Todo lo que existe fuera de Dios ha surgido de su mano creadora todopoderosa. Nada hay que esté a su mismo nivel, pues nada hay que no sea criatura suya. Es su voluntad infinitamente libre la que ha querido que todo lo que está fuera de Él exista. Por lo tanto, el único ser que subsiste por sí mismo, sin el concurso de algo o alguien superior, que no necesita de nada ni de nadie más para mantenerse en la existencia, es Dios. Él está por encima de todo y todo se mantiene en la existencia por su suprema voluntad. Dios no es, como lo pretenden algunos, un ser que surge de la entelequia humana, que ha necesitado del pensamiento del hombre para existir, que por lo tanto no es real, sino ideal, creado por la inteligencia humana. El mismo hecho de que el hombre quiera obligar la existencia de Dios con criterios solamente intelectuales, podrá servir para concluir que la aceptación de la necesidad de la existencia de un ser superior que explique de alguna manera la existencia de todo lo demás, que no es Él, con lo que ello implica de orden, libertad y movimiento, es a la vez, aceptación de su misma existencia. Los ateos intelectuales darían, así, el mejor argumento para afirmar que hay un ser preexistente, absolutamente superior, suficiente en sí mismo y fuente de la existencia de todo. No existiría, entonces, la posibilidad de un ateísmo intelectual puro e incontaminado. A esto podemos añadir la inmensa condescendencia de Dios que no ha querido dejar al intelecto humano en la soledad de sus argumentos, sino que ha querido revelarse, dándose a conocer a los hombres, particularmente a quienes añoran tener un contacto de intimidad ya no solo de conocimiento racional, sino de afectos con aquel que han entendido que no puede ser solo un ente totalmente ascéptico pues es un ser existente con el cual se puede entrar en contacto personal y que, por ser infinito en todos sus atributos, lo es también en su amor por lo que ha salido de sus manos. Evidentemente, al ser la causa de todo lo que existe y un ser con el cual se puede entrar en relación afectiva, se le acepta como superior, como la causa de la propia existencia, ante el cual no se puede tener otra actitud que la reverencia, el amor y la obediencia. Pretender sustituirlo por otro u otros entraría en el terreno de lo absurdo. Él está en el primer lugar, por encima de todo lo que existe. Nada merecería la reverencia que le corresponde solo a Él.
En los momentos en que el hombre ha querido desmontar esta evidencia en sí misma ineludible, han surgido en la historia de la humanidad los momentos más oscuros. Los grandes imperios que conocemos en la historia universal han tenido sus debacles cuando el hombre ha querido desplazar a Dios del lugar preeminente que le corresponde por esencia. No es un lugar que se haya ganado en la disputa con algunos otros seres, sino que le corresponde por naturaleza. Se fuerza la barra cuando se pretende ir por rutas distintas a esta. La idolatría que ha pretendido sustituir a Dios lleva a la destrucción del mismo hombre. Lo hemos vivido y lo estamos viviendo. El hombre se encamina hacia el abismo cuando se oscurece en su propio caminar eliminando a quien es la Luz. Por eso tiene mucho sentido lo que afirma el profeta: "Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor. Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita". No es una maldición que hace caer Dios sobre la humanidad, sino que se atrae el mismo hombre al pretender sustituir a Dios. Por el contrario, cuando el hombre mantiene su confianza en Dios y alimenta su añoranza de Él, su deseo de mantener un encuentro personal con Aquel que es la causa de su existencia, sus ansias de intercambiar con la fuente del amor, alcanza la bendición: "Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces; no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde; en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto". Éste alcanza la solidez que da solo el mantenerse unido al que es la fuente, la razón última de la existencia, quien da la savia vital que mantiene a tope todo lo que existe.
Esta unión con el Dios de la existencia tiene el efecto inmediato de desembocar en la unión con los hermanos. Es imposible que no haya este contacto pues al estar todos unidos a la misma fuente, al recibir todos la misma vida y el mismo amor, hace que todos tengan una absoluta cercanía que es coesencial a la propia existencia. No son islas que tienen conexión exclusivista con la fuente. Son todos parte de un mismo conglomerado que se mantiene unido a Él mientras mantenga la unión mutua. Por eso de alguna manera somos todos corresponsables unos de otros. Nadie, mucho menos los más necesitados, los humildes, los pobres, los sencillos, escapan de esta corresponsabilidad que se tiene. Ellos son colocados en las manos de los que más han sido favorecidos para que se hagan cargo. No hacerlo es demostración de su inconsciencia, pues quiere decir que confían más en sí mismos que en Dios, que es quien les ha procurado todos sus bienes y quien ha puesto esta responsabilidad en sus manos. El rico anónimo del Evangelio no se hizo cargo del pobre Lázaro, que estaba a las puertas de su mansión esperando su generosidad. Por ello, en la vida eterna obtuvo lo que en justicia le correspondía: "Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado". Ese rico confió solo en sí mismo -"Maldito quien confía en el hombre"-, y no confió en Dios, como Lázaro -"Bendito quien confía en el Señor"-. Se trata, por lo tanto, de asumir que por encima de todo está el Dios creador y providente, fuente de la vida y de los beneficios de todos, que distribuye sus bienes y los pone en nuestras manos para que seamos sus administradores y no nos creamos superiores a nadie. Solo Dios está por encima y todos simplemente somos sus criaturas, por lo tanto, somos todos hermanos y estamos responsabilizados unos de otros, viviendo en ese mismo amor que Dios derrama. Él pone su amor en nuestros corazones, y quiere que todos respondamos con ese mismo amor que nos da, y que nos amemos entre nosotros de la misma manera que Él nos ama.
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