El hombre es un ser naturalmente religioso. Su componente espiritual está siempre añorante de expresiones superiores con las cuales entrar en contacto. Hay en él un hambre insaciable de lo infinito, de lo eterno, de lo que lo trasciende. Sin duda, es la expresión de la semilla de eternidad con la que Dios lo ha creado, pues desde el origen el hombre fue hecho amigo de Dios y en la relación con Él es donde encontrará las mayores satisfacciones, los mayores consuelos, las mayores seguridades, los mejores apoyos para alcanzar sus logros. En cierto modo, esa añoranza de ese ser superior es también un complemento de afectividad, pues siempre espera de él una compensación de amor que difícilmente encontrará en sus iguales. Sabe en lo más íntimo y profundo de su corazón que ese ser superior nunca lo traicionará y siempre demostrará su preferencia por él. Que siempre que recurra a Él encontrará paz y sosiego y hallará la certeza sólida que lo consolidará en su camino. Es a quien puede recurrir en casos de desasosiego y desolación y allí encontrará la serenidad y la paz que necesita para su espíritu atormentado. En el periodo previo de la autorevelación de Dios, el hombre acucioso en la búsqueda de esta realidad superior concluyó que era necesaria la existencia de ese ser superior, que le daba movimiento, orden y armonía a toda la naturaleza. Que todo había surgido de su mano poderosa y se mantenía así por su expresa voluntad. Las sociedades prerevelacionistas se daban a sí mismas esos seres superiores en los que representaban ese trascendente al cual debían rendir honores y pleitesía. Bien podían ser el sol, un gran árbol, una montaña, una gran roca. Al fin, la necesidad de ese contacto con ese ser superior era mayor que su propia representación, por lo cual, en última instancia no importaba mucho cuál era esa representación, sino que sirviera como elemento con el cual tener un puente para unirse a lo infinito. De esta naturaleza original somos todos deudores. Todos buscamos esa relación compensatoria con ese ser superior. Con la autorevelación de Dios, llegamos al culmen de esa realidad. El mismísimo Dios, consciente de esa necesidad absoluta que tenemos, se revela y se nos ofrece, tendiéndonos la mano, desvelando que es Él ese al que todos añoramos y al que queremos ardientemente tender para reposar en sus brazos. Nos ha abierto la fuente del amor eterno e incondicional.
Los hombres queremos que ese Dios sea para nosotros la suma de todas las bondades y providencias. Que sea el que salga siempre a nuestro favor, defendiéndonos de todos los males y reparando todos nuestros entuertos. Y cuando tenemos la sensación de que nos falla, miramos a otra parte, buscando un sosiego inexistente en dioses inferiores que creemos que pueden llegar a suplirlo. Son los ídolos que nos construimos para nosotros mismos, que nos sirven para llenar nuestras apetencias, que se hacen la vista gorda ante nuestras fallas, que vienen a llenar el vacío que creamos nosotros mismos al apartarnos de Dios. Así, colocamos en calidad de dioses las riquezas, el poder, los placeres. Llegamos a colocarnos a nosotros mismos en el egocentrismo exacerbado, la egolatría. Fue la experiencia que tuvo Israel en su periplo por el desierto, al sentir que Yahvé los había dejado solos en su caminar. Dios le dice a Moisés: "Anda, baja de la montaña, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un becerro de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: 'Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto'". Después de haber experimentado el amor y el poder de Dios que se había colocado a su favor en la liberación gloriosa de la esclavitud en Egipto, se atrevieron a mirarse a sí mismos, desviando su mirada de Dios, y cometieron la mayor de las torpezas que se podían cometer. Pusieron su fe en un ídolo construido por ellos mismos, producto de su propia artesanía. Una estupidez de marca mayor. Y lo más triste es que los hombres nos empeñamos en repetir esa misma historia. Los ídolos que nos ponemos son todos hechura de nuestras propias manos. El dinero, el poder, el placer surgen de nosotros mismos. No surgimos nosotros de ellos. Y en nuestra máxima estupidez llegamos al absurdo de poner nuestra vida en sus manos. Criaturas nuestras que pueden desaparecer, y con ellas nosotros mismos, que ponemos nuestra esperanza en ellas. Urge hacerse cargo de esto. Urge que asumamos lo torpes que somos. Urge elevar nuestra mirada y recuperar la añoranza de lo verdaderamente trascendente. Urge dejar a un lado lo que está sobradamente comprobado que es inútil. Urge dejar a un lado los ídolos, dejar de servirles para pasar a servirnos de ellos como debe ser. Urge colocar a Dios, a Jesús, en el lugar que le corresponde, para sentir de verdad la infinita compensación de Aquél que me abre el camino a la eternidad, al infinito, que me sostiene en su amor y me da las fuerzas para avanzar y encontrarme siempre con Él.
Jesús mismo da testimonio de esta obra que Él realiza. No necesita de terceras personas que den testimonio de que Él es ese Dios que llena todos nuestros vacíos, que nos da las mayores compensaciones, que nos libera de todas nuestras penumbras, que colma nuestras ansias de eternidad y de infinito: "Las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, Él mismo ha dado testimonio de mí. Nunca han escuchado ustedes su voz, ni visto su rostro, y su palabra no habita en ustedes, porque al que Él envió no lo creen. Estudian las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no quieren venir a mí para tener vida! No recibo gloria de los hombres". Él no puede ser sustituido por ídolos que de ninguna manera pueden dar testimonio de sí mismos, pues son seres inanimados sin obras de las que puedan presumir. Es una verdadera estupidez intentarlo, como lo hizo Israel, que se había construido a sí mismo ese becerro dorado. ¡Cuántos hombres y mujeres se han construido su becerro dorado, hipotecando su existencia en las manos de esos ídolos que no tienen vida, que no tienen poder, que no tienen amor para dar! Debemos asumir con seriedad la existencia de este único Dios del cual hemos surgido, que ha colocado esa semilla de eternidad en nosotros, que nos ha inyectado las ansias de infinito, pero que lo ha hecho además consciente de que solo en Él lograremos saciarlas, y de que si buscamos en otras fuentes, solo conseguiremos frustración y nos mantendremos añorantes pues jamás podremos llegar a satisfacerlas. Nos creó con ansias de Él, y se pone en nuestro camino haciéndose el encontradizo para que probemos la plena satisfacción de tenerlo, sabiendo que solo su ser, su amor, su providencia y su misericordia son las que nos darán la compensación plena de sabernos en las manos correctas. Todo lo demás nos seguirá dejando en la añoranza y el deseo de plenitud. Solo en Él lograremos satisfacerlas plenamente.
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