Si entendiéramos el cristianismo como si fuera una nación, como lo define San Pedro -"Ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable"-, y asumiéramos que ella tiene su Constitución para regir su vida social y política, podríamos adelantarnos a decir que en ella bastaría solo un numeral en el que apareciera una sola consideración: "Somos una nación que ama y es amada". De ese único numeral surgirían todas las demás consideraciones pertinentes para que esa nación bendita lleve adelante su vida cotidiana. Desde el amor brotarían absolutamente todas las normativas que enriquecen, que ordenan, que sustentan la vida social de la nación y el intercambio entre sus ciudadanos. Quien se rige por esta única norma procurará siempre en su vivir cotidiano el bien para sí y para todos los demás, con lo cual sobrarían las prohibiciones o los límites, pues estos estarían dictados por lo que el amor exige y lo que ese mismo amor promueve para el bien de todos. "Amar es cumplir la ley entera", afirma San Pablo. O dicho de otra manera: "La perfección de la ley es el amor". De este modo, entendemos que toda normativa social que pretenda regular la vida en comunidad y procure que una sociedad avance en el logro del bien común, debe tener su sustento sólido en el amor. Por ello, el ejercicio de la política tiene un reclamo continuo en la motivación del amor. Un político es auténticamente tal en la medida que se sienta motivado a procurar el mayor bien para la mayor cantidad de gente posible, porque en lo más íntimo de su ser está impulsado por el amor que siente por los suyos. La política no es la persecución de prebendas personales o grupales, la procura de llenar intereses particulares, el ejercicio de un poder despótico, el modo de llenar las arcas propias o del grupo personal. Esa es la negación de la política. Quien se embarca en el ejercicio de la política, debe entender que su motivación última es el amor concreto y práctico hacia la comunidad de la cual es servidor.
Jesús nos enseñó justamente esto. Lo más importante en la vida de los hombres es la experiencia del amor enriquecedor hacia Dios y hacia los hermanos: "El primer mandamiento es: 'Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser'. El segundo es este: 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo'. No hay mandamiento mayor que estos". No existe nada más importante que la vivencia del amor. Amar a Dios por encima de todo es respetarlo y respetar lo que nos dice, sabiendo que tiene un valor más apreciable que el de cualquiera de los tesoros más valiosos. No se trata de un amor idílico en el que no haya una experiencia práctica. El amor es lo más práctico que existe. Si no tiene su concreción en acciones específicas se queda solo en un idealismo estéril, un romanticismo propio de las novelas bobaliconas, un enamoramiento ingenuo que desarraiga de la propia realidad. Amar a Dios es reconocerlo en su infinita superioridad, en la insuperable realidad de su inteligencia y su bondad, en la verdad inobjetable de su infinito amor que lo ha motivado a crearnos y a proveer todo para que nuestra existencia se mantenga en el tiempo y en el espacio procurando que tengamos a la mano todos los bienes que necesitamos. Es poder mirarlo con los ojos confiados de quien se sabe amado infinitamente, pues de Él solo obtenemos su ternura que es infinita y está por encima de nuestra infidelidad y de nuestra rebeldía. Es el Dios del cual brota solo comprensión y misericordia, que no se deja llevar por la ira o la venganza: "Curaré su deslealtad, los amaré generosamente, porque mi ira se apartó de ellos. Seré para Israel como el rocío, florecerá como el lirio, echará sus raíces como los cedros del Líbano. Brotarán sus retoños y será su esplendor como el olivo, y su perfume como el del Líbano. Regresarán los que habitaban a su sombra, revivirán como el trigo, florecerán como la viña, será su renombre como el del vino del Líbano". En Dios no existe el impulso dañino y destructivo que es tan natural en nosotros al sentirnos ofendidos. En Él surge la paciencia y la misericordia, que tiende la mano para procurar el arrepentimiento y esperar ilusionado el retorno del ofensor a sus brazos de amor. Por eso, desde nuestro corazón no debería surgir sino solo amor, agradeciendo todos los bienes que de Él obtenemos y compensando con lo único con lo que podemos satisfacerlo, que es con nuestro amor.
Ese amor que debe ser acatado como norma social del cristiano no debe surgir solo hacia Dios. Debe tener también su expresión manifiesta en el amor hacia los hermanos, con la medida del amor a sí mismo. Será este amor incluso el que descubra la medida del amor que se le tiene a Dios. Lo entendió muy bien San Juan cuando nos dijo: "Quien dice que ama a Dios a quien no ve, pero no ama a su hermano a quien ve, está mintiendo". Y ese amor al hermano debe ser demostrado en las obras en favor de cada uno. No puede ser un amor paralizante que busque solo el no procurarle algún daño. Ya eso es bueno, pero no es suficiente. No basta con evitar hacer el mal, es necesario apuntar a procurar siempre el bien para los demás, como lo procuraría para mí mismo. Esta es la norma necesaria y suficiente para regular la vida social y lograr una experiencia de vida comunitaria en la que todo avance hacia el bien común. Una sociedad en la que todos compitamos por lograr el mayor bien para el mayor número posible de hermanos, como lo dice San Pablo, "competir en procurar el bien a los demás por amor", es la sociedad ideal. Dejando a un lado la procura exclusiva del bien para sí mismo, todos apuntamos a procurar el bien para todos. De ese modo nadie queda fuera de los beneficios. Debe apuntarse siempre a enfrentar el egoísmo en el que nos quieren sumir obligatoriamente. Si estamos viviendo en una sociedad que nos encierra cada vez más en nosotros mismos, que nos empuja a pensar únicamente en nuestras propias necesidades, en no mirar a nuestro alrededor sino solo hacia dentro, por lo cual no podremos llegar a descubrir las necesidades de los hermanos que son cada vez mayores y más destructivas, nuestra fe, nuestra pertenencia a la nación santa de Jesús, nuestra Constitución, nos invitan a quitarnos la venda que nos encierra en nosotros mismos y a estar prestos a descubrir las necesidades de los hermanos para salir presurosos de nuestro encierro y procurar el bien que los ayude a salir de su indigencia. Este amor es la norma básica de nuestra vivencia cotidiana. Es el sello que nos identifica, del cual debemos hacer gala con orgullo.
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