el primer hombre, Adán, se convirtió en viviente. El último Adán, un espíritu vivificante. Pero no fue primero lo espiritual, sino primero lo material. y después lo espiritual. El primer hombre, que proviene de la tierra, es terrenal; el segundo hombre es del cielo. Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial". En esa línea de la historia que nos preside, debemos aceptar que Dios, siendo el Señor de la historia, nos ha hecho avanzar de lo menos a lo más, de lo temporal a lo eterno, de lo pasajero a lo que nunca termina. Ha hecho la conjugación perfecta entre la novedad absoluta de lo que nunca se repite y la reiteración sin fin de la realidad que estaría circundada por Él mismo.
En la experiencia de la fe de la cual somos deudores, lo que más interesa a Dios y a nosotros mismos es que en nosotros se dé el establecimiento de su Palabra de salvación, al punto de que poco importaría la comprensión perfecta de nuestra propia temporalidad, sino la convicción profunda de la presencia de Dios en ella, de su acción amorosa en nuestro favor, del deseo firme que Él tiene de que seamos únicamente suyos, de la aceptación de su acción de amor para hacernos pasar de la temporalidad a la eternidad junto a Él. Es decir, de la disponibilidad que tengamos para dejarnos llevar desde el ser seres materiales al ser seres espirituales que únicamente vivan de su amor, en una unión íntima con los demás, que será la vida de comunión perfecta que se dará con Dios como Rey de todo, teniéndonos a nosotros y a todo lo creado como escabel de sus pies. Es la obra que en el momento culminante de la historia vino a realizar Jesús, presidiendo el último bucle temporal que elevó todo el universo al punto más alto, pues fue creado de nuevo con su obra de redención. Lo que busca Dios es que nos hagamos receptores de su palabra redentora, de su semilla de vida nueva, dejando a un lado todo lo que pueda perturbar su llegada a nosotros y la vivencia de la verdad de su amor, que nos encamina a ese momento temporal de plenitud, a esa historia concluyente de amor inmutable: "Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros del cielo se lo comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, y, después de brotar, se secó por falta de humedad. Otra parte cayó entre abrojos, y los abrojos, creciendo al mismo tiempo, la ahogaron. Y otra parte cayó en tierra buena, y, después de brotar, dio fruto al ciento por uno. Dicho esto, exclamó: 'El que tenga oídos para oír, que oiga'". Nuestra temporalidad debe servir para que la semilla de Dios, del cual venimos, empiece a producir los frutos deseados. Si todo viene de Él, todo se sostiene en Él, y todo tiende hacia Él, nuestro paso por el tiempo debe ser una ocasión para que asumamos que tenemos nuestro origen en Él y que tendemos hacia Él. Hacernos terreno dócil para la semilla que lanza Jesús es asumir que nuestra temporalidad tendrá una solución de eternidad. Que toda otra realidad distinta a la que apuntemos será terreno agresivo, será piedra, zarza, superficialidad, comparada con la excelencia que puede llegar a ser el hacerse terreno fértil, en el que finalmente se dé ese paso de lo corporal a lo espiritual, de lo temporal a lo eterno, de lo terrenal a lo celestial, que es a lo que estamos destinados a ser y a hacernos, en este tiempo que Dios nos ha regalado, haciéndose Él el protagonista primero por su presencia y su acción, impregnada toda ella de su amor que tiene sabor a eternidad.
Como dice la reflexión, Dios busca que nos hagamos receptores de su palabra. Graciasss Señor por esperar y siempre confiar en que podamos ser terreno fértil para dar buenos frutos.
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