El itinerario de la conversión que se nos propone a todos y que abarca la vida entera de los cristianos, tiene unas características propias muy evidentes, sin las cuales no se podría llamar propiamente conversión. En primer lugar, requiere de quien emprende este proceso, dar ese primer paso con convicción y con la disposición de mantenerse esforzadamente en él. La conversión no se da en un momento de la vida. Es todo un camino que se transita y en el cual se debe avanzar sin descanso ni desfallecimiento. Nadie puede invocar para sí el haber logrado ya estar convertido. Es un absurdo. En todo caso, quien emprende este camino, lo máximo que puede afirmar es que ha iniciado este proceso y está avanzando en él. Ese avance se verificará por los signos externos de aceptación de Dios en la propia vida, de abandono y entrega a su voluntad, de vivencia más intensa de la fraternidad en el amor, de cambios radicales en la conducta y en el pensamiento que darían un giro para asimilarse cada vez más a los de Dios. La conversión, dirían los griegos, es la "metanoia", es decir, ir más allá de las fronteras del propio pensamiento y de las propias opiniones para asumir las que son mejores que las mías, como serían las de Dios. La conversión, de esta manera, requiere del discernimiento comparativo entre el tamaño de la bondad de mis cosas y el tamaño de la bondad de las cosas de Dios. Es evidente que cuando se hace este discernimiento con seriedad y responsabilidad, la única conclusión posible es que lo que ofrece Dios es, con mucho, mejor que lo que yo vivo, por lo cual yo estaría prácticamente constreñido a aceptar lo de Dios para mí, en vez de mantenerme obstinadamente en lo mío. Sin embargo, no significa esto que iniciar la conversión sea el inicio de un camino en el que se pierda la libertad. Al contrario, la libertad se confirmaría y se solidificaría, pues desde ella se estaría decidiendo uno por el bien mayor, lo cual es precisamente el concepto exacto de libertad. El paso de decisión lo estaría dando yo mismo, aceptando, después de discernir, que ese sería el mejor camino. La libertad es la capacidad de decidirme entre bienes, eligiendo el mayor.
En segundo lugar, la conversión tiene un actor principalísimo y protagonista que jamás puede quedar fuera. Además del sujeto que inicia su proceso de conversión, actúa esencialmente Dios. Él está en ese camino presentando su bien, que es el bien mayor, animando a tomar la decisión a su favor, llenando de ilusión al emprender el camino, poniendo a la mano las herramientas necesarias para avanzar en el proceso. Y además, dejando bien claro cuál será el resultado final para quien toma el itinerario de su conversión: "Lávense, purifíquense, aparten de mi vista sus malas acciones. Dejen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien. Busquen la justicia, socorran al oprimido, protejan el derecho del huérfano, defiendan a la viuda. Vengan entonces, y discutiremos —dice el Señor—. Aunque los pecados de ustedes sean como escarlata, quedarán blancos como nieve; aunque sean rojos como la púrpura, quedarán como lana. Si saben obedecer, comerán de los frutos de la tierra". El resultado de la conversión es la amistad íntima y profunda con Dios, es la cercanía absoluta a su amor que se convierte en perdón y en misericordia, es sentarse a la mesa del banquete a comer de los mejores frutos de la tierra que pondrá Dios al alcance de quien llegue a la meta. Es evidente que Dios espera de quien emprende el itinerario de su conversión la autenticidad y la transparencia, lo cual queda siempre al descubierto en su presencia. Es absurdo pretender engañar a Dios, que todo lo sabe, aparentando una conversión inexistente. Así lo deja claro Jesús: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: hagan y cumplan todo lo que les digan; pero no hagan lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen". Para Jesús es repulsiva la actuación de escribas y fariseos, quienes pretendían ser la medida de la perfección, pero que interiormente no guardaban en ningún modo la proporción con su propia realidad. Por ello, Dios deja bien claro cuál será el final de sus vidas: "Si rehúsan y se rebelan, los devorará la espada -ha hablado la boca del Señor-".
En tercer lugar, debe darse en el proceso de la conversión una significación clara y evidente del progreso que se vaya logrando. Los signos deben ser inequívocos y tienen que ver con la vida fraterna, con la vida de comunidad. La conversión no es un acto individualista, que quede en el entorno de la intimidad del sujeto. Partiendo de esa intimidad en la que se da el encuentro con el Dios de amor, debe tener una consistencia tal que colorea incluso la vida social y el entorno humano de quien está en el proceso de la conversión. Si el sujeto se ha decidido por seguir a Dios pues la bondad que ofrece ese camino es superior a la bondad que percibía él en su vida, debe haber entendido que el mismo Dios vive esa bondad en la entrega amorosa a los hombres. Cada hombre del mundo existe por un gesto de amor de Dios, por lo cual se debe entender que para Dios el hombre está siempre en el primer lugar de sus preferencias. Más aún, si ese Dios no solo es la causa final de la existencia de cada hombre, sino también de su salvación, cada sujeto que está en el proceso de la conversión debe entender que la salvación de sus semejantes debe ser también su prioridad, al punto de que debe llegar a apreciar esa salvación tanto como la apreció Dios que fue capaz de entregar a su propio Hijo a la muerte para alcanzarla. La entrega por el hermano debe ser una característica que haga propia el que avanza en la conversión. La referencia no es él mismo. La referencia es Dios y, más concretamente, Jesús: "En esto conocemos el amor: en que Jesús dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestras vidas por los hermanos". Y eso debe destacarse en cada momento de la vida personal. No se trata únicamente de la muerte física, sino de la muerte a sí mismo. Es dejar que en el primer lugar de las opciones siempre estén Dios y los hermanos: "El primero entre ustedes será su servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido". El que inicia su conversión y quiere avanzar en ella con pie firme debe apreciar el bien de Dios como el bien mayor, añorar el premio que Él ofrece a quien avanza hasta llegar a la meta, y dar los signos verdaderos y auténticos de esa conversión viviendo una fraternidad cada vez más profunda y marcada por la caridad y el amor de Dios.
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