Cuando Jesús hace referencia a la autoridad, la describe iluminándola desde el foco del servicio: "Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos". Cuando se concede ser autoridad a alguien no se le está dando poder para subyugar a nadie, para ejercer ese poder de manera despótica o tiránica. La autoridad se ejerce como un servicio que busca mantener el orden, el respeto a los valores, la defensa de los débiles y desprotegidos, siempre sustentado en la verdad. La autoridad es el ejercicio del servicio que busca proveer de la mayor cantidad de bien a la mayor cantidad de gente posible. Cuando se ejerce así, el pueblo agradece a la autoridad, pues reconoce que en ese servicio así ejercido está su mayor bien. Por el contrario, cuando el pueblo percibe que la autoridad busca solo beneficiarse a sí misma, imponiéndose sobre él, y en vez de servirles, se sirve de ellos, se rebela y con toda legitimidad busca arrancar de sus manos ese poder para ponerlo en manos de otros. Esta es una verdad que se impone por sí misma y que no es necesario aprenderla en un aula de clases. La sabiduría innata del pueblo reconoce lo que está bien y lo que está mal. Reconoce cuando la autoridad quiere servir de verdad y cuando quiere servirse de ellos. Reconoce cuando quieren ser manipulados para mantener el poder a toda costa. Lamentablemente, esta sabiduría no siempre es servida justamente. Hay quienes, siendo parte del pueblo al que la autoridad debe servir, se alían con ella, recibiendo prebendas manchadas de sangre para que se coloquen a su favor. Esa autoridad despótica necesita siempre de quienes así actúen, pues de lo contrario le sería imposible seguir sustentando el poder. Así, sucede lo más doloroso que puede llegar a suceder en una sociedad: se coloca el mismo pueblo contra su propio pueblo.
De este modo, cuando una voz se atreve a alzarse contra la autoridad mal ejercida, ésta reacciona para quitarla de en medio. Fue la experiencia que vivió Jeremías, profeta del Señor que echaba en cara a las autoridades el haber desviado el camino y pretender servirse a ellos mismos. Era una voz acuciante que llamaba al cambio de conducta a todos, principalmente a las autoridades. Y era una voz que se alzaba cada vez más alta y se escuchaba cada vez más. Por ello, para las autoridades era imperioso acallarla a como diera lugar. Jeremías fue perseguido, burlado, aislado. "Yo, como manso cordero, era llevado al matadero; desconocía los planes que estaban urdiendo contra mí: 'Talemos el árbol en su lozanía, arranquémoslo de la tierra de los vivos, que jamás se pronuncie su nombre'". El fin era silenciar esa voz incómoda, que estorbaba a sus planes. La pretensión era totalmente absurda, por cuanto procuraban callar la voz que los ponía en evidencia creyendo que así quedaría borrada su maldad. Si no había quien los denunciara, ya no había el mal ejercicio de su autoridad. Sin embargo, en lo más profundo de su conciencia, allí donde nadie más puede entrar sino solo el hombre que se encuentra consigo mismo, no hay posibilidad de engaño. El autoengaño se sostiene solo por la búsqueda de beneficios personales. Hay la plena convicción de no estar haciendo lo correcto, pero el poder, las riquezas, los placeres, obnubilan de tal manera que prefieren vivir el goce del momento. No hay peor droga que el poder mal ejercido, que da pie a los mayores disfrutes terrenales, lo que para ellos lo justificaría todo. Es el trastoque total de los valores. Solo valdrá lo que me sirva para seguir disfrutando y todo lo demás hay que quitarlo de en medio. Jeremías es mártir de la verdad, de la denuncia del mal gobernante. Es anulado por haberse atrevido a poner en riesgo el goce hedonista del poder a los gobernantes. Él es prototipo de lo que será Jesús en el futuro. Jeremías prefigura perfectamente lo que vivirá Jesús, perseguido en su momento por las mismas razones.
Cuando Jesús ejerció públicamente su misión empezó a ser escuchado. "Algunos de entre la gente, que habían oído los discursos de Jesús, decían: 'Este es de verdad el profeta'. Otros decían: 'Este es el Mesías'". Su voz se alzaba cada vez más y era cada vez más escuchada por el pueblo. Pero gente del mismo pueblo reaccionaba de manera distinta: "¿Es que de Galilea va a venir el Mesías? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David, y de Belén, el pueblo de David?" La idea era crear una confusión a su alrededor, de modo que su palabra fuera puesta en duda. Pero la autoridad de Jesús, que había venido "no a ser servido, sino a servir", se imponía por sí misma. Y era tanto, que hasta los mismos guardias del Templo lo reconocían: "Jamás ha hablado nadie como ese hombre". La autoridad de Jesús no era una autoridad basada en la ostentación, en el poder, en la subyugación, sino que se iba imponiendo suavemente, pues contaba con la solidez de la Verdad que Él venía a predicar, que se impone por sí misma, calladamente, sin aspavientos. Esa Verdad que Jesús venía a traer lograba conquistar incluso a algunos de entre los que ejercían esa autoridad basada en la hegemonía religiosa: "Nicodemo, el que había ido en otro tiempo a visitarlo y que era fariseo, les dijo:
'¿Acaso nuestra ley permite juzgar a nadie sin escucharlo primero y averiguar lo que ha hecho?'" Sin el uso de armas ni medios coercitivos, esa Verdad se imponía. Evidentemente, quien ostenta el poder se revuelca ante ella, y busca defenderse: "También ustedes se han dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la ley son unos malditos". Su lenguaje de descalificación descubre su falta de razón. No hay argumentos válidos sino solo el desprecio al otro. Al final, la Verdad se impone. Y se impondrá siempre. Y las malas autoridades quedarán desbancadas. Esa Verdad es inmutable e indestructible. Es la Verdad que se sustenta en la solidez de su fuente, que es Dios mismo. Es la Verdad que nos convoca a ser suyos, a vivir de su amor, a hacerlo nuestra principal baza, a estar bajo la suavidad de su autoridad, y a unirnos todos para caminar solidariamente hacia su encuentro.
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