En el tiempo de Jesús no había cámaras fotográficas. Estaban muy lejos de ser inventadas aún... Pero Jesús, experto en humanidad y en la búsqueda de medios para dar a conocer a Dios y a su amor a los hombres, se las ingenió para darnos un retrato perfecto del Padre misericordioso...
Nos describe a Dios como aquel personaje al que se le escapa una oveja de las cien que tiene, y deja las noventa y nueve a buen resguardo para salir a buscar a la perdida, hasta que la encuentra. Y como a la mujer a la que se le pierde una moneda de las diez que posee, y enciende una lámpara y barre toda la casa para buscarla hasta que la encuentra... Ambos se alegran inmensamente al encontrar lo que buscaban. Y no pueden contener su alegría, y se buscan a sus amigos y vecinos para compartirla. Jesús dice una frase impresionante, por lo que implica de esperanza para el pecador que se quiere arrepentir: "Hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse"... ¡Es tremenda esta frase! ¡Los pecadores arrepentidos damos más satisfacción al Padre que el que se ha mantenido siempre fiel en su casa! ¿Cómo es posible esto?
La explicación es muy lógica, aunque es también impresionante. El que es fiel, en cierto modo, está seguro en las paredes de la casa del Padre. El pecador está fuera. Y es añorado, es deseado. Es el pecador quien ha motivado la encarnación del Verbo. Es quien ha provocado la promesa antiquísima (los expertos la llaman el "Protoevangelio", el "Primer Evangelio"), que hace Yahvé delante de la serpiente que llevó al abismo a Adán y a Eva: "Pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; y un descendiente de ella te pisará la cabeza". Promesa que Yahvé cumplió a la perfección, al enviar a su propio Hijo, nacido de María, para lograr el rescate de los hombres de aquel abismo en el que ellos mismos se habían sumergido... ¿Cómo no se va a alegrar Dios, entonces, cuando uno de aquellos a los que quiere rescatar de esa oscuridad, gracias a la obra de su Hijo, se pone en camino para encontrarse de nuevo con su misericordia, con su perdón, y se abraza entrañablemente a Él? ¡Se logra así lo que Dios mismo quiere, y se cumple el plan que Él mismo ha diseñado para el rescate de cada hombre y de cada mujer de la historia que se ha alejado de Él! ¡Es la culminación de su obra! ¡Para eso envió a su Hijo! ¡Y para eso su Hijo aceptó la encomienda!
Dios no puede actuar de otra manera, pues su esencia es el Amor. Y el amor es piedad, es misericordia, es acogida, es rescate. Si Dios es Amor, Dios es Perdón. Dios no puede negarse a sí mismo. Su misericordia siempre estará por encima de su ira, de su justicia. Nada podrá rebasar la infinitud del amor de Dios. Por eso, el pecador arrepentido tiene en su manos un poder que puede jactarse de ser, si se me permite afirmarlo casi heréticamente, mayor que el poder de Dios: El de su arrepentimiento, que logra la trasmutación de la ira de Dios por su perdón, por su misericordia, por su ternura entrañable... ¡Qué impresionante el poder que puede tener el pecador en sus manos! ¡Su máxima debilidad al pecar, su propia destrucción y ruina, puede trastocarse en un poder que es mayor que el de la justicia y la ira de Dios, pues al arrepentirse hace que Dios desista de dar el escarmiento, para sólo acoger, amar, perdonar, abrazar y besar! "Hagamos fiesta, pues este hijo mío estaba muerto y ha resucitado, estaba perdido y lo hemos encontrado", dice el Padre, que es Amor, que es Misericordia, que es Perdón...
¿Cómo podemos los hombres no acercarnos a este misterio de amor y de perdón? ¿Cómo podemos eximirnos de tener esta experiencia que debe ser la máxima en ternura, en delicadeza, en amor, del Dios que en su esencia más íntima y profunda es Amor? Experimentar este abrazo de amor que Dios da al pecador arrepentido es la vivencia más profunda, más compensadora, más entrañable, más íntima, que podemos tener de Dios. Y es la manera de tener el mejor conocimiento de quién es Dios. Dios se ha acercado al hombre para darle su amor, para decirle que que es capaz de olvidar todas las afrentas que haya realizado para darle su perdón, que ha llegado al máximo de esa intención dándole a su propio Hijo para que muriera en la Cruz como gesto definitivo de compensación, de satisfacción, para que tuviéramos ese perdón añorado. Que el mismo Hijo aceptó entregarse hasta el fin en la demostración más fehaciente y tangible del amor que Dios tiene al pecador, y que está dispuesto a lo que sea para alcanzar su arrepentimiento y su acercamiento. Que hará lo inimaginable para poder encontrarse con él, saliendo de carrera, para abrazarlo y besarlo, apenas vea un atisbo de acercamiento y de arrepentimiento en ese pecador...
No nos neguemos a tener esa experiencia de amor, de abrazo con el Dios misericordioso. No dejemos de tener la experiencia de conocer el verdadero rostro de Dios, que es el del perdón, el de la cercanía con el pecador arrepentido, el del amor. No tengamos de ninguna manera prejuicios, temores o desconfianzas en el perdón de Dios. Cualquier pecado, así sea el más grande que nos podamos imaginar, será siempre menor que el amor de Dios, que es infinito... Y tampoco le impidamos a Dios tener Él mismo su experiencia de fiesta. El arrepentimiento del pecador, el acercamiento a pedir el perdón, a vivir la misericordia infinitamente tierna del Padre, representa la Fiesta de Dios. Dejemos a Dios tener su Fiesta de alegría, por el perdón que puede dar a quien se acerca arrepentido... Seamos los hijos pródigos que se dan cuenta de su indigencia al alejarse de Dios y añoran experimentar el bienestar de la Casa del Padre de nuevo, y se acercan para recuperarlo. Y son los invitados de honor en la Fiesta de Dios, que es fiesta de perdón, de misericordia, de amor...
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