La conversión es la opción que nos pone Dios al frente para avanzar por el camino de nuestra salvación. Como nos ha dicho a través de Moisés, coloca delante de nosotros la vida y la muerte, y somos nosotros mismos los que libremente optamos. La alternativa es clara. Es plenitud o tragedia, elevación o debacle, iluminación u oscuridad. No es un camino ya determinado o definido, por el que debamos transitar inexorablemente, sino uno en el que somos nosotros mismos los que vamos colocando los ladrillos que iremos pisando y que harán que vayamos adelantando por la opción que hayamos asumido. Cuando optamos por una conversión hacia el amor, la perspectiva es la de la iluminación total, que nos irá conduciendo felizmente a nuestra salvación. Nuestra eternidad, de esta manera, será de absoluta armonía pues estaremos eternamente ante quien es la armonía en esencia. Es la armonía que da el amor de Dios, presente en su gloria eterna, en la que habitaremos quienes optamos por seguir esta ruta de entrega y de amor. Cuando nos convertimos y dejamos atrás toda la maldad que hayamos podido vivir en nuestra vida pasada, se abre para nosotros el panorama de una vida totalmente nueva, marcada por la novedad del amor. El hombre convertido es el hombre nuevo, el que ha dejado atrás el signo de Adán, que es el signo del alejamiento de Dios y la maldad, y ha asumido como propio el signo de Jesús, que es el signo de la bondad, de la redención y de la salvación que Él nos otorga con su entrega y su muerte en Cruz por amor: "Si el malvado se convierte de todos los pecados cometidos y observa todos mis preceptos, practica el derecho y la justicia, ciertamente vivirá y no morirá. No se tendrán en cuenta los delitos cometidos; por la justicia que ha practicado, vivirá. ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado —oráculo del Señor Dios—, y no que se convierta de su conducta y viva?" El deseo de Dios quedaría totalmente cumplido, pues se lograría de ese modo la salvación del que se ha convertido de su maldad. Lo dice Jesús de otra manera: "No necesitan de médico los sanos sino los enfermos".
Aún así, quien ya se ha convertido no puede tampoco de ninguna manera cantar victoria. El hombre, que vive lamentablemente en la oscuridad del "hambre de pecado", debe reforzar con mucha determinación su espíritu, de modo que sienta cada vez menos la atracción por las cosas que lo puedan alejar de Dios. Ninguno de nosotros tiene una "armadura antipecados". Nadie posee el "seguro contra pecados". Por ello, en el camino de la conversión jamás podremos bajar la guardia ni despegarnos de Aquel que ha impulsado en nosotros el cambio que se haya producido. Quien camina por la ruta de la conversión no tiene ya alcanzada la meta. Está avanzando hacia ella. Y no lo está haciendo con un impulso personal, absolutamente individual, por el cual podría presumir de un voluntarismo que alcanzaría su salvación. Lo hace reconociendo con humildad que solo jamás podrá llegar a la meta, por lo cual necesita absolutamente de la fuerza que Jesús le imprime, de la ilusión de saberse salvado por Aquel que pende muerto en la Cruz por amor a él. "Todo lo puedo en Aquel que me conforta". No es su fuerza o su determinación la que alcanzará la meta, aunque sea también necesario poner de su parte. Junto a la fuerza o a la ilusión personal es imprescindible colocar la fuerza superior de Jesús que nos invita a avanzar y nos tiende la mano para que agarrados a Él podamos adelantar realmente. Si no lo hacemos así es muy probable una derrota trágica: "Si el inocente se aparta de su inocencia y comete maldades, como las acciones detestables del malvado, ¿acaso podrá vivir? No se tendrán en cuenta sus obras justas. Por el mal que hizo y por el pecado cometido, morirá". Nadie debe bajar la guardia, pues el camino de la conversión es un camino de retos continuos, pero también de compensaciones continuas. Y tendrá una compensación definitiva en la eternidad feliz junto al Padre. Ante nosotros están los dos caminos. Libremente optamos: "Cuando el inocente se aparta de su inocencia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él salva su propia vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá".
Para Jesús el signo del avance en el camino de la conversión es el no contentarse con los mínimos de exigencia personal o con los formalismos del cumplimiento de la ley. Hacerlo así y contentarse con ello es signo de que no se quiere comprometer en el avance hacia la perfección. Quien se contenta con eso es quien simplemente se considera bueno porque no hace nada malo. Habría que preguntarse hasta dónde está involucrado en el camino del bien quien solo evita el mal, pero no se lanza en la procura del bien propio y del hermano. No basta no hacer lo malo. Hay que apuntar siempre a hacer lo bueno. Y eso requiere valentía y determinación, pues la maldad no se quedará de brazos cruzados. La maldad actúa siempre y con mucha fuerza, por lo cual quien se decide por el bien, siendo activo en oponer la fuerza de la bondad a la fuerza de la maldad, debe asumir que su camino estará muy lejos de ser un camino pacífico y de poca exigencia. Jesús sentencia: "Si la justicia de ustedes no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos". Jesús aborrece los mínimos y nos pide cada vez mayor profundidad en nuestro compromiso. Y a medida que vamos avanzando, nos coloca retos mayores. La santidad es un camino de valientes, de aquellos que están dispuestos a responder siempre afirmativamente a lo que Jesús pone delante como opciones de vida: "Ustedes han oído que se dijo a los antiguos: 'No matarás', y el que mate será reo de juicio. Pero yo les digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano 'imbécil' tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama 'necio', merece la condena de la 'gehena' del fuego". La medida de esa exigencia personal es la delicadeza de espíritu hacia el hermano. No es una opción individualista, sino que debe tener repercusión en la vida comunitaria. Es la vivencia de una verdadera fraternidad la que dará resonancia a la opción personal de conversión. No se trata de ser bueno "hacia dentro". Se trata de demostrar ese ser bueno y de sembrar el bien "hacia fuera". Es el hermano el primer beneficiario de la conversión personal. Es la opción que nos pone Jesús a la vista. Nuestra libertad es la que decide. Ese es el camino que tiene como meta la salvación. Es el único camino que podemos recorrer para salvarnos. No hay otro. Y somos nosotros los que nos decidimos a recorrerlo o no.
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