El Evangelio no nos transmite ni siquiera una sola palabra de San José. Solo nos transmite sus actitudes, sus reacciones, sus acciones. Y eso es suficiente para conocer profundamente la intimidad de lo que él es y la riqueza de su ser. Ese "silencio" de José es como una advertencia que nos da él mismo en la que nos dice a todos que se conoce verdaderamente a la persona más por lo que hace que por lo que dice. Que él no se jacta de proclamar a los cuatro vientos lo fiel que es, sino que lo demuestra con los hechos. Que él no publica un decreto de obediencia a las indicaciones divinas, sino que las acata con la mayor disponibilidad. Que su amor a María no lo canta en una serenata al pie de su balcón, sino que hace gala de él no sometiéndola al escarnio público y recibiéndola en su casa como su verdadera y legítima esposa. Que la tarea que le encomienda el Padre Dios como custodio de Jesús y de su madre no es para hacerla pública envaneciéndose de ella, sino para cumplirla con toda fidelidad y responsabilidad desde la actitud más humilde y callada. José nos llama a que huyamos de la tentación de hablar mucho y hacer poco. Ya lo dirá Jesús en el futuro, refiriéndose a los fariseos: "Hagan lo que ellos dicen, pero no hagan lo que ellos hacen". Ellos se jactaban enseñando la justicia que había que cumplir, pero ellos mismos no la cumplían. José hace todo lo contrario. Él cumplió la justicia y eran sus obras las que hablaban. No pronuncia palabra, sino que permite que sus acciones sean las que proclamen la justicia. Ver a José actuando es escuchar a Dios diciéndonos lo que debe ser hecho para ser verdaderamente humilde, fiel, disponible, obediente, responsable, amante. Su silencio no es mudo. Su silencio es locuacidad elocuente, es grito, es palabra pronunciada en voz muy alta, es invitación, es llamada, es indicación para seguir a Dios, para aprender de él a hacer lo correcto, lo que hay que hacer en cada ocasión. El silencio de José no es infructuoso. Muy al contrario, es un silencio inmensamente fructífero, pues sirvió para dar paso a la palabra de Dios que indicaba en cada momento el camino a seguir. Fue signo de la obediencia a rajatabla que sirvió para cumplir perfectamente la tarea que Dios le encomendaba, de llevar adelante a esa Sagrada Familia, lo cual completó hasta el momento de su partida. En esa misma actitud de silencio y de humildad, sin aspavientos, desaparece. Cumplió su tarea y se retiró sin ruido. Así es el fiel al extremo.
José es de esa estirpe anunciada de David. Descendiente del gran rey elegido por Dios para mantener la casta real en el trono de Israel: "Ve y habla a mi siervo David: 'Así dice el Señor: Cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, yo suscitaré descendencia tuya después de ti. Al que salga de tus entrañas le afirmaré tu reino ... Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siempre”. Por José se asegura la ascendencia davídica de Jesús, y se cumple así que de esa descendencia de David surgiría el retoño que salvaría a Israel. Y se asienta aún más allá, pues José es descendiente de Abraham, de quien todos somos hijos, a quien se le prometió la bendición total en su descendencia: "La promesa está asegurada para toda la descendencia, no solamente para la que procede de la ley, sino también para la que procede de la fe de Abrahán, que es padre de todos nosotros. Según está escrito: 'Te he constituido padre de muchos pueblos'; la promesa está asegurada ante aquel en quien creyó, el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe". José representa como un sumario de toda la historia de la salvación, por cuanto en su persona confluyen la promesa hecha en el Antiguo Testamento en la descendencia de los grandes personajes como Abraham y David, y el cumplimiento que se da en la encarnación del Verbo en el seno de María, a la que se le invita a acoger como legítima y fiel esposa, asumiendo la maravilla que está sucediendo en ella, lo cual es punto culminante de esa historia, pues es la entrada del Mesías salvador, de lo cual él es instrumento principal que permite y facilita que se dé.
José no es grande por sí mismo. Jamás pretendió serlo. Está muy lejos de él la posibilidad de ser admirado por algo que haya dicho o a lo que haya dado publicidad, pues nunca lo hizo así. Una cualidad que destaca en él es la de la humildad. Por esa humildad fue prudente y se dejó llenar de la intuición divina. Por ser humilde y prudente recibió de Dios la sugerencia para actuar ante lo que sucedía con María y su promesa de matrimonio, aparentemente rota por una supuesta infidelidad. Estuvo disponible ante Dios y fue obediente aceptando a María en su casa, entendiendo que lo que estaba sucediendo escapaba de las simples explicaciones humanas. Por ser humilde entendió que la actuación divina escapaba de todo razonamiento. Era extraordinaria. Esa obediencia fue la clave de su conducta también en los otros momentos en los que Dios se dirigió a él. Por ella, fue a Egipto, estuvo allí hasta que pasó el peligro que pendía sobre el niño y regresó a Nazaret. Todo, por indicación expresa de Dios que se comunicaba con él. En la casa de Nazaret seguramente ejerció su papel de esposo y padre fiel. No podía ser de otra manera en quien siempre demostró con su conducta querer hacerlo todo según la voluntad divina, siguiendo esas indicaciones superiores. Si Dios le había encomendado una tarea, ésta debía ser cumplida en total perfección, asumiéndola con la mayor responsabilidad y con el mayor amor. Esa tarea de cuidado extremo de José por sus dos seres más amados, Jesús y María, sigue siendo su emblema. Por eso hoy lo veneramos como Santo Patrono del cuerpo místico de Cristo y de aquella de la que la Virgen es imagen: La Iglesia. Patrono universal que, desde el silencio y la humildad que le son característicos, se sigue ocupando de ella y la sigue conduciendo por los caminos seguros que la llevan a avanzar hacia el encuentro del Padre Dios, ante el cual toda la historia culminará.
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