Somos hijos de lo tangible. Para nosotros, hombres del S. XXI, la realidad se acerca hecha ya evidencia. Al extremo de que tenemos mentes prácticamente positivistas, pues en nuestra cotidianidad aceptamos como real sólo aquello que podemos tocar, que podemos experimentar, que podemos ver con nuestro propios ojos. Somos herederos de aquel Santo Tomás, que dijo: "Si no lo veo, no lo creo..." En cierto modo, esta actitud tiene su punto positivo, pues nuestra corporalidad exige lo corporal. Y así nos creó Dios, seres materiales, que necesitamos de lo material, de lo tangible, para existir. Nuestra materialidad se sustenta en lo material. Y Dios ha provisto que eso esté bien cubierto para todos. Al crearnos en el último día de la creación, ya había hecho el mundo que sustentaría nuestra existencia. Y lo colocó en nuestras manos para que viviéramos holgadamente. Nos creó como último ser existente y nos colocó en el primer lugar, poniéndonos en el centro y dándonos todo lo anteriormente creado para que lo domináramos... Todas las cosas creadas fueron puestas a nuestro servicio.
El pecado del hombre consistió en el trastocamiento de ese orden establecido por Dios. De servirnos de lo creado, pasamos a servir a lo creado. De ser reyes de lo existente, pasamos a ser esclavos de ello. Los Obispos en Puebla lo resumieron perfectamente: "El pecado mortal consiste en absolutizar lo no absolutizable". Hemos hecho absoluto lo que es relativo, sustituyendo al único Absoluto, a Dios. Y al absolutizar aquello, nos hemos puesto a servirle y a adorarle, descentrándonos completamente y coloreando nuestra vida con el absurdo. Dejar de absolutizar a Dios, el único Absoluto, ha quitado el sustento de la vida, el más sólido, el incólume, el único que le daba estabilidad. Al colocar como fundamento de nuestras vidas lo mutable, lo relativo, nuestra vida está sometida a los cambios, a la relatividad total, a la mutación continua. Hemos preferido la inestabilidad a la estabilidad y la solidez..
Y en esta locura en que hemos convertido nuestra vida, nos hemos creído que estábamos haciendo lo mejor. Hemos escuchado la voz de la serpiente que sedujo a Adán y Eva, creyendo que desvinculándonos del Absoluto, podríamos a llegar a ser como Él, y que estaríamos a su misma altura. La realidad es que no hay más Absoluto. Que por más que lo relativo, incluyéndonos nosotros mismos, se empeñe en hacerse absoluto, no tiene esa capacidad. Lo inferior jamás tendrá la capacidad propia de hacerse superior por sí mismo, a menos que Aquello superior se la done y lo haga encumbrarse por encima de sí mismo. Esto último fue lo que pasó en la Redención. El Superior, Dios mismo, el Esencialmente Absoluto, dio a lo relativo, es decir, al hombre, la capacidad de hacerse como Absoluto, como Dios, en el arrebato máximo de amor. Nos ha elevado a su categoría divina al redimirnos, nos ha hecho morada suya, nos ha identificado con Él, regalándonos la categoría divina. Por eso, Pablo pudo decir: "Vivo yo, mas ya no yo, es Cristo quien vive en mí". Es un reconocimiento que nace, no en la jactancia de lo que se ha logrado por sí mismo, sino en el reconocimiento de lo que se ha logrado gracias al don que Dios nos ha regalado y ha colocado en nosotros...
Por eso, para llegar a estas alturas en las que el hombre siempre ha querido estar, paradójicamente, es condición indispensable, reconocerse incapacitado de hacerlo. Es necesario acercarse con humildad a ese misterio que es Dios, reconociéndose infinitamente inferior a Él y totalmente necesitado de su don para llegar a hacerse uno con Él. También lo entendió perfectamente Pablo al decir: "Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque entonces residirá en mí la fuerza de Cristo". La única manera de hacerse como Él es reconocerse incapaz de serlo. Es la paradoja de lo Absoluto, puerta de entrada para la concesión amorosa de la capacidad que no se tiene...
Nos acercamos con reverencia al misterio de Dios, reconociendo que nuestro ser no es sólo material. Que hemos sido creados también seres espirituales. Reconocemos que nuestra realidad no se agota en esta cotidianidad, sino que se eleva infinitamente cuando se desprende del "peso" de lo material que le impide su vuelo. Reconocemos que somos cuerpos espirituales o espíritus encarnados, es decir, que poseemos lo mejor de ambos aspectos, de ambas realidades, porque así nos lo ha querido conceder nuestro Creador... Pero reconocemos también que el disfrute pleno de nuestra realidad corporal y espiritual está en el mantener en perfecto equilibrio a las dos. En que sepamos servirnos de lo tangible con la objetividad necesaria para poder discernir y concluir que ello debe elevarnos hacia Dios, hacernos progresar, hacernos mejores, hacernos profundizar en nuestra condición de seres comunitarios. En que sepamos elevar nuestra mirada añorando lo superior, la vida eterna feliz, el abrazo interminable e infinito en el amor con nuestro Dios... El perfecto equilibrio se dará exclusivamente cuando sepamos tener los pies bien puestos sobre la tierra, sirviéndonos de todo lo creado, amando a Dios y a los hermanos, pero elevando nuestra mirada a lo trascendental, a lo eterno, a lo superior, añorando ese futuro para vivirlo eternamente...
Nos acercamos a ese misterio que es Dios. Es el misterio de la Jerusalén celestial, de la Ciudad de Dios, que empezamos a construir, ladrillo a ladrillo, en el día a día, en el aquí y el ahora. Es el misterio que resumirá toda nuestra vida y la colocará a los pies de nuestro Dios. Es el fruto de nuestra humildad, del reconocimiento de que lo tangible, siendo esencial para nuestras vidas, es sólo esencial cuando hacemos consciente su relatividad. Las semillas que sembremos ahora, con consciencia, con humildad, con denuedo, con inmenso amor, darán sus frutos en el futuro. Y será cosecha de eternidad sólo si somos humildes, reconociendo que eso tangible es necesario, pero no absoluto...
Aunque seamos hijos de lo tangible, somos más hijos del Absoluto. Viviendo en medio de lo material, apuntamos a lo espiritual, a lo eterno, a lo intangible. Necesitando de lo temporal, nuestra meta es la eternidad. No entorpezcamos nuestro itinerario, absolutizando lo que no es absolutizable, aunque sea importante...
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