El conocimiento de Dios se encuentra entre las inquietudes más profundas y auténticas del hombre desde que él es hombre. La adquisición de su capacidad de raciocinio, cuando el hombre tomó conciencia de sí mismo, tuvo que haber dado un giro dramático a su propia vida, pues pasó de estar fundada simplemente en la búsqueda de la satisfacción de lo necesario para su subsistencia a buscar las razones que explicaban su propia esencia, su identidad profunda, la razón que sustentaba su vida, cuál era su origen y hacia dónde se dirigía todo. Esas inquietudes naturales surgen siempre en cualquiera que tenga un mínimo de discernimiento. Pero esto lo llevó a dar un paso más adelante, que lo hizo cuestionarse aún más profundamente, por cuanto empezó a buscar una razón que se encontraba fuera de sí, para poder explicar la causa final de su existencia, por qué estaba en el mundo, quién lo había colocado en él, cuál era el fin que se había fijado para su presencia, cómo llevar adelante su misión junto a todos los demás hombres que convivían con él. Son cuestionamientos naturales que surgían de un hombre que empezaba a asumir su existencia y a querer saber sobre ella. Los primeros pensadores, aquellos que se atrevieron a dar los pasos iniciales en la búsqueda de respuestas razonables, se toparon con la necesidad de asumir una realidad infinitamente superior que explicara la existencia de todo, pues era imposible encontrarla en el mismo hombre. Él, por sí mismo, no habría podido jamás darse la existencia ni enriquecerse con la infinidad de dones de los cuales disfrutaba. Era de una lógica contundente, entonces, la necesidad de aceptar la verdad irrefutable de un ser superior que fuera la causa de todo, "la causa última" o "el Ser", como lo llamaron los grandes filósofos griegos. Ese ser debía tener las cualidades grandiosas, superiores y eternas, de las cuales hizo disfrutar por analogía, por procesos físicos, químicos, biológicos, o incluso, con cierta condescendencia, por donación graciosa, uno de los seres surgidos de sus manos todopoderosas, el hombre, único de entre todos los seres creados que disfrutaba de esas prerrogativas. Ellos lo llamaron "el Ser", "Theos", que tenía como cualidades esenciales ser "Uno, Bueno, Verdadero y Bello". Así comenzó una historia grandiosa y atrayente que nos ha llevado a todos por los caminos de la búsqueda de la comprensión de la existencia de Dios, de su conocimiento, dejando a un lado una pretensión que la misma historia y la misma naturaleza contradicen, como es la de los ateos intelectuales que se ciegan y rechazan la idea de la existencia de un Dios que explique lo que no se puede explicar racionalmente. Querer saber quién es la causa de la propia existencia, sus características, su misterio íntimo, es lo más razonable que existe.
Y al dar el paso de lo estrictamente racional, es decir, de aquello a lo que podemos acceder los hombres por nuestro propio discernimiento, a aquello que nos es revelado, pasa de ser simplemente razonable a ser cautivador, por cuanto nos encontramos con un ser cuyo movimiento único, esencial y más puro, es el del amor. Es muy distinto el movimiento de alguien hacia un objeto, motivado simplemente por un interés "científico", que el que se da por un deseo expreso de estar involucrado personalmente, en la acción y en el afecto, con el objeto con el que se está tratando. Y eso es lo que sucedió con Dios. Los hombres no somos simplemente "un producto" de su experimentación, sino que somos la única razón que ha tenido para salir de sí mismo, de su propia existencia absolutamente satisfactoria, del amor que era totalmente suficiente en sí mismo por lo que no necesitaba de absolutamente nada más para su felicidad. Nuestra existencia es la única razón válida que ha sido capaz de hacer salir a Dios de sí mismo, de su lógica y totalmente comprensible autosuficiencia, a permitir que surgiera algo que se convirtiera en el sujeto privilegiado de un amor que eternamente estuvo enmarcado en la vivencia misteriosa e infinitamente hermosa de esa Santísima Trinidad que vivía solo en ese intercambio totalmente suficiente de amor. Nosotros hemos venido a trastocar esa experiencia divina del amor. Y el mismo Dios lo ha deseado vivir para tener alguien fuera de sí a quien amar como Él mismo se ama. Jamás llegaremos a comprender suficientemente lo grandioso de este hecho, que ha trastocado la serenidad interior que eternamente vivió Dios antes de haber decidido que existiéramos para amarnos. Existimos por un deseo expreso de Dios de "complicarse" haciendo salir su amor desde sí mismo hacia nosotros. Fue el momento de Dios. Y fue el gran momento del hombre, que jamás comprenderemos del todo: "Comprobé la tarea que Dios ha encomendado a los hombres para que se ocupen en ella: todo lo hizo bueno a su tiempo, y les proporcionó el sentido del tiempo, pero el hombre no puede llegar a comprender la obra que hizo Dios, de principio a fin". En ese tiempo, que para Dios no existía pues era eterno, el hombre es colocado para que lo conozca, lo comprenda, lo viva, se una a Él, y viva para Él, con la razón última del amor que puede experimentar de Dios y al que puede y debe responder no individualmente, sino unido a todos los que como él han recibido su existencia como don infinito de amor de Aquel que decidió salir de sí para donarse a su criatura y hacerlo infinitamente feliz.
En el colmo de ese amor, entendiendo que ese tiempo en el que Dios había decidido vivir debía mostrarse más claramente de lo que lo había hecho anteriormente, lo hizo en su Hijo, para que ese amor quedara no solo como una declaración de intenciones, sino como una realidad irrefutablemente clara. "En la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley". Se declaró claramente el momento de Dios, que por providencia amorosa fue también el momento del hombre. Era el momento del amor: "Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de destruir, tiempo de construir; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recogerlas; tiempo de abrazar, tiempo de desprenderse; tiempo de buscar, tiempo de perder; tiempo de guardar, tiempo de arrojar; tiempo de rasgar, tiempo de coser; tiempo de callar, tiempo de hablar; tiempo de amar, tiempo de odiar; tiempo de guerra, tiempo de paz". Ahora era el tiempo del amor. Y se hacía en la obra de Jesús. No se trata simplemente de conocerlo y de querer entender quién es: "'¿Quién dice la gente que soy yo?' Ellos contestaron: 'Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros dicen que ha resucitado uno de los antiguos profetas'". Eso sería como quedarnos en la época de la pre-revelación, entendiendo a Jesús como ese "Ser" griego al que hemos hecho referencia. Jesús, porque ama, quiere más, como el Dios que es y que hace todo por el hombre, porque lo ama infinitamente. Por eso quiere ser entendido plenamente, en lo que lo mueve más profundamente, es decir, en el amor. Quiere que se dé ese paso absolutamente necesario que hará que sea comprendido perfectamente, aunque se mantenga en su misterio divino que es infinito, pero no en la vivencia del amor, que compensa todo misterio. Por eso debemos dar ese paso adelante: "'Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?' Pedro respondió: 'El Mesías de Dios'". Nosotros debemos llegar a ese punto de la perfecta comprensión de quién es Jesús en su esencia más profunda. Él es el Hijo de ese Dios que es amor, que viene para hacernos palpable el deseo extremo de Dios de tenernos con Él, porque nos ama más de lo que nosotros podemos imaginarnos y por supuesto más de lo que nosotros mismos nos amamos, que está dispuesto incluso a entregar su vida por nosotros para hacernos recuperar nuestra condición de hijos, la que habíamos perdido por nuestro pecado. Él es el Mesías prometido, el Ungido en el óleo de amor para derramarlo sobre nosotros, haciéndonos a todos ungidos para vivir de nuevo en ese amor perdido pero que es nuestro, pues Dios a nadie más ama tanto como a nosotros. Por nosotros fue capaz de surgir maravillosamente de su vida íntima de serenidad y satisfacción total, para hacer posible nuestra existencia, don de su amor, y llevarnos en la eternidad a habitar en esa serenidad que nos hará vivir resguardados en su corazón de amor interminable.
Quien es Jesucristo para cada uno de nosotros?
ResponderBorrarBonita explicación del amor de Dios hacía nosotros.
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