Cuando rezamos el Padrenuestro, nosotros mismos estamos condicionando la obtención del perdón de Dios: "Perdona nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que nos ofenden". El perdón de Dios lo obtendremos solo si dejamos la pista libre para que éste llegue a nosotros. Una sola vez que neguemos el perdón es ya un obstáculo que nosotros mismos colocamos para que el perdón que Dios nos quiere conceder se encuentre imposibilitado de llegar a nosotros. No es que Dios lo niegue. Es que nosotros impedimos que nos llegue. De esta manera, entendemos que perdonar no es solo un beneficio que nosotros concedemos al hermano, sino también un beneficio que nos concedemos a nosotros mismos. Los que somos liberados de la carga de odio que implica la falta de perdón somos nosotros mismos. Si a esto le añadimos la exigencia de la vida en el amor que se nos pone como el ideal de la vida del discípulo de Cristo, debemos también entender que el perdón que concedemos, además de alcanzar para nosotros mismos el perdón de nuestras faltas, da vía libre a la corriente de amor que debemos dejar expresarse desde nuestro corazón hasta el corazón de los demás, con lo cual damos un paso adelante en la asimilación a Jesús. La fuerza del amor triunfa al transformarse en fuerza de perdón. El amor cristiano debe tener una concreción, para evitar quedarse solo en un idealismo romántico. Debe ser probado para ser fortalecido. Además de los gestos de solidaridad fraterna que deben dejarlo al descubierto, debe subir el escalón de la prueba máxima, que es cuando ese amor es herido y produce más bien un natural rechazo de quien es la causa del dolor o de la ofensa. El amor cristiano no se debe expresar solo en la situación idílica de paz y armonía, sino que debe hacerse presente también en el escarnio, expresándose en el perdón cuando éste es ofendido. El ejemplo más claro lo da Jesús a sus discípulos cuando desde la cruz oró al Padre: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen".
Cuando San Pedro pregunta a Jesús cuántas veces hay que perdonar, está manifestando una inquietud que se nos presenta a todos. "Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?" Ya siete veces es una cantidad considerable. Seguramente Pedro presentaba una situación que había llegado a su límite. La sorpresa está en la respuesta de Jesús: "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete". No se trata aquí de hacer cálculos matemáticos, pues esa cantidad que ofrece Jesús significa siempre. Nunca debemos dejar de perdonar. Ese perdón obstinado será signo del amor que sigue el modelo del Maestro. La razón es muy sencilla: los hombres somos obstinados en el pecado. Nos arrepentimos una y otra vez de nuestras faltas y acudimos al corazón de amor de Dios para recibir su perdón. Y Él nunca nos lo niega. La libertad infinita de Dios se mantiene incólume porque Él no permite que haya rencores u odios que lo encadenen y que tengan como consecuencia la negación de la concesión del perdón a quien lo solicita. No perdonar esclaviza y encadena el amor que se puede vivir. Perdonar libera y da rienda suelta a las expresiones más puras del amor. Por eso Dios es Dios, y sigue siendo Dios, infinitamente libre, con la experiencia del amor más puro e incontaminado, lo cual defiende al máximo no permitiendo cadenas que lo limiten y le hagan perder su libertad. El setenta veces siete es la significación de la libertad absoluta. Es como si Jesús nos dijera: "Si quieres mantener el tesoro de tu libertad, perdona siempre".
La otra parte, el perdonado, tiene también que saber administrar ese perdón que recibe. Debe darse en él una muestra de conversión, un gesto de valoración del tesoro que está recibiendo. El perdón que Dios concede y que debemos también conceder nosotros no es un perdón impune. Recibir el perdón es una acción que compromete a un cambio. Recibir el perdón es recibir el amor del otro. Es llenarse del tesoro valioso que el otro tiene en su libertad y en la experiencia liberadora del amor misericordioso. No recibimos el perdón y el amor que él implica para burlarnos y terminar pisoteando al hermano que nos perdona. Ese perdón recibido es una invitación a valorarlo al máximo, queriendo vivir nosotros mismos en esa altura de libertad y de amor. Es tender a elevarnos a esa altura que percibimos en el espíritu de quien perdona. El perdón es testimonio de la dignidad máxima a la que estamos llamados a vivir, a no quedarnos en los mínimos a los que nos envía el odio, el rencor, el deseo de venganza. Jesús lo pone claro en la parábola del administrador injusto: "¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?" Un espíritu mezquino es el que mendiga el perdón pero no es capaz de perdonar. Se aprovecha del perdón recibido, pero subyuga a quien lo ofende sin dar paso a un resquicio de piedad. Se justifica a sí mismo y justifica ostensiblemente el perdón que pide, pero condena a la primera a quien lo ofende y entonces lo pisotea y busca destruirlo. Allí no hay libertad, no hay amor, no hay dignidad, no hay conversión. Muchos somos así. Nos consideramos siempre dignos de perdón, pero consideramos al ofensor solo digno de condenación. Y cuando actuamos así nos ponemos la soga al cuello, pues al rezar el Padrenuestro estamos poniendo nosotros mismos la condición para poder recibir el perdón: "Como nosotros perdonamos a los que nos ofenden..." La experiencia del perdón es siempre nueva, como es siempre nuevo el amor. El perdonado estrena cada vez un espíritu limpio y virginal. Y el que perdona hace gala de su inmensa libertad y la hace más sólida. Quien perdona se asemeja a Dios y se acerca a su corazón de amor para resguardarse confiadamente en él. Tiene ante sí un panorama limpio y puro, libre de todas las cadenas representadas en odios y rencores. Deja a un lado todo lo que lo puede esclavizar y permite que el amor corra libremente a su alrededor, llenando de frescura y de felicidad su vida.
Con esta hermosisima reflexión concluyo que perdonar como recibir el.perdon son dos milagros en uno. Otro de los tantos regalos que nos da el Señor. Un compromiso muy grande que se debe asumir como.todo lo que es la.voluntad de.Dios: con Amor.verdadero que nos hace libres. Señor que cada vez me despoje más y más de mi miseria y la Fe me crezca como un granito de mostaza para ser merecedora de este Milagro doble. Tu todo lo puedes. Y se que será así. Amen amen
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