San Agustín nos enseña, quizás con algo de exageración pero también sin duda con tino didáctico, la manera de reconocernos delante de Dios: "Que te conozca, Señor, para que te ame; que me conozca, para que me desprecie". San Agustín es hijo del pesimismo espiritual platónico, que consideraba todo el mundo material sumido en la sombra de lo malo. Toda la realidad no es sino una sombra amarga del mundo ideal en el que todo es perfecto y del cual lo cotidiano es deudor absoluto. Sin embargo, tratando de quitar la maleza pesimista con la cual puede estar contaminada la espiritualidad agustiniana, no podemos sino aceptar que la maldad tiene su raíz en la soberbia humana, animada por el demonio, que llega a considerar al hombre superior incluso a Dios. Todo lo de Dios es perfecto y está embargado de bondad. Y todo el mal que hay en el mundo surge de la voluntad humana que se cree mejor y que se considera por encima de la voluntad divina. No quiere decir que en el hombre haya solo maldad, sino que todo lo malo surge del hombre. No es falso que en esta consideración podemos inscribirnos todos, por cuanto la marca de la traición a la perfección con la cual el Señor nos creó, la tenemos todos inscrita en nuestro corazón desde que entró el pecado en el mundo. Por ello, podemos afirmar que no estaba mal encaminado Agustín cuando nos invita a profundizar en la perfección de Dios, contemplándolo a Él en su ser íntimo y descubriendo el amor que es su esencia, y a nadar en la maldad, poniendo ante nuestra vista la conducta humana que atrajo el mal a la creación con su traición. Un espíritu ansioso es el que quiere buscar el sosiego y el refugio en la bondad natural, en la perfección, en la paz que da el amor esencial de Dios. El que ha perdido ese tesoro, habiéndolo probado previamente, añora poder recuperarlo. Quien se queda contemplando solo su interior, regodeándose de sí mismo, sin poner el punto de comparación en la suprema bondad, en la perfección plena, en el amor infinito de Dios, jamás podrá salir de su burbuja y siempre tendrá los límites que se impone su propia visión, reducida a lo mínimo de su propio ser, incapaz de percibir el panorama infinito que puede ofrecer una mirada objetiva al Dios del amor. En este caso se inscriben quienes se consideran la suma de las perfecciones, haciéndose a sí mismos medida para el universo.
El fariseo de la parábola es ese que delante de Dios hace gala de su propia perfección. Casi podríamos afirmar que después de su "oración", éste espera el aplauso y el reconocimiento de Dios y de toda la corte celestial. Dios debería agradecerle su bondad y su empeño en evitar la contaminación de los malos: "¡Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo". Añora la perfección, de la cual se erige como modelo ejemplar, pero desprecia a los imperfectos, que serían todos los demás hombres. No es su gala la fraternidad, sino la soberbia al creerse superior. En ningún momento considera la posibilidad de hacerse solidario con los demás, sino que, al contrario, busca alejarse cada vez más de ellos para no "contaminarse". Quien quiera ser bueno, debe acercarse a él y comportarse igual, pues él es la suma de las bondades. ¡Cuántos hombres y mujeres de hoy somos iguales! Nos creemos la medida de todo, todo debería ser hecho como lo hacemos nosotros, todos deberían siempre reaccionar como reaccionamos nosotros, si todos hubieran actuado como lo hubiéramos hecho nosotros las cosas estarían mucho mejor... No nos preocupa que haya quienes tengan necesidad, sino que se fijen en nosotros y en nuestras perfecciones. Por ello, nadie, ni siquiera Dios, puede censurarnos ni sugerirnos formas distintas de actuar, pues nosotros tenemos la receta del perfecto comportamiento. No hacemos el mal y cumplimos siempre "fielmente" con Dios, pero no movemos un dedo para hacer el bien a nadie. Somos infructuosos y estériles en buenas obras, por lo cual el mundo se muere en su desgracia. No somos capaces de mirarnos con objetividad, por lo cual está muy lejos la posibilidad de reconocer alguna falta o alguna debilidad en nosotros. Al no mirarnos así, jamás podremos reconocer que haya cosas en nosotros que debamos despreciar.
Contrasta esta actitud del fariseo con la del publicano. Jesús mete el dedo en la llaga de sus oyentes, por cuanto los publicanos son para los judíos el prototipo de los traidores y de los pecadores públicos, despreciados por sus mismos conciudadanos, y aun así, se atreve a ponerlos como ejemplo, dándoles de esta manera una bofetada a su orgullo malsano. Destaca la humildad con la que el publicano se reconoce a sí mismo en lo que es: "Quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: '¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador'". El desprecio que podía sentir él de sí mismo, lo dejaba en las manos del Dios de Justicia. Su confianza estaba radicada sólidamente en el amor y la misericordia divinas. Él mismo no podía hacer nada con sus propias fuerzas para remediar su mal, sino que lo ponía todo en las manos del Dios poderoso y clemente, que es quien tiene en sus manos el perdón y la salvación. La oración de Oseas se hace realidad práctica en su vida: "Vamos, volvamos al Señor. Porque él ha desgarrado, y él nos curará; él nos ha golpeado, y él nos vendará. En dos días nos volverá a la vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia y comprenderemos". Solo Dios tiene el poder para hacer resurgir de las cenizas del pecado. Eso lo sabía muy bien el publicano, quien se conocía perfectamente y reconocía su condición pecadora, por lo cual solo quedaba el desprecio a sí mismo. Pero también demostraba que conocía perfectamente al Dios de amor y misericordia y por ello se abandonaba fielmente en ese amor que es capaz de limpiar lo más íntimo de nuestras entrañas contaminadas. El publicano es el ejemplo perfecto de lo que debe ser nuestro itinerario espiritual. Éste debe avanzar en el abandono confiado, filial y esperanzado en el amor del único que puede remediar los males de nuestro espíritu. Debe invitarnos a mirarnos hacia dentro, descubriendo la raíz del mal que nos invade, haciéndonos asumir nuestra responsabilidad al dejarnos llevar por la soberbia espiritual que nos hace creernos perfectos y por encima de toda norma superior. Debe lograr en nosotros una conciencia de necesidad absoluta y continua de perdón, pero también de abandono confiado en el amor del Dios creador, que nos quiere perfectos y que sabe que esa perfección la lograremos solo en la unión humilde con Él y por ello está siempre ofreciéndose para que lo hagamos nuestro. Ahora y eternamente.
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