La historia de Israel es una historia de encuentros y desencuentros, de fidelidades e infidelidades, de premios y castigos... Desde su elección como pueblo, hecha la alianza de Yahvé con Abraham, al que Dios exigió que dejara sus seguridades, pasando por la portentosa liberación de la esclavitud en Egipto y la entrada en la Tierra prometida, hasta la deportación y la posterior recuperación de Jerusalén como ciudad santa, simbolizada por el hecho maravilloso de la reconstrucción del Templo, percibimos a grandes rasgos lo que es la historia de la misma humanidad en su relación con Dios...
En esa historia hay personajes radicalmente fieles al Señor, que no dejan ver jamás un atisbo de alejarse de Él. Los hay que, habiendo sido extremadamente fieles, en un momento se dejan llevar por sí mismos, por las voces de la soberbia, y le dan la espalda a Dios. Y, como es natural, existen en esa historia los que jamás fueron conquistados por el amor de Yahvé... Del otro lado de entre los protagonistas de esta historia nos encontramos con Yahvé, que jamás dejó de ser fiel a su pueblo, que jamás dejó de amarlo, que siempre tuvo tendida su mano a los israelitas para que se tomaran confiadamente de ella. Destaca sobre todo, el empeño de los escritores sagrados por mostrar los rasgos "humanos" de Yahvé, al describir su ira por las infidelidades del pueblo, su dolor, su decepción (actitudes extremadamente humanas, "antropomorfizaciones" -dirían los sabios-, con las cuales poder comprender algo de las reacciones divinas), pero inmediatamente hacen brillar la actitud realmente divina, que es la del perdón, la de la reconciliación, la de la misericordia, la de la comprensión, la de la exculpación justificándolas por la libertad y la debilidad del hombre... Muchas veces encontramos a Yahvé "arrepentido del castigo que había decidido dar a Israel"...
Y, como decíamos, en esta historia del pueblo de Israel, descubrimos la historia de la humanidad, la historia del hombre concreto... En cada instante de esa historia, tenemos, por un lado, a Dios que está siempre del lado de la humanidad. Es el Dios Creador de todo y de todos, que en el inicio de cada historia personal espera confiadamente que cada uno le sea verdaderamente fiel. Que le demuestra su amor cotidianamente al hombre, con los milagros diarios que hacen salir el sol para iluminarlo, que hacen surgir el oxígeno para su respiración, que lo llenan de ideas en su mente para emprender proyectos nuevos, que dan vigor a sus músculos para llevar adelante sus obras... Que lo mira siempre como su criatura predilecta, por la cual fue capaz de llegar al extremo de donarle a su propio Hijo para que ofreciera el sacrificio póstumo al entregarse a la muerte para servir de propiciación por sus pecados... Que luego de la gesta redentora sigue ofreciendo su amor reconciliador y llamándonos a todos a vivir como hermanos... Y de la otra parte, en los mismos instantes de esa historia, encontramos al hombre que se toma amorosamente de la mano de Yahvé, y que se deja conducir por Él y por su amor, que realiza acciones heroicas en favor de sus hermanos en nombre del amor, que lucha por construir un mundo mejor basado en la vida y en la justicia que ofrece Dios. Y junto a ellos, encontramos hombres que "se cansaron" de ser fieles a Dios y prefirieron la suerte de los malos "a los que todo les sale bien y la pasan mejor que los buenos", que se dejan ganar por su soberbia, por su materialismo, por su egoísmo, por la idolatría absurda de las cosas, del poder o del placer, y se dejan embaucar por los "cantos de sirenas" del mundo, y se van hacia las tinieblas... Y a los que, con culpa propia o sin ella, jamás escuchan la llamada del amor de Dios y viven su vida simplemente como "criaturas predilectas", pero no como "hijos de Dios"...
Pues bien, en esta historia la presencia del Dios reconciliador es y será eterna. Es la misma presencia del Dios que movió el corazón de Ciro, Rey de Persia durante la deportación de Israel, para permitirle al pueblo volver a Jerusalén y reconstruir su Templo. Y que puso todo a la disposición del pueblo para que esa reconstrucción llegara a buen término... ¡Qué alegría la de Israel al ver su Templo, símbolo de la presencia de Dios en medio de ellos, reconstruido! Ese fue un signo inequívoco de que Dios no se había olvidado de ellos. De que a pesar de los "castigos" que habían sufrido por sus infidelidades, la misericordia, como expresión del amor infinito de Dios, no la habían perdido... De que Dios no se había olvidado de ellos y, al contrario, se había valido incluso de un "pagano" para hacerles ver que Él seguía allí, amándolos, demostrando su preferencia por sus elegidos, llevándolos a la plenitud de su felicidad... Ese Dios es el mismo de hoy. El que nos ve a cada uno "deportado", fuera del camino de la salvación, entregado a placeres, egoísmos, soberbia, materialismo... idolatrías... Añorantes, quizás inconscientemente, de algo más, de algo superior... Pensando que la realidad no se puede agotar en "esto que vemos y tocamos", sino que tiene que haber algo más, que dé la plenitud, que dé la felicidad mayor...
Y Dios se vale de lo "pagano" para eso. Los hombres se cansan de lo que viven. Se dan cuenta de que su añoranza no se sacia con lo horizontal. Es lo "pagano" los que los convence de ello. Llega un momento en que el mismo hombre se da cuenta de que la vida entera no puede consistir sólo en eso... Llega el momento de la reconstrucción del Templo interior...
Reconstruir el Templo interior significa echar abajo todos los añadidos indeseables a lo que Dios colocó en el origen. Y poner de nuevo lo que lo hace hermoso, lo que hace vivible, lo que lo hace divino... Los hombres necesitamos sacar de nosotros todo lo que no es de Dios. Debemos expulsar los odios, los rencores, las suspicacias, las injusticias, la falta de solidaridad... Debemos poner freno y encaminar bien las pasiones desenfrenadas. Debemos poner nuestra esperanza en lo que es absoluto y no en lo que es pasajero. Y debemos poner en la base de nuestro Templo, de nuevo, a Jesús. Él es "la piedra que desecharon los arquitectos y es ahora la piedra angular"...Debemos poner las paredes de las virtudes teologales de la Fe, la Esperanza y la Caridad; la vivencia de los valores más sólidos; la experiencia de los principios constructores de una sociedad mejor. Debemos poner en el techo de todo, como defensa sin la cual no podemos vencer, al amor: el amor de Dios por nosotros, que saldrá siempre a nuestro favor, como lo ha demostrado en toda nuestra historia; nuestro amor a Él, que nos motiva siempre a serle fiel, a valorarlo como lo mejor que podemos experimentar, a sentirnos preferidos por encima de todo, incluso por encima de nuestro propio pecado; y el amor a los hermanos, que nos hará entregarnos en el servicio desinteresado a todos, buscando para ellos los bienes superiores, los más valiosos, todos los bienes, lo cual revertirá en beneficio de nosotros mismos...
Sí es posible reconstruir nuestro Templo interior. Dios mismo está de por medio para hacerlo posible. Y donde esta Dios y su amor, nada es imposible... Sólo se necesita que nos decidamos a dejarnos reconstruir y a poner nosotros mismos nuestro aporte para lograrlo portentosamente...
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