La predicación del cristiano no es cualquier cosa. En primer lugar, es un mandato de Cristo, ante el cual no se pueden buscar excusas. Claramente, antes de ascender al cielo, Jesús dejó una orden: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará..." Para los discípulos de Jesús no hay alternativa. O evangelizamos, o evangelizamos. Evidentemente, aunque sea un mandato, Cristo no quiere de ninguna manera violentar la libertad que Dios regaló a todos. Queda la posibilidad de refutarse a hacerlo, pues Dios es soberanamente respetuoso del don que nos ha regalado en nuestra libertad. Negarse, en todo caso, no va contra Él, sino contra nosotros mismos, pues nos negamos a vivir la inmensa dignidad de ser portadores de la noticia de salvación que Jesús vino a traer al mundo. Nos hace, de esa manera, ejecutores de la obra que Él mismo realizó. Nos hace, sin haber tenido ningún concurso en ella, actores de su obra redentora. La dignidad del cristiano, en este caso, es la de ser considerado por el mismo Jesús como apto para llevar adelante su propia obra, la que Él realizó, salvando a la humanidad. De alguna manera, nos hace con Él, salvadores de nuestros hermanos... Por nuestra libertad podríamos eximirnos de vivir esa dignidad al refutar el mandato de Jesús. No suena, realmente, muy inteligente de nuestra parte...
En segundo lugar, la predicación es consecuencia de una vida. Cierto que podemos pronunciar palabras hermosas en referencia a la obra de Jesús, para darla a conocer a los demás... Existen hombres y mujeres que son realmente elocuentes en su palabra y presentan sus argumentos muy válidamente... Pero, lamentablemente, muchos de estos no hablan "con autoridad", como reconocían los judíos contemporáneos de Jesús cuando oían sus discursos: "Este habla como quien tiene autoridad"... Y la razón era muy sencilla: Jesús sustentaba perfectamente sus enseñanzas en una vida de coherencia con lo que predicaba... No había en Él un hablar "de memoria". Su experiencia era la que dominaba en su discurso. Si invitaba al amor, la invitación surgía de un corazón que había demostrado inmenso amor y compasión por el hombre. Ese que hablaba de fraternidad, de perdón, de compasión, era el mismo que se había dolido de la gente que andaba "como ovejas sin pastor", el que se preocupó de que quienes lo escuchaban tuvieran que comer y para ello multiplicó los panes y los peces, el mismo que vio a la viuda de Naím traspasada de dolor por la muerte de su único hijo y lo resucitó para que su madre tuviera una inmensa alegría, el mismo que entregó su Cuerpo y su Sangre en la Última Cena para que los hombres tuvieran el alimento espiritual que necesitaban para avanzar sólidamente en sus vidas, el que desde la Cruz pidió al Padre que no tuviera en cuenta el pecado de los que lo asesinaban porque "no saben lo que hacen"... Al predicar Jesús no hacía más que mostrar su propio corazón a los hombres. Y cuando invitaba de palabra, les mostraba con hechos lo que pedía que imitaran...
La predicación, sin duda, es un hecho comprometedor. Es un mandato, pero también es un desnudarse delante de todos. Por el Bautismo hemos sido hechos apóstoles de Cristo. Y eso se acentuó al recibir la fuerza del Espíritu en nuestra Confirmación. Los bautizados hemos sido hechos discípulos de Cristo, hijos de Dios, hermanos de todos los hombres, para tenerlos a cada uno como responsabilidad propia. No podemos deshacernos de ese compromiso. Los demás son responsabilidad nuestra. Están en nuestras manos para llevarlos a la salvación, mediante la vivencia del amor, de la compasión, de la fraternidad, de la solidaridad. Tenemos que hacer práctico el amor que Jesús quiere que reciban todos con nuestras acciones propias, a imitación de las que realizó Cristo en su vida terrena. De lo contrario, estaremos traicionando nuestra propia esencia, la que fue elevada en nuestro bautismo a la dignidad de discípulos y apóstoles de Jesús. Y estaríamos refutándonos de ejercer la altísima dignidad que nos concede Cristo al poner su propia obra en nuestras manos, encomendándonos que la hagamos llegar a los demás.
A esto se suma la necesaria veracidad que deben tener nuestras palabras, que deben estar sustentadas en una vida buena. Pablo dice: "Los que se hayan distinguido en el servicio progresarán y tendrán libertad para exponer la fe en Cristo Jesús"... El servicio que distinga al predicador, al evangelizador, es el mejor aval para la credibilidad del mensaje que se transmita. Y aún más: dará la libertad para poder predicar con absoluta frescura, con lozanía, con convicción... Es necesario predicar no sólo con una palabra convincente, hermosa, cierta. Es imprescindible hacerlo, además, con coherencia, con transparencia, con apoyo en el testimonio vital... ¡Cuántos son los que quieren erigirse en maestros, pero lamentablemente no son testigos! ¡Cuántos en la Iglesia son incoherentes, predicando el amor pero guardando rencores, odios y suspicacias! ¡Cuántos proclaman la fidelidad a Dios y a los hermanos, desde la propia infidelidad que los acusa! ¡Cuántos exigen honestidad y pulcritud en el manejo de los bienes, viviendo una vida de corrupción y de deshonestidad, no sólo con bienes materiales, sino también en otros órdenes de la vida! ¡Cuántos claman por la Verdad desde la mentira en la que ellos mismos viven, llegando incluso a justificarla por nimiedades! ¡Cuántos "se duelen" porque no se ama a Dios por encima de todas las cosas, y a la primera oportunidad sustituyen al único Dios por cualquier ídolo que les dé placer o alegría momentáneos! Estamos invadidos, lamentablemente, por incoherencias en la evangelización. Por eso, muchas veces el mensaje de amor de Cristo no es aceptado por nuestros hermanos... Escuchamos demasiado frecuentemente: "¿Yo ir a misa, rezar o acercarme a la Iglesia como fulanito o fulanita, que se la pasa en eso, dándose golpes de pecho a cada rato, pero en su casa, en su trabajo, en su vida personal, es un desastre? ¡No, mi amor!"...
Por eso Pablo insiste en "distinguirse en el servicio", es decir, en ser coherente con lo que se predica de palabra. Toda nuestra vida debe ser una predicación continua. Es más elocuente nuestra vida que nuestra voz. Servir es el sentido de la vida del cristiano. Si no entendemos esto, no sabemos lo que es ser cristiano. Un cristiano que no sirve es la nulidad total y absurda... Y más allá, tener conciencia de nuestra coherencia, saber que no hay quiebres en nuestra vida, que no hay contradicciones, nos da la sensación de ser verdaderamente libres para poder anunciar a Jesús. ¡Qué sensación tan agradable la de predicar aquello que estás viviendo! ¡Que agradable es poder desnudarse delante de todos y que vean lo que realmente eres, sin tener necesidad de estar ocultando nada que te haría avergonzarte! ¡Esa es la verdadera libertad, la que le da frescura a tu vida, la que la llena de vientos renovadores, la que le da alas a tus palabras para que se asienten en el corazón de todos los hermanos!
Esto es lo que necesitamos "para exponer la fe en Cristo Jesús". Que no haya nada que nos lo impida. Que seamos auténticos servidores del amor a nuestros hermanos, prestándoles el mejor servicio posible, que es hablarles de Jesús, de su amor, de su salvación, de su justicia... Y eso, desde una palabra convincente, sustentada por un testimonio de vida valiente y sin quiebres, que ha asumido a Jesús y su Reino como su vida propia...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario