Todas las palabras de San Pablo en sus Cartas son impresionantes. Su doctrina fue el catecismo original de los cristianos de los primeros años, pues sus enseñanzas venían a llenar un vacío que se presentaba en la comprensión práctica de las palabras de Jesús y de la misión que los cristianos tenían que realizar en su mundo. El envío de Jesús al mundo estaba más que claro. Los cristianos sabían muy bien que tenían que ir al mundo a predicar el Evangelio a todas las criaturas. Pablo, concretamente, con sus enseñanzas, les aclaró a los cristianos cómo hacerlo efectivamente...
Su principal enseñanza estriba, quizás, en su insistencia en hacerse uno con Jesús. "Vivo yo, mas ya no soy yo... Es Cristo quien vive en mí...", "Sean imitadores míos, como yo lo soy de Cristo". El cristiano, antes que nada, debe ser otro Cristo. Lo comprendió perfectamente Tertuliano, entre los primeros escritores cristianos en lengua griega, cuando dijo: "El cristiano es otro Cristo". Se trata de la sacramentalidad perfecta que debe haber en cada hombre y en cada mujer que acepta a Cristo como su Salvador y que lo integra a su ser como el sentido de su vida. El cristiano es sacramento de Cristo, es decir, en su corporalidad, en su materialidad, debe percibirse una presencia infinitamente mayor, espiritual, divina: la de Cristo...
En esa misma línea, después de aclarar lo que debe ser la esencia del cristiano, su íntima identificación con Jesús, su sacramentalidad, eleva esa consideración al ser de la Iglesia. Ella no es más que el mismo Cristo en el mundo. La Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo, y cada cristiano es miembro integrante de ese Cuerpo. Más pequeño o más grande, más o menos importante, más o menos visible, cada cristiano cumple una función absolutamente imprescindible en el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia... Existe, por tanto, una conexión íntima y misteriosa entre todos los cristianos. Desde la Redención de Jesús nadie puede reivindicar un absoluto aislamiento ante los demás. El individualismo o egoísmo vital es totalmente negado... Existe una imbricación entre los miembros de la Iglesia que no puede ser jamás soslayada...
La identificación del cristiano con Cristo y con su Iglesia es de tal profundidad, que la presencia de Cristo en el mundo y en su misma Iglesia, está como "amarrada" a la buena disposición de cada cristiano. Cristo ha querido, voluntariamente, que las cosas sean así. Por la obra del cristiano, Él se hace o no presente en el mundo. Por lo que haga cada cristiano, estará o no actuando la Iglesia en el mundo. El cristiano es presencia y acción de Cristo y de su Iglesia en el mundo...
Es en ese sentido que se debe entender la frase de San Pablo: "Completo en mi carne los dolores de Cristo por su Iglesia". Lo primero que viene a la mente es: ¿Es que acaso faltó algo a la pasión de Cristo? ¿Fue incompleta la pasión de Jesús? ¿Se necesita algo más para lograr la Redención del hombre y del mundo? Sin la doctrina de la sacramentalidad de San Pablo, esas preguntas son absolutamente pertinentes. Pero, a la luz de esa misma doctrina, podemos entrar en la comprensión plena de esas afirmaciones.
Los cristianos debemos unirnos a la pasión de Jesús por la Iglesia. No porque sea necesario que completemos lo que ya está completo, lo que ha sido realizado a la perfección por Jesús, sino porque esa pasión de Cristo se sigue dando en cada hombre y en cada mujer que sufre. Es la pasión de Cristo la que le da sentido pleno a esos sufrimientos. Más que completar la pasión de Jesús, entonces, uniéndose a Jesús en los sufrimientos de su pasión y de su Cruz, los cristianos le estamos dando sentido pleno a los propios sufrimientos. Le estamos dando un sentido plenificante, que, en cierto modo, estaría dando una sensación de "satisfacción" a los sufrimientos. Uniéndolos a los de Jesús, los hacemos redentores. Uniéndolos a los de Jesús, les damos utilidad, evitando de esa manera caer en el vacío existencial del sufrimiento sin sentido...
La encarnación del Verbo lo hizo asumir a Él toda la realidad humana, con todas sus consecuencias, incluyendo los dolores y hasta la muerte. No asumió el pecado porque éste no forma parte de nuestra naturaleza original creada por Dios. El pecado fue un "añadido" del mismo hombre a su ser... De esa manera, la realidad humana fue elevada a la condición divina en Jesús. La humanidad, nuestra naturaleza humana, fue enriquecida y elevada a la categoría divina cuando el Verbo asumió nuestra condición. Y así, cualquiera de nuestras experiencias. En efecto, también el sufrimiento fue elevado por Jesús a lo divino. Quien sufrió la pasión fue el hombre que era Dios. Quien murió en la Cruz fue el hombre que era Dios. De esa manera, desde la pasión y muerte de Cristo, todo sufrimiento humano ha sido elevado a la categoría divina. El dolor dejó de ser una realidad sólo humana, para pasar a ser una realidad también divina, al asumirla Cristo....
Por eso, cuando el hombre sufre, lo menos que debe pensar es que cae en el vacío, en el absurdo. Si sólo nos preguntamos el porqué del dolor, quedaremos siempre en la insatisfacción. Ninguna respuesta nos satisfará: "Porque somos pecadores, y el dolor es consecuencia del pecado"; "Porque somos contingentes y frágiles, por lo tanto nos deterioramos y sufrimos". Son respuestas reales, pero que dejan insatisfechos.... Desde la pasión de Jesús, la pregunta que debemos hacernos no es: "¿Por qué el dolor?", sino: "¿Para qué el dolor?" Y cuando descubrimos la respuesta en el valor redentor de los sufrimientos de Cristo, en la utilidad infinita que tuvieron sus dolores, que sirvieron para perdonar los pecados de toda la humanidad, podemos entender perfectamente lo que le da sentido a nuestros sufrimientos. Uniéndolos a Jesús, haciendo bueno el ser presencia suya en el mundo, hacemos que también nuestros dolores sean redentores. Los hacemos infinitamente valiosos, pues son sufrimientos de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia. Nuestros dolores son dolores redentores, y podemos hacerlos riquísimos, evitando así perder el inmenso tesoro que tenemos en la ocasión del sufrimiento. No se trata de ser masoquistas, de disfrutar en el dolor. Se trata de asumir una realidad que es absolutamente posible, que se dará casi con toda seguridad en nuestras vidas, la del dolor, para convertirla en ganancia, en vez de dejar que sea pérdida...
El dolor nos diviniza. Desde que el dolor fue asumido por Jesús al extremo de llevarlo a la muerte, cada hombre y cada mujer tiene la posibilidad, por ser sacramento de Cristo, de hacer de su dolor, unido al de Jesús, elevación. Así como Cristo fue elevado en la Cruz en el extremo de su sufrimiento hasta la muerte, también cada cristiano que sufre es elevado como Jesús, es divinizado. Por eso, hay que intentar siempre ver el dolor como una posibilidad de realización y no simplemente como algo que resta sentido a nuestra propia existencia. Nos enriquecemos, no perdemos su inmenso valor, lo ponemos a producir... No dejemos pasar esa riqueza que el mismo Dios ha colocado en nuestro caminar por este valle de lágrimas y de redención...
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