Contemplar la vida de los Apóstoles es contemplar a aquellos hombres que estuvieron con Jesús en la relación más cercana e íntima que ser humano, fuera de sus padres José y María, pudieron haber tenido con Él... Para quienes queremos ser seguidores de Cristo, se erigen en un modelo que produce santa envidia. ¡Qué cosas hermosas no habrá vivido quien estuviera con Jesús en esos tres años de su ministerio público! ¡Qué maravillas pasaron ante sus ojos! ¡Cuánto no daríamos nosotros por haber tenido esa misma experiencia, para entonces poder fundarnos más sólidamente en nuestra fe! Seguramente no habría en nosotros tantas dudas, tantas debilidades, tantas fallas... Seguramente, si hubiéramos tenido las mismas experiencias que ellos, tendríamos una fidelidad extrema, sólida, incólume, inmutable...
¡Qué equivocados estamos! La fidelidad no se funda en haber presenciado los milagros de Jesús. No se basa en haber convivido con Él físicamente durante tres o más años, o menos... Los milagros de Jesús se repiten cotidianamente. Las Palabras de Jesús las escuchamos una y otra vez. Y son las mismísimas que pronunció delante de los Apóstoles. La vida de Jesús, esa de la que los Apóstoles fueron testigos de primer orden, la conocemos al dedillo... Ellos mismos se encargaron de hacérnosla llegar... Si es así, ¿entonces qué es lo que nos haría ser fieles a Jesús? ¿Qué necesitamos para tener una fe inquebrantable, para poder seguir con verdadera solidez los mismos pasos de Jesús, los que siguieron los Apóstoles?
¿Es que acaso en los Apóstoles no hubo dudas, debilidades, cuestionamientos? ¿Es que acaso ellos fueron un dechado de fidelidad extremo? En absoluto... Entre ellos encontramos las más variadas reacciones ante la figura de aquel Hombre, en el que descubrieron luego que estaba Dios, que se presentó siempre maravillosamente enigmático. Cierto que las Escrituras habían vaticinado que vendría un enviado de Dios a liberar al pueblo. Cierto que Isaías había anunciado ese misterioso personaje, "el Hijo de Hombre", que vendría con poder y gloria, a emprender una lucha contra los poderes del mal... Cierto que ese personaje misterioso del futuro se confundía con "el Siervo Sufriente de Yahvé", que asumía todos los sufrimientos sobre sus hombros, pero que rescataba al pueblo con sus propias llagas... "Por sus llagas hemos sido curados"... Pero es también cierto que entre tanta confusión, el final de todos los vaticinios era un final de victoria, de derrota de los adversarios, de liberación de los oprimidos... "El Espíritu del Señor está sobre mí, y me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres, la liberación a los oprimidos y a los afligidos el consuelo..." La presencia de Jesús no podía ser sino el cumplimiento de esa gesta histórica y victoriosa anunciada por Dios a través de los Profetas... ¡Este que los había reunido, no podía ser otro sino aquél en el que se cumplía el futuro tantas veces prometido por Yahvé!¡Vale la pena seguirlo y esperar a que esa obra de Dios se lleve a cabo!
Los Apóstoles vivían la llamada "tensión escatológica", la espera de la llegada inminente del Salvador. Los tiempos que corrían eran ya de cumplimiento. En el ambiente se respiraba un clima de realización... Tanto, que algún tiempo después de que los Apóstoles habían iniciado su seguimiento de Jesús, alguno de ellos le preguntó: "Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el Reino de Israel?" O sea, "¿Ya va a darse el momento en que Israel derrotará al Imperio Romano, cuando vamos por fin a ser ese pueblo poderoso y vencedor que tantas veces se ha anunciado?" Para los Apóstoles, en su limitada comprensión, al parecer no había otro Imperio al que vencer, no había otro poder fuera del militar o político... Algunos de ellos en un principio comprendieron la obra del Mesías sólo exteriormente... ¡Y eso que fueron testigos primigenios y privilegiados!
Se necesitó la experiencia posterior al lado de Jesús para que se aclararan bien las ideas. Necesitaron ver a Jesús sufriendo la Pasión y la Muerte para que se hiciera la luz completa en ellos. Para los que seguían al Mesías militar y político, el que iba a derrotar a las fuerzas invasoras, tuvo que haber sido un golpe tremendo... Ese en el que habían puesto sus esperanzas, estaba allí pendiendo inerme de una Cruz... ¡Qué decepción! Pero no... En ese momento se hizo la luz total, plena, esclarecedora. La liberación era en un sentido integral. Las Escrituras no habían engañado, sino que habían sido mal comprendidas. Por supuesto que las injusticias, la humillación de los débiles, la liberación de la miseria formaban parte del plan.... Pero no era EL plan. No se agotaba en eso. De otra manera, hubiera sido un simple plan sociológico para el cual no se necesitaba la presencia del mismísimo Dios. La cosa era mucho más profunda. No bastaba luchar contra el mal, contra la injusticia social, contra la miseria, contra la esclavitud. Había que luchar contra las causas de ellas. Contra lo que se había asentado en el corazón del hombre y lo había hecho "malo", al extremo de atentar contra sí mismo y contra los hermanos... Había que luchar contra la soberbia, contra la vanidad, contra el egoísmo... Había que luchar contra la ausencia, o mejor, contra la expulsión de Dios, de las propias vidas... Había que restablecer la unión con el Dios del amor, la fraternidad humana, la caridad. Había que aclarar que el Amor es la clave de la felicidad y no la absoluta autonomía que prescinde de Dios y que lleva a la explotación del hombre por el hombre...
Cuando Jesús le dijo a Mateo: "Sígueme", éste lo dejó todo para seguirlo. Vio un panorama distinto que se abría al que había vivido hasta ese momento. Pedro escuchó: "Te haré pescador de hombres"... Pablo escuchó: "¿Por qué me persigues?"... Otro escuchó: "El Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza"... Y todos, entusiasmados, dijeron: "¡Hemos encontrado al Mesías!"... Sólo Judas Iscariote, a última hora, se echó atrás... Pero los demás, por encima de dudas y sufrimientos, se decidieron a seguirlo con fidelidad, a pesar de las pruebas en contra... No fue sencillo ese seguimiento. Tuvo que pasar por muchísimas pruebas, por muchísimas persecuciones, por muchísimas dudas, por muchísimas veces de tener ganas de claudicar...
No nos llevan ninguna ventaja los Apóstoles. Al contrario, ellos sufrieron en primera persona la debacle de Jesús. Ellos tuvieron las razones más sólidas para haberse ido, cuando lo vieron derrumbarse totalmente bajo el peso de la Cruz y luego clavado en ella, muriendo ignominiosamente... A nosotros nos ha llegado el cuento completo... No por partes, como lo fueron viviendo ellos. Nosotros sabemos el final de la historia. Ellos la fueron escribiendo y viviendo paso a paso... Para ellos Jesús les fue demostrando que la fe no es triunfalismo, sino que es un triunfo sobre sí mismos, que es tener la capacidad de dejarlo todo, como lo fueron haciendo ellos, incluso los propios pensamientos, las propias seguridades, las propias fortalezas, para fundarse únicamente en la seguridad que Él prometió, que era como un salto en el vacío, sabiendo que son sus manos las que están en el fondo esperándonos para no dejarnos caer estrepitosamente...
Mateo lo dejó todo para irse con Jesús. No sólo su riqueza de recaudador de impuestos, no sólo el banquillo en el que se sentaba para esquilar a los israelitas... Dejó sus pensamientos, sus actitudes, sus conductas, que eran, sin duda, mucho más valiosos que las monedas que ganaba. Y lo hizo porque percibió en ese Jesús algo grande, que estaba oculto misteriosamente, pero que él percibía que era infinitamente mejor que lo que tenía hasta ese momento... Y así podemos hacer todos y cada uno de nosotros. ¿Qué estamos dispuestos a dejar en las manos de Jesús? ¿Qué estamos dispuestos a abandonar para ganar el tesoro escondido, para ganar la perla preciosa? Pensemos... Eso que Jesús ofrece es infinitamente mejor que lo que tenemos. No seamos tontos, aferrándonos inútilmente a una riqueza inferior, a los despojos, cuando podemos tener las máximas ganancias. Ya está demostrado. Estar con Jesús es, con mucho, lo mejor... En la oscuridad del misterio así lo descubrieron los Apóstoles. Y hoy son columnas de la Iglesia en el cielo, viviendo en una eternidad feliz que ya nadie les arrebatará...
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