La maldad, sin duda, tiene sus triunfos. Y los buenos sufren mucho por ello. Hay quien se rebela ante Dios, pues considera que Él no debería permitirlo. ¿Cómo es posible que triunfe el mal? ¿Por qué los malos ganan y a ellos no les pasa nada malo? ¿Cómo es posible que Dios permita que los malos acumulen cada vez más poder y obtengan cada vez más triunfos, y que no haya nunca un buen escarmiento para su mala conducta? Son inquietudes muy razonables para las que no hay respuesta sencilla. En primer lugar, debemos siempre asumir la diferencia entre los caminos de Dios y los de los hombres: "Porque mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes, ni sus caminos son mis caminos - oráculo de Yahveh -". Para nosotros, lo lógico sería que Dios encendiera su ira contra los malos y los anulara totalmente, que los eliminara del mundo y dejara reinando solo el bien y quienes le sirvan. Dios no actúa así, pues ante todo es Padre y espera de sus hijos siempre lo mejor. Ofrece siempre nuevas oportunidades de conversión, pues Él "es lento a la ira y rico en clemencia", con todos, incluso con los malos. Esta paciencia y clemencia de Dios es también nuestra, por cuanto también nosotros, no solo los malos, imploramos de Dios su misericordia por nuestras faltas. Dios no puede parcelar su amor, su ternura, su misericordia. Todos hemos surgido de sus manos y a todos nos ama con amor eterno e infinito. En segundo lugar, debemos entender que Dios nos creó libres, y que su actuación unilateral, por encima de esa misma libertad que nos ha concedido, sería ir contra su propio designio al concedernos inteligencia y voluntad para poder actuar libremente. Cuando Dios nos creó, "a su imagen y semejanza", entre todos los beneficios con los cuales nos enriqueció y que eran prerrogativas únicamente suyas, nos regaló la libertad. Somos infinitamente libres como Dios, y podemos usar de esa libertad tal como Él usa de la suya. Evidentemente, en ese uso de nuestra libertad podemos ir por caminos correctos y justos, haciéndonos cada vez más libres en su ejercicio ideal. Pero existe el riesgo de que también podamos usarla equivocadamente, por caminos que nos harán perderla, terminando en la esclavitud que Dios de ninguna manera quiere para nosotros, pues "para vivir en libertad nos liberó Cristo". En tercer lugar, no es cierto que Dios no actúe contra la maldad. La verdad es que no actúa cuando nosotros queremos que actúe, sino cuando Él considera que es el momento de hacerlo. En su misterio profundo e infinito, incomprensible del todo, debemos pensar que es un Dios de amor que quiere que de todo lo que nos sucede podamos nosotros sacar enseñanzas, o podamos hacer ofrenda para nuestra propia purificación, o para la purificación de los nuestros. Quien sufre el mal en su ser puede identificarse con el Jesús sufriente y unirse a Él en la cruz, logrando con eso que sus propios dolores, unidos a los de Jesús se conviertan en dolores redentores. Los dolores personales junto a los de Cristo se convierten en un verdadero tesoro en nuestras manos. No significa que no los sentiremos o que no la pasaremos mal, sino que les daremos pleno sentido y los convertiremos en aquel tesoro escondido o aquella perla preciosa del Evangelio.
Esta actuación de Dios la podemos descubrir en la defensa que hace de Susana ante aquellos dos ancianos jueces lujuriosos que quisieron abusar de ella y al no lograrlo, le levantaron una acusación falsa para asesinarla. Susana era muy bella y atractiva, era pura y casta, fiel a su esposo y temerosa de Dios. Era impensable que pudiera vivir un episodio como ese del que se le acusaba. Pero aquellos dos eran jueces famosos, sin duda deshonestos, pero siempre habían logrado salir airosos en sus montajes. Pensaron que podían salir también airosos contra Susana, y casi lo logran, pues la decisión del tribunal fue la muerte de Susana. Ella no tenía ninguna defensa contra la palabra de aquellos dos. Pero es Dios mismo, nada más y nada menos, quien sale en su defensa. Aquellos dos viejos hicieron el mal toda su vida. Y tuvieron triunfos, uno tras otro, por lo que se cimentaban cada vez más sólidamente en su maldad. Ante esto cabe la pregunta: ¿Hasta cuándo ganará el mal de estos dos? Y Dios dio la respuesta. Cuando quisieron pasar por encima de la honestidad y la pureza de Susana y procurar su muerte, quisieron traspasar una línea demasiado sensible. Dios hizo surgir su voz en un niño: "Dios suscitó el espíritu santo en un muchacho llamado Daniel; y este dio una gran voz: 'Yo soy inocente de la sangre de esta'". Y a través de Daniel puso en evidencia a aquellos viejos y cambió radicalmente la suerte de Susana. Fueron los ancianos los condenados a la pena que ellos propusieron para Susana. "Toda la asamblea se puso a gritar bendiciendo a Dios, que salva a los que esperan en él. Se alzaron contra los dos ancianos, a quienes Daniel había dejado convictos de falso testimonio por su propia confesión, e hicieron con ellos lo mismo que ellos habían tramado contra el prójimo. Les aplicaron la ley de Moisés y los ajusticiaron. Aquel día se salvó una vida inocente". Ante la inocencia de Susana, Dios actuó contra la maldad de los dos ancianos. La inocencia vence. No es la maldad la que tiene la última palabra delante de Dios.
Situación similar vive Jesús, cuando le es presentada una mujer que ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Aunque es similar, tiene diferencias sustanciales. La maldad aquí no solo la ejercen quienes la acusan y quieren matarla apedreada, como mandaba la ley de Moisés, sino que habita en ella misma. Realmente ella estaba cometiendo un pecado gravísimo, por cuanto estaba siendo infiel a su esposo. No es inocente, como sí lo era Susana. Pero tenía a su favor el reconocer su falta y abandonarse con humildad y confianza a los pies de Aquel que podía remediar sus males. No era una mujer mala, sino una mujer buena que había hecho algo malo. Por eso de Jesús no brota ni siquiera una reprimenda, sino solo una mirada amorosa y compasiva, que la invitaba a la conversión y a levantarse de nuevo con la frente en alto, sin sentirse en humillación o exclusión. Jesús se interpone entre ella y quienes quieren condenarla para decirle a todos que ninguno se puede considerar mejor que ella, por cuanto todos son pecadores y todos, también ellos, necesitan de la misericordia de Dios. Jesús se interpone entre la maldad y el arrepentimiento. ¿A cuántas mujeres habrán apedreado estos guardianes de la ley? Pero aparece Jesús, el guardián del amor y de la misericordia de Dios y les enseña un camino diverso y más lleno de ternura con el hombre. Es el camino de la paciencia, del perdón, de la piedad, de la misericordia. Es el camino que eleva al hombre y no lo deja pisoteado tirado en el piso. Es el camino que invita a levantar la frente pues nadie es menos que nadie y delante de Dios solo debemos presentar nuestro corazón humillado y arrepentido, que quiere ser hecho de nuevo en el perdón y en el amor. Por supuesto que Dios actúa contra los malos. Sale en defensa de los inocentes, como Susana, y de los arrepentidos, como la mujer adúltera. E incluso, quiere a esos malos convertidos a su amor, los quiere suyos, para ganarlos para el bien y que sean ya no instrumentos de maldad, sino instrumentos del bien en un mundo en que los malos van teniendo mucho poder. Pero no es el mal el que vence. Jamás el mal tendrá más poder que el bien. Al final, el amor y el bien serán los vencedores. Nunca pierde Dios, por lo que nunca pierde el amor.
El amor duele pero nunca pierde. Yo.
ResponderBorrarEl mal nunca triunfará , aunque haga más ruido. Benedicto XVI. Y yo pecador, esperaré siempre en la Misericordia del Señor, para que con ella y su sabiduría me gane para el bien...Amen, amen y amen
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