Cuando caemos en ciertos extremismos corremos el riesgo de cerrar para nosotros mismos algunos beneficios que podríamos recibir. En referencia a Dios estos pueden ser aún más perjudiciales, pues podríamos estar pretendiendo confinar a un ámbito muy reducido su acción, que quiere beneficiar por amor a todos los hombres. Con base en alguno de esos extremismos destructivos, podríamos llegar a afirmar que Dios es solo Dios nuestro y de nadie más, y por lo tanto, nadie más puede ser beneficiario de sus favores. Es una afirmación con un doble filo muy peligroso, pues de ser en sentido contrario, me dejaría a mí mismo fuera de toda acción benevolente de Dios. Si Dios es de otro y de nadie más, yo no podría ser entonces beneficiado con su obra. En todo caso, hay un extremismo que sí está libre de toda sombra. Sería el que afirma que Dios es nuestro y que también es Dios de todos. Es un extremismo sano, sin cargas negativas, que implica en toda su dimensión la verdad más absoluta que podemos afirmar en cuanto a los beneficiarios de la obra amorosa de Dios: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad", como concluyó San Pablo. Comprender esto nos pone en un doble ámbito favorable: Jesús es el salvador de toda la humanidad, y todos los hombres somos beneficiarios de ese amor de salvación, por lo cual estamos todos misteriosamente unidos unos con otros, formando una unidad que se mueve alrededor de ese Dios de amor. Nos conectamos, así, con el que es la razón de nuestra existencia y de nuestro rescate, y con todos los hermanos que son beneficiados por la obra de redención de Jesús.
Algunos en el tiempo de Jesús llevaron el extremismo destructivo al máximo. No comprendían cómo uno que aparecía como un simple hombre más de entre ellos pudiera ser el enviado de Dios para la salvación de la humanidad. Mucho menos que pudiera ser salvador como lo fue el Dios del Antiguo Testamento, que salvó a la viuda de Sarepta y a Naamán, personajes beneficiados por ese amor infinito de Dios que no se detenía ante la realidad de que estos fueran extranjeros. En la lógica de su pensamiento Dios debía presentarse de manera admirable, casi como en un espectáculo maravilloso, para convencer de su presencia, y debía realizar esa obra de salvación exclusivamente a los miembros del pueblo elegido. Era imposible que un simple hombre del pueblo fuera ese Dios grandioso que venía a salvar. Y llegaron al extremo de despreciarlo y de rechazarlo de tal modo, que pretendieron asesinarlo para quitarlo de en medio y evitar así que siguiera "confundiendo" a los demás. "Todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo". El extremismo los llevó a endurecer su corazón a tal punto que se obnubiló su visión y los sumió en la oscuridad más profunda, lo que les impidió descubrir al Dios que estaba ante ellos procurando incluso su propia salvación. La soberbia, raíz del pecado del hombre, hizo de nuevo una jugada magistral, y logró que los paisanos de Jesús, en lugar de alegrarse por la llegada del tiempo de redención por intermedio de uno de los suyos, miraran más a sus propios intereses y se sintieran ofendidos por las palabras certeras de censura que les dirigía Jesús.
La verdad es que Jesús es el Dios que ha venido a salvar a todos. Es el Dios nuestro y el Dios de todos. El Dios que viene a salvarnos a nosotros y que viene a salvar a todos. Y lo ha venido a hacer desde una situación de humildad en la que, siendo Dios, para quien toda la gloria y toda la magnificencia son naturales, ha preferido colocar todo ello entre paréntesis para aparecer como uno más entre nosotros. Esto no lo entendieron sus paisanos, pues tenían sus corazones endurecidos para recibir el amor que eso implicaba. Por ello, si de verdad queremos ser beneficiarios de la obra redentora de Jesús debemos deponer nuestras actitudes de prejuicio y llenarnos de la humildad necesaria para que ese amor salvador haga su mejor labor en nosotros. Debemos ser extremistas, en el buen extremismo al que nos llama el Dios que se hace hombre para todos. Es el Dios nuestro y el Dios de todos, que se ha hecho hombre para todos, sin dejar a nadie fuera. Y lo quiere ser más para quienes más lo consideren suyo, cercano, sencillo y humilde. Desde esa doble humildad, la reconocida en el Dios que se hace uno más de nosotros y la nuestra que es capaz de tener la mirada limpia para poder descubrirlo en ese sencillo hombre de Nazaret, es que Jesús va a poder realizar su obra maravillosa. Es obra de amor y de ternura, revestida con la mayor sencillez, pero que logra el efecto más maravilloso y portentoso que puede ser imaginado: el perdón de los pecados de toda la humanidad y la salvación de todo el género humano. Unidos en un solo corazón nos acercamos como hermanos para ser rescatados por ese Dios de amor, alrededor del cual orbitamos esperanzados e ilusionados para vivir su amor eternamente.
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