Servir a Dios desde la condición de discípulo misionero, decidiéndose a seguirlo y a ser signo de su amor en el mundo para todos, tiene consecuencias determinantes. Desde el punto de vista puramente humano pueden ser consecuencias que acarreen enfrentamiento, aislamiento, persecución, indiferencia. Querer mantenerse fiel en esa disposición de discipulado requiere del sujeto el acopio de todas sus fuerzas espirituales para no desfallecer ni caer en la frustración de quien puede llegar a pensar que ese camino no tiene sentido pues no se avizora una compensación. La experiencia de los discípulos es la misma desde muy antiguo. Quien quiera ser fiel discípulo debe asumir que tendrá que enfrentar situaciones contrarias a lo que Dios quiere. Y como añadido, que generalmente quienes se jactan de esas posiciones son hombres o estructuras poderosas que pueden destruir trágicamente cualquier obstáculo que se interponga a su pretensión hegemónica. Un ejemplo claro de esto es la misma vida de los profetas, entre los que destaca Jeremías, perseguido brutalmente por quienes eran confrontados por la palabra que el Señor le ordenaba transmitir: "Venga, tramemos un plan contra Jeremías porque no faltará la ley del sacerdote, ni el consejo del sabio, ni el oráculo del profeta. Venga, vamos a hablar mal de él y no hagamos caso de sus oráculos". Era de tal manera incómoda la palabra que Jeremías hacía llegar a esos personajes, que preferían escuchar otras voces de sacerdotes, sabios u otros profetas, antes que la de él. Y para ello, no importaban los medios. Se sabe que a Jeremías intentan incluso asesinarlo para eliminar el obstáculo que representaba. Jesús, más adelante, le vaticina a los apóstoles que ese será también su destino. Cuando la madre de los Zebedeos se acerca a pedir los primeros lugares para sus dos hijos, Jesús le adelanta que ese lugar corresponde a quien sea capaz de beber su mismo cáliz: "'Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda'. Pero Jesús replicó: 'Ustedes no saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo he de beber?' Contestaron: 'Podemos'. Él les dijo: 'Mi cáliz lo beberán; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre'".
Está claro que la consecuencia puramente humana de la fidelidad acarrea graves dificultades a quien emprende ese camino. Por ello, el discípulo misionero no puede quedarse solo con la contemplación de esta realidad solamente horizontal. Su mirada debe elevarla a una consideración superior, que llene de sentido el asumir un camino tan escabroso. Es necesario oponer lo positivo a lo que aparentemente es solo de signo negativo. Quien asume la responsabilidad de ser signo de la voluntad y del amor de Dios en el mundo debe tener una motivación superior que haga que valga totalmente la pena asumir el ser rechazado, perseguido, aislado, martirizado. Por ello, al elevar su mirada y encontrar en la perspectiva final algo infinitamente mejor y superior a lo que sufre, puede mantener el entusiasmo que lo confirme en su itinerario: "Hazme caso, Señor, escucha lo que dicen mis oponentes. ¿Se paga el bien con el mal?, ¡pues me han cavado una fosa! Recuerda que estuve ante ti, pidiendo clemencia por ellos, para apartar tu cólera". En el panorama que se le presenta a Jeremías está la figura del Dios que lo ha elegido y lo ha enviado, y que además, ha comprometido su palabra con su discípulo. Él nunca quedará solo en su esfuerzo, pues el Señor lo acompañará en todo su caminar, en el cumplimiento de su misión, en la tarea que Él le ha encomendado. Y además, está la promesa de la llegada a la meta final, que es la recompensa de eternidad feliz que da todo el peso positivo que anula y cancela totalmente el signo negativo de la persecución o el martirio. Es exactamente el mismo itinerario que Jesús anuncia para sí, pues los discípulos seguirán las huellas de su Maestro: "Miren, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen; y al tercer día resucitará". Al final, después de la tragedia, viene la gloria. El final es glorioso, pues es el triunfo de la resurrección y de la entrada al lugar junto al Padre.
Es la única manera posible de avanzar en el camino del discipulado. Quien quiera seguir un camino diverso, en el que no exista esta exigencia de acopio de fuerza espiritual para enfrentar la férrea oposición de los poderosos, está deseando algo imposible. Ser fiel a Dios requiere asumir el enfrentamiento que se dará. Jesús mismo se lo dice a los apóstoles: "Los envío como corderos en medio de lobos... En el mundo encontrarán tribulaciones; pero no teman, Yo he vencido al mundo". Por ello, se debe asumir que en el centro siempre estará la figura del Dios con quien se quiere estar eternamente, que con Él estarán el amor y la felicidad que nunca se acabarán, y que será la recompensa de quien quiere vivir en la justicia y en la verdad, siendo auténtico discípulo de Cristo y verdadero signo de su amor en medio de todos. Es querer seguir estrictamente las huellas de Jesús, pues es la única manera de llegar a la misma meta de la glorificación: "Ustedes saben que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre ustedes: el que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor, y el que quiera ser primero entre ustedes, que sea su esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos". El discípulo no se queda solo en la contemplación extática de la figura fulgurante del Maestro. El discípulo da un paso más allá y asume la vida de su Maestro como la propia, asumiendo con ello todo el itinerario que pasa por la vivencia de la vida común de todos, presentando el bien superior que es el amor de Dios, viviendo como ese amor exige, sufriendo la confrontación de los malos que ostentan el poder, y sabiendo que al final del itinerario están los brazos amorosos del Padre que acoge a su hijo y le abre la entrada al banquete del Reino, como el "siervo bueno y fiel" que quiso ser, lo que lo llevó a las puertas del cielo.
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