La promesa que hace Dios a la humanidad la sostiene sólidamente en la esperanza de alcanzar un tiempo mejor, infinitamente superior al que estamos viviendo. Dios no nos engaña jamás, por lo cual podemos tener la certeza de que todo lo que Él anuncia se cumplirá. Tarde o temprano, antes o después, la promesa de la absoluta novedad de vida será una realidad total. Por ello, nuestra mirada no puede quedarse solo en la contemplación del tiempo que vivimos, sino que debe elevarse a la contemplación de aquella situación idílica que nos anuncia el amor de Dios. Si Dios nos anuncia la presencia futura de un cielo nuevo y de una tierra nueva en la que todo sufrimiento y todo dolor dejará de existir, eso pasará realmente. Tenemos que esperarlo, pues Dios ha empeñado su palabra en ello. Esa espera puede correr dos riesgos de los que debemos cuidarnos. El primero, que nos paralicemos en la espera. Si Dios va a hacer todo nuevo, no vale la pena entonces que yo me esfuerce tanto en esta vida. Basta con que me eche a esperar paciente y pasivamente el cumplimiento de esa palabra segura. Nada de lo que yo haga tendrá valor, pues todo desaparecerá, así que no tiene sentido que me agote en ningún esfuerzo. El segundo, que no terminemos de convencernos de que esa palabra se cumplirá y me eche yo al hombro la tarea de la restauración del mundo, como si todo dependiera exclusivamente de lo que yo haga. La solución a esta diatriba la podemos encontrar en San Francisco de Asís, que nos encamina en la ruta correcta: "Hazlo todo como si todo dependiera solo de ti; pero espera en Dios, como si todo dependiera solo de Él". Ciertamente ese cielo nuevo y esa tierra nueva vendrán, pues como ha quedado dicho, Dios lo ha anunciado y Él no nos puede engañar; pero mi actuación es fundamental para echar las bases a la construcción que hará el Señor con su amor y su poder. Es como si mi acción "atrajera" como un imán la obra restauradora de Dios.
Ese anuncio hecho desde antiguo se refiere principalmente a la obra de redención que viene a cumplir Jesús: "Miren: voy a crear un nuevo cielo y una nueva tierra: de las cosas pasadas ni habrá recuerdo ni vendrá pensamiento. Regocíjense, alégrense por siempre por lo que voy a crear: yo creo a Jerusalén 'alegría', y a su pueblo, 'júbilo'". Jesús es quien viene a hacer nuevas todas las cosas, restaurándolas con su obra liberadora, que pasa por su entrega en la cruz y por la resurrección gloriosa. Esa resurrección de Cristo es la resurrección de toda la creación. Así como Jesús recupera su gloria dejada entre paréntesis con el portento de su resurrección, trae consigo a la novedad absoluta de vida al hombre redimido y a la naturaleza rescatada también de las garras de las penumbras. En Jesús se verifica el anuncio glorioso de la obra redentora que hace Isaías: "He sido enviado a anunciar el año de gracia del Señor". Ese año es el que inaugura la nueva etapa de la existencia de todas las cosas en la que comienza el reinado de Jesús, en el que "todas las cosas son puestas como escabel de sus pies". Es un tiempo que abre el abanico de la espera fructífera entre el tiempo del inicio y el de la definitiva instauración del reino de Dios. Es lo que llama San Pablo "tensión escatológica", en el que se da el "ya, pero todavía no". Los signos de esa presencia del reino de Dios entre nosotros son evidentes, pero aún seguimos en una espera dichosa que nos coloca en la certeza de que todo será plenamente restablecido en el amor y en la libertad que Dios inyecta a esa nueva realidad. Al haber sido cada uno de nosotros hecho hombres nuevos por la obra redentora cumplida perfectamente por Jesús, pasamos a ser obreros de ese reino. Nuestra tarea es procurar que ese germen de novedad absoluta se vaya esparciendo por toda nuestra realidad, de modo que esa espera gozosa cunda en todos nuestros hermanos y se vayan convirtiendo ellos también en esos obreros que Jesús necesita para hacer que su reino vaya llegando a todos.
En el ínterin del inicio de la renovación total de la realidad y la instauración definitiva del reino de Dios, con la novedad absoluta, con los cielos nuevos y la tierra nueva, con los hombres nuevos redimidos y elevados en la vivencia plena del amor, que viven en plenitud esa novedad por su unión esencial con Dios y la vivencia de la fraternidad, que son la base de ese mundo nuevo, se darán algunos signos que van desvelando la presencia de esa semilla que irá creciendo. La respuesta que da Jesús a la embajada que envía Juan Bautista a preguntarle si era a Él al que estaban esperando, da la clave de la comprensión de esta verdad: "Vayan, y hagan saber a Juan las cosas que oyen y ven: Los ciegos ven, y los cojos andan; los leprosos son limpiados, y los sordos oyen; los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio". Con Jesús se inaugura el tiempo de la novedad. La renovación de todas las cosas es ya una realidad. Jesús afirma con contundencia, a través de sus obras, "He aquí que hago nuevas todas las cosas". El funcionario real en Galilea fue uno de los que probó esa novedad: "Oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a verlo, y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose. Jesús le dijo: 'Si no ven signos y prodigios, no creen'. El funcionario insiste: 'Señor, baja antes de que se muera mi niño'. Jesús le contesta: 'Anda, tu hijo vive'". Jesús trae consigo el poder restaurador de Dios y lo aplica en cada realidad en la que se ve envuelto. Dios cumple perfectamente su palabra que anuncia la novedad total de todo lo que existe. Su amor y su poder están presentes en el mundo a través de Jesús, que redime con su entrega y rescata todo de la oscuridad en la que estaba envuelto, y la coloca en la realidad luminosa de su amor y su poder. El tiempo de Dios ya ha llegado. Él ya ha iniciado la presencia de esos cielos nuevos y de esa tierra nueva. Nuestro corazón puede sentir el gozo de que de nuevo el Señor ha cumplido su promesa y ha iniciado la renovación de nosotros mismos y de toda nuestra realidad, haciéndose Él mismo "todo en todos".
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