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miércoles, 16 de junio de 2021

Que brille la luz de Cristo desde nosotros al mundo

 El evangelio del 3 de marzo: "Cuando recéis, no uséis muchas palabras" -  Evangelio - COPE

El Señor nos hace siempre la llamada a la humildad, a la entrega y al servicio. No dejará nuca de hacerlo, por cuanto es condición desde que somos sus criaturas amadas, para avanzar en el camino de la felicidad que nos tiene reservada. Su deseo más profundo es el de que seamos felices, llenos de su amor eterno, y apuntando con ilusión a alcanzar la meta de la plenitud. Ese es el verdadero camino de la felicidad y no existe una alternativa distinta. Por eso, una y otra vez insiste sobre el mismo punto. En nuestra comprensión y en la asunción de este hecho está el sentido de nuestra vida. En medio de sus situaciones tan variantes, aun de las que más nos pueden trastocar, siendo experiencias a veces terribles de dolor y sufrimiento, de enfermedad y de desprecio de los hermanos, de las mayores injusticias que podamos sufrir, de las experiencias de miseria y destrucción personales o de las que podamos ser testigos, debemos siempre reponernos, pues sabemos que no pueden ser situaciones que Dios desee para nadie. El hecho del respeto solemne que Dios tiene por la libertad que nos ha concedido como seres creados a su imagen y semejanza, nos hace a todos esa mala jugada, pues todo lo ha dejado a nuestro arbitrio, y ni siquiera Él puede hacer nada contra ello. Nos sorprendemos, pues ante un Dios que sin duda es todopoderoso, asistimos prácticamente a la confesión de su debilidad total ante la libertad que ha cedido al hombre, dejándose llevar por su inmenso amor por la criatura. Más que confesión de debilidad sería entonces de su poder, que es capaz de respetar, cuando lo más sencillo para Él sería forzar a que las cosas se den todas en un sentido positivo, con ausencia de sufrimiento y de dolor. Él sabe que aun cuando tenemos en nuestra genética la bondad natural, ella ha sido envenenada por la tragedia del pecado y del gen del mal, que nos hace tanto daño a todos. Si nos rendimos ante él, seremos inexorablemente siempre vencidos. Pero si nos dejamos llenar de su fuerza de espíritu, tenemos la seguridad de la victoria, pues Él nunca se dejará vencer sin luchar ni trasladar a nosotros esa misma fuerza suya.

En este sentido, la comprensión de los primeros anunciadores del amor de Dios al mundo en Jesús, fue la de la asunción de su absoluta necesidad de abandonarse a sí mismos, sin poner su confianza en ellos, sino abandonando toda pretensión de personalismo, aun cuando aparentemente fuera lícito, pues lo que debía brillar era Jesús, su amor y su salvación, y su deseo de que esa salvación que había procurado no fuera eclipsada ni por asomo por tentaciones de individualismos estériles. Si era necesario ceder el paso a la voluntad amorosa de Jesús, había que hacerlo sin dudarlo un instante. Es el reconocimiento de la extrema debilidad por nuestra condición de criaturas. Saber que aun cuando somos capaces de cosas extraordinarias, que incluso pueden llegar a ser cada vez mayores, no nos podemos atribuir a nosotros lo que corresponde a su amor y a su poder. De tal manera, que en ese reconocimiento encontremos incluso nuestro sosiego, pues lo dejaremos todo en las manos amorosas de nuestro Dios que siempre inspirará lo mejor para sus hijos. Por ello, San Pablo fue capaz y sabio al abandonar completamente su voluntad a las inspiraciones de Dios en favor del pueblo al que amaba entrañablemente. Sabía muy bien qué era lo mejor para ellos, y se postergó a sí mismo en favor de su bienestar, sabiendo que lo que ofrecía Dios era con mucho lo mejor. Pudiendo alzarse con su personalidad, con sus conocimientos, con su deslumbrante manera de ser, siempre consideró mejor lo del Señor: "Hermanos:¡Ojalá me tolerasen algo de locura! Aunque ya sé que me la toleran. Tengo celos de ustedes, los celos de Dios; pues los he desposado con un solo marido, para presentarlos a Cristo como una virgen casta. Pero me temo que, lo mismo que la serpiente sedujo a Eva con su astucia, se perviertan sus mentes, apartándose de la sinceridad y de la pureza debida a Cristo. Pues, si se presenta cualquiera predicando un Jesús diferente del que les he predicado, o se propone recibir un espíritu diferente del que recibieron, o aceptar un Evangelio diferente del que aceptaron, lo toleran tan tranquilos. No me creo en nada inferior a esos súper apóstoles. En efecto, aunque en el hablar soy inculto, no lo soy en el saber; que en todo y en presencia de todos se lo hemos demostrado. ¿O hice mal en abajarme para elevarlos a ustedes, anunciando de balde el Evangelio de Dios? Para estar a su servicio tuve que despojar a otras comunidades, recibiendo de ellas un subsidio. Mientras estuve con ustedes, no me aproveché de nadie, aunque estuviera necesitado; los hermanos que llegaron de Macedonia atendieron a mis necesidades. Mi norma fue y seguirá siendo no serle gravoso en nada. Por la verdad de Cristo que hay en mí: nadie en toda Grecia me quitará esta satisfacción. ¿Por qué?, ¿porque no los quiero? Bien sabe Dios que no es así". El amor de Dios en el corazón de Pablo era su último y su único motor.

Esa postergación de sí mismo es la clave de comprensión para hacerse anunciador del amor. No hay otro camino, sino solo el de abandonarse totalmente, en criterios y en voluntad, al arbitrio de Dios. No se debe buscar hacerse brillar a sí mismo, sino que se debe apuntar a que sea el Señor el que brille. Al fin y al cabo, es su luz la inmarcesible, no la nuestra. Nuestra luz, en muchas ocasiones, logrará el efecto contrario, pues es luz de criatura, no de fuente, y llevará más bien la oscuridad que no seremos capaces jamás de cubrir, a menos que sea luz que adquiramos de Aquél que es la fuente de toda iluminación. Seremos luz que valga la pena si llegamos a ser verdaderos reflejos de la luz de Cristo y la de su amor. No por nosotros mismos, que solo lograremos, si nos quedamos aislados, sin echarnos nosotros mismos a un lado, oscurecer siempre el panorama. Y no es que no sea importante lo que podamos hacer, pues Jesús nos ha dejado el mundo como tarea, pero eso importante no es lo que nosotros hagamos, sino lo que Él hará a través de nosotros, abandonados a su amor: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 'Cuando recen, no usen muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No sean como ellos, pues su Padre sabe lo que les hace falta antes de que lo pidan. Ustedes oren así: 'Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal'. Porque si perdonan a los hombres sus ofensas, también los perdonará su Padre celestial, pero si no perdonan a los hombres, tampoco su Padre perdonará sus ofensas'". Es la parte que nos corresponde: sucumbir al amor a Dios y a los hermanos, haciendo desaparecer nuestras apetencias en función de la transparencia, de la fraternidad, del amor mutuo. Es a lo que estamos llamados: a desaparecer nosotros mismos a fin de que aparezca Jesús y su amor desde nosotros. Camino de justicia y de amor, por el cual debemos transitar sin dudar para alcanzar la felicidad verdadera.

martes, 15 de junio de 2021

Que todo lo que demos por amor se convierta en nuestro tesoro

 :: Archidiócesis de Granada :: - “Cuidaos de no practicar vuestra justicia  delante de los hombres para ser vistos por ellos”

Cuando el que se hace solidario con el prójimo deja salir su deseo de bienestar hacia el hermano necesitado, y tiende su mano para extender y compartir sus bienes con él, realmente no está dando nada de su tesoro material, sino que está recibiendo la mayor de las bendiciones divinas, por cuanto su gesto se transformará inmediatamente en compensación amorosa del Dios que es infinitamente generoso. Dios no se deja ganar nunca en generosidad. Es imposible, pues Él es el generador de todos los bienes, es el dador de todos los beneficios, todo lo que existe está en sus manos y lo reparte abundantemente entre todos sus hijos. Nada hay que poseamos los hombres que sea exclusivamente nuestro, por lo cual nunca podemos exigir ningún derecho sobre nada. Ciertamente todo lo creado ha sido puesto en nuestras manos, y nos ha sido donado por el amor divino para que nos sirva como instrumento que nos acompañe en el camino hacia la plenitud a la que somos convocados todos. En este sentido, somos solo administradores de los bienes que pertenecen a nuestro Dios, por lo cual no podemos ufanarnos de poseer nada, sino de ser receptores de las dádivas amorosas que Dios quiere que lleguen a nuestras manos. Ni siquiera el hombre más pobre sobre la tierra puede reclamar el ser abandonado por Dios en este sentido. Por supuesto, en esta conciencia es muy importante captar lo que está en la base. En primer lugar el amor de Dios por nosotros. Y en segundo lugar, pero no por eso menos importante, nuestra esencia comunitaria, que es marca que nunca dejará de caracterizarnos. Al crearnos, el Señor no solo nos regaló lo creado, sino que nos hizo el regalo de cada uno de nuestros hermanos, a los cuales debemos servir y amar. Esto es parte de nuestra esencia y jamás dejará de serlo. Somo inexorablemente seres sociales, y en nuestras manos está el procurar que nuestro mundo sea lo mejor posible, cada vez más justo, más fraterno y más humano.

En nuestro mundo, donde hay tantas señales trágicas de materialismo y de individualismo, donde asistimos a la extensión de una miseria inhumana, a todas luces antievangélica, pues está muy lejos del ideal del amor y de la fraternidad diseñado desde el origen por Dios, urge que los hombres de bien, particularmente los que viven en el ámbito del amor divino, asumamos nuestra responsabilidad. Los signos de egoísmo son terribles, y no llegan solo a la necesidad material de bienestar al que todos tienen derecho. No se puede quedar el hombre en la contemplación autosatisfactoria del engorde de sus propias barrigas, de sus propiedades, de sus cuentas bancarias, de su prestigio, de su poder, de su dominio sobre los más débiles, considerándolo incluso como grandes logros personales, emborrachado en los regalos autoreferenciales. Es la negación de lo más elementalmente humano. También el león está orgulloso de su poder como rey de la selva. Y no por eso es más humano. Esa autoreferencialidad es la destrucción de lo más elemental del hombre, pues su marca es la vida en común, asumiendo el problema del mundo injusto como problema que lo involucra directamente. Un mundo más justo, más solidario, más fraterno, es urgentemente necesario. Y está en nuestras manos poder alcanzarlo: "Hermanos: El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; el que siembra abundantemente, abundantemente cosechará. Cada uno dé como le dicte su corazón: no a disgusto ni a la fuerza, pues Dios ama 'al que da con alegría'. Y Dios tiene poder para colmarlos de toda clase de dones, de modo que, teniendo lo suficiente siempre y en todo, les sobre para toda clase de obras buenas. Como está escrito: 'Repartió abundantemente a los pobres, su justicia permanece eternamente'. El que proporciona 'semilla al que siembra y pan para comer, proporcionará y multiplicará su semilla y aumentará los frutos de su justicia. Siempre serán ricos para toda largueza, la cual, por medio de nosotros, suscitará acción de gracias a Dios'". Dios ama al que da con alegría, y esa alegría la traslada a quien se siente responsable de sus hermanos. Siempre habrá quien necesite más que nosotros. Y será siempre una oportunidad para ejercer la solidaridad y la caridad con el más necesitado, pues él tiene derecho incluso sobre nuestros bienes, que Dios nos ha dejado simplemente para que los administremos en favor de los que menos tienen.

Y está claro que este movimiento del amor debe surgir de una convicción clara y profunda y de una existencia renovada en la experiencia pura del amor divino que se desplaza hacia el amor fraterno. No tiene sentido asumirlo como un espectáculo que representamos ante el mundo. En la más profunda esencia de la solidaridad fraterna está el amor. Aquel del que nos ha llenado Dios al crearnos, y aquel que nos ha dejado como impronta que nos identifica como suyos. Si en un gesto de supuesta solidaridad, lo que buscamos es el reconocimiento de los que están alrededor, todo lo que hacemos queda invalidado. Delante de Dios no obtenemos nada, pues no podemos engañar a quien nos conoce perfectamente, más de lo que nosotros mismos nos conocemos. Quizás podamos asombrar a algunos, pero Dios no se fijará en las pantomimas que nos ingeniemos. En vez de ganar algo con ello, lo perdemos todos. En la más pura y auténtica entrega desde el amor, cuando damos, recibimos. Pero si no nos damos, no recibiremos absolutamente nada. Es darnos hasta que nos duela. Es esa la verdadera justicia. Es la justicia que necesita el mundo, dolido de tanta indiferencia y desamor. Por eso no podemos permitir que el amor se ensucie con tendencias vanidosas que en nada ayudan al régimen del amor: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 'Cuiden de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendrán recompensa de su Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la gente; en verdad les digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Cuando oren, no sean como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad les digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará. Cuando ayunen, no pongan cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad les digo que ya han recibido su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará". La transparencia delante de Dios, el dejarse llenar de su amor para ser su instrumento ante todos, el dar testimonio de qué es lo que verdaderamente mueve todas las acciones, vale muchísimo más que todo, pues es la puerta abierta para la compensación amorosa de Dios. Sea poco, o sea mucho, vale solo lo que tenemos por dentro. Vale el amor. Y vale lo que se pueda lograr viviendo con la más pura intención, sin búsqueda de réditos personales, que al fin y al cabo, en la renovación total final de nuestra existencia, es lo que nos quedará como el tesoro más valioso del que podremos disfrutar.

sábado, 13 de marzo de 2021

Dios quiere el sacrificio de nuestro corazón humilde y transparente

 Archidiócesis de Granada :: - "El que se enaltece será humillado, y el que se  humilla será enaltecido"

Los hombres, en nuestra tendencia natural a la vanidad, al reconocimiento, por el egoísmo con que nos ha enfermado y contaminado el pecado, hemos confundido nuestra experiencia de fe con la realización de obras buenas que resulten evidentes a la vista de todos. Desde el mismo principio, añoramos el reconocimiento de los demás y el ser considerados buenos por las buenas obras que hagamos a la vista de todos, sin importar si en ello está comprometido verdaderamente nuestro corazón y nuestro ser completo. Llegamos al extremo de involucrar a Dios en esta intencionalidad, pretendiendo absurdamente con ello incluso hacer creer a Dios que somos muy buenos por las obras que hacemos, sin tener en cuenta que a Dios no lo podremos engañar jamás y que toda nuestra realidad, la más evidente y la más íntima, está siempre en su presencia de la manera más diáfana. No hay nada de lo nuestro que no sea evidente a Dios. Nada de lo nuestro le está oculto. Él percibe lo externo y lo interno. En nuestra pretensión de ocultar lo malo ante los demás podremos seguramente tener grandes éxitos. Pero jamás lo tendremos delante de Dios, pues Él ve hasta lo oculto que poseemos y que nos empeñamos en esconder delante de todos. Somos hechura suya y estamos grabados en las palmas de sus manos. Para lo bueno y para lo malo. Así como nos ama infinitamente y por ello procura para nosotros todos los bienes necesarios y nos anima a estar con Él pues esa es nuestra felicidad plena, así mismo conoce perfectamente nuestros caminos, nuestras palabras y nuestras obras, antes incluso que los emprendamos, que las pronunciemos o que las realicemos. Por ello, ante Él solo es posible una actitud: la de la transparencia, la de la coherencia, la de la honestidad. Al estar toda nuestra realidad delante de Él con toda claridad, es absurda la pretensión de querer ocultarle algo que conoce perfectamente.

En ese sentido, Dios pide de nosotros sus fieles la entrega total de nuestro ser. No se satisface con los sacrificios externos que podamos ofrecerle, pues ellos no necesariamente representan nuestra intimidad. Siempre pueden quedar fuera de nosotros, cuando el corazón no está entregado en ese mismo sacrificio y por tanto no es ofrenda que agrade a Dios. Nunca para Él es satisfactorio un sacrificio externo, que sea solo el cumplimiento de un formalismo vacío de vida, que no involucre todos los pensamientos y las obras del hombre. Se puede realizar un gran gesto externo, con el sacrificio de animales o de cosas muy valiosas, pero si en ello no está puesto el corazón del hombre, siempre será una representación externa, un teatro, de lo que verdaderamente debería estar sucediendo en el corazón del hombre. Cuando Dios, en el Antiguo Testamento, exigía los sacrificios del pueblo, lo hacía con la esperanza de que ese gesto fuera manifestación de lo que estaba sucediendo en el corazón de los israelitas. Lamentablemente, cuando constató que esos sacrificios no los representaban, comenzó a rechazarlos: "Ya no me satisfacen las ofrendas y holocaustos de ustedes". Por eso pidió al pueblo un cambio, y el pueblo buscó responder con autenticidad: "'Vamos, volvamos al Señor. Porque Él ha desgarrado, y Él nos curará; Él nos ha golpeado, y Él nos vendará. En dos días nos volverá a la vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia y comprenderemos. Procuremos conocer al Señor. Su manifestación es segura como la aurora. Vendrá como la lluvia, como la lluvia de primavera que empapa la tierra'. ¿Qué haré de ti, Efraín, qué haré de ti, Judá? El amor de ustedes es como nube mañanera, como el rocío que al alba desaparece. Sobre una roca tallé mis mandamientos; los castigué por medio de los profetas con las palabras de mi boca. Mi juicio se manifestará como la luz. Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos".

Esta misma conducta la exigió Jesús a sus discípulos. No es, por tanto, nuevo lo que pide a quienes quieran ser sus seguidores, pues es la misma conducta que exigió Yhavé a su pueblo antiguamente. No se trata de que queramos justificarnos solo con las buenas obras. Esas obras buenas hay que realizarlas y procurar que sean cada vez más y que nos identifiquen más claramente. No hay duda de que el mundo adolece de hombres y mujeres que estén entregados a Dios, que amen a sus hermanos, que realicen las obras que el mismo Dios pide que sean realizadas. Pero la respuesta no está en montar teatros hermosos y grandilocuentes en los que no esté comprometido el corazón del hombre. Lo que Dios quiere es que esas obras de bien, los sacrificios que se le ofrezcan, la fraternidad añorada con los demás, surjan de corazones que estén convencidos, de corazones que hayan sido transformados por el amor, de corazones que no necesiten ocultar nada pues son transparentes y totalmente coherentes con lo que reflejan sus obras buenas. Son corazones que no necesitan convencer a nadie, pues delante de todos, primeramente de Dios, demuestran lo que son con total luminosidad y sin necesidad de presentar una doble cara. Así lo ejemplifica Jesús: "En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: 'Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: 'Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo'. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: 'Oh, Dios!, ten compasión de este pecador'. Les digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido". Ante Dios, es lo que nos enseña Jesús, no podemos montar escenas de teatro. Él conoce perfectamente lo que hay en nuestro corazón. La única opción que tenemos es abrir nuestro ser a Él y dejarlo en sus manos, siendo totalmente transparentes, humildes y honestos, para alcanzar así su amor y su salvación y ser plenamente felices.

martes, 15 de diciembre de 2020

Somos el "Resto de Israel" que da testimonio del amor de Jesús al mundo

 Blog F. Martínez Fresneda: «Las prostitutas van por delante de vosotros en  el reino de Dios»

El pueblo de Israel es un pueblo que se debate continuamente entre la fidelidad al Dios que lo ha convocado y lo ha hecho suyo, y el deseo de liberarse de un supuesto "yugo" bajo el que estaría sometido a ese Dios Creador y Todopoderoso. A pesar de que en su experiencia histórica ha tenido las demostraciones más claras del amor de Dios por ellos, de las maravillas que ha realizado, de los portentos más grandiosos que se puedan imaginar, aún así tiene el atrevimiento de querer "liberarse" de Dios y emanciparse radicalmente de Él para dictarse a sí mismo las leyes y mandatos que satisfagan ese egoísmo exacerbado. En general, los hombres actuamos básicamente todos de igual manera. En muchas ocasiones luchamos por ser absolutamente autónomos, queriendo deshacernos de todo lo que se acerque a dominio, a yugo. Por haber sido creados en la libertad absoluta, que es un atributo naturalmente divino, y que poseemos por concesión amorosa de nuestro Padre, la marca de la rebeldía rondará siempre nuestra mente. De ahí se explica los grandes movimientos emancipadores que se han dado en la historia, algunos con resultados positivos, cuando la motivación ha sido justa y necesaria, y se ha logrado un fin bueno, pero igualmente de ahí surgen otros movimientos promotores de la anarquía, que buscan simplemente la satisfacción de ansias de poder, de fama, de dominio, de control de los hermanos, de irrespeto a los derechos de todos, con los gravísimos daños que sabemos se han producido a lo largo de toda la historia. Sin duda, la historia de Israel es en cierto modo un retrato de lo que ha sido la historia de la humanidad.

El profeta Sofonías, convertido en la voz del Señor, sale al paso de ese pueblo que comete infidelidad. Le echa en cara haber olvidado al Dios que ha hecho maravillas en medio de ellos. Para el mismo Dios es sorprendente que ese pueblo que ha sido testigo y beneficiario directo de tantas bondades como las que Él mismo les ha regalado, no sea capaz de rendirse a sus pies, reconociendo como la más grande bendición que cada una de esas acciones en favor de su pueblo surgen de un corazón que lo ama más de lo que jamás podrá imaginarse ninguno de ellos: "Aquel día, ya no te avergonzarás de las acciones con que me ofendiste, pues te arrancaré tu orgullosa arrogancia, y dejarás de engreírte en mi santa montaña". Ante esa actitud de Israel, a Dios no le queda más remedio que poner escarmiento. Por ello anuncia un tiempo de purificación, en el que el pueblo tendrá que asumir su pecado de rebeldía y asumir que con humildad debe reemprender un camino distinto. Y se nos presenta la imagen del "Resto de Israel", que será ese núcleo mínimo que asumirá con fidelidad ese camino de renovación: "Dejaré en ti un resto, un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el nombre del Señor. El resto de Israel no hará más el mal, ni mentirá ni habrá engaño en su boca. Pastarán y descansarán, y no habrá quien los inquiete". Ese resto tendrá sobre sus hombros la tarea de ser testimonio ante todos de las bondades del Señor que sin duda seguirá presente en medio de ellos. Su importancia radica no solo en que serán los bendecidos de Dios por su fidelidad, sino que serán para los demás el reclamo de Dios para que se unan a ellos y se atrevan a caminar también por los caminos que llevarán a todos a la felicidad plena que está prometida por el amor. La salvación no es solo para disfrutarla individualmente. La salvación, así lo quiere Dios, es para cada uno en particular con la condición de que se asuma que tiene sentido solo si se logra en la fraternidad y en la solidaridad mutua. Y a eso está llamado a contribuir ese amado resto de Israel.

De igual manera, Jesús mismo nos invita a transformar nuestra conducta de manera radical para poder ser testigos de salvación para nuestros hermanos. En nuestro mundo, en el que se quiere hacer reinar la apariencia para agradar, en el que todos nos preocupamos por "quedar bien", en el que la imagen pesa más que el ser, en el que los disfraces de hombres son tan frecuentes, Jesús nos pide transparencia. Si el cristiano es el hombre que debe dar testimonio de fidelidad al amor de Dios en su vida, si debe llevar en sí la marca del amor de Cristo, si asume la conciencia clara de que ha sido hecho verdaderamente hombre nuevo por la obra inmensa de Redención que ha realizado Jesús, y si además ha asumido que su presencia en el mundo no es como la de una "cosa" que simplemente pasa, sino que debe dejar siempre huella, en sí mismo, en el mundo, pero sobre todo en los hermanos, no puede dejar de asumir su responsabilidad de dar testimonio de amor y obediencia al Dios del amor: "¿Qué les parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: 'Hijo, ve hoy a trabajar en la viña'. Él le contestó: 'No quiero'. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: 'Voy, señor'. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?' Contestaron: 'El primero'. Jesús les dijo: 'En verdad les digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de ustedes en el reino de Dios. Porque vino Juan a ustedes enseñándoles el camino de la justicia y no le creyeron; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, ustedes no se arrepintieron ni le creyeron". Esos, sin duda, somos nosotros. Por un lado, porque tenemos que asumir con amor la voluntad de Dios sobre nosotros, que siempre será infinitamente mejor que lo mejor que podamos planificar nosotros mismos, y por el otro, y más importante, porque tenemos que asumir el ser testigos del amor de Dios para atraer cada vez más hermanos hacia el Señor y hacia la salvación plena. No podemos vivir de la apariencia ni de las propias conveniencias y ser buenos cristianos. Nuestra meta, con ser la más alta y feliz de todas, como lo es nuestra salvación para estar eternamente viviendo en el amor y la felicidad, nunca estará bien cumplida si no hacemos también nuestra obligación el que todos los hermanos lleguen a vivir esa misma felicidad y ese amor. Para eso también nosotros hemos sido hechos ese "Resto de Israel" que dé siempre testimonio del amor preferente de Dios por todos.

lunes, 13 de julio de 2020

Que en nuestros regalos a Dios vayamos siempre nosotros mismos

Evangelio lunes 15ª semana de Tiempo Ordinario

Nuestra fe tiene una doble componente que se encuadra perfectamente con lo que es nuestra vida. Una es la que corresponde al ámbito de la intimidad, la de la mente y el corazón, en las cuales se dan las experiencias personales del trato con Dios en lo secreto. Son las que tienen que ver con la vivencia del amor divino, con las convicciones profundas, con el conocimiento y la vivencia de la verdad de Dios, con el trato dialogante y enriquecedor en la intimidad del corazón con ese Dios con el cual se puede entrar en una relación totalmente satisfactoria y dichosa. Al ser un ámbito en el que no se consiguen limitaciones, pues tiene que ver con lo espiritual cuya dimensión es el infinito, los hombres podemos regodearnos en él todo lo que nos plazca. Y siempre recibiremos en él las mayores riquezas para nuestro fortalecimiento espiritual. Es imposible vivir en este intercambio de amor con Dios y no obtener las mejores ganancias para nosotros mismos. Y es imposible también no sentirse compensados con ese ciento por uno proverbial que ofrece Jesús para quien lo deja todo para estar con Él. Es de tal manera compensador colocarse en este estado delante de Dios, y llena de tal plenitud la experiencia, que cuando se prueba con apertura de corazón total, sin mayores pretensiones que la de simplemente estar con Él y llenarse de Él, se llegará a un punto en el que será un estado de normalidad total en la relación con Dios y se añorará nunca dejar de tenerlo. Quien ha avanzado en este camino ya nunca más dejará de desear estar en él. La felicidad que se siente en esta relación de intimidad con Dios es de tal magnitud que ya nunca se dejará de desear y se procurará por todos los medios no perderla jamás. Es lo que han vivido los grandes santos, maestros de la mística, que llegaron a esta relación absolutamente natural con Dios en sus vidas y que después de haber alcanzado este nivel de intimidad con Él no concebían sus vidas sin su presencia en ellas. En este ámbito no existen ni estorbos ni obstáculos. Si se tuvieran algunos serían los que los mismos hombres coloquemos en él, con nuestras explicaciones intelectualoides: "Es que no tengo tiempo", "tengo muchas cosas que hacer", "no puedo perder el tiempo en estas cosas", "no sé que hacer en ese tiempo", "creo que hay cosas más importantes", "me aburro sin hacer más nada", "no puedo gastar mi tiempo en estas cosas sin sentido"... La realidad es que bastaría con al menos probar para percatarse que ese tiempo es el mejor invertido, pues nos sobrará el tiempo para otras cosas y ellas se colorearán de un sentido infinitamente superior.

La segunda componente es el ámbito de lo público, la que tiene que ver con nuestra vida comunitaria, en la que se vivirá en consecuencia con las riquezas que hayamos podido obtener de la primera, la del ámbito de la intimidad del corazón. Es todo lo que tiene que ver con lo que sale de nuestro corazón. "De la abundancia del corazón habla la boca", reza el dicho. Y es totalmente cierto. Decía el filósofo Karol Wojtyla, representante en su momento de la Filosofía Personalista Cristiana, luego el gran Papa San Juan Pablo II: "La persona se conoce en la acción". Es decir, lo que hace la persona descubre lo que es y lo que tiene en su intimidad. Por un lado, la fe no puede reducirse solo al ámbito de lo íntimo. El hombre es un ser social, reflejo de la sociedad trinitaria divina, de la cual es imagen y semejanza. Ha sido creado en estrecha relación con el mundo que lo rodea, principalmente con aquellos que conforman la naturaleza humana a la que pertenece. "No es bueno que el hombre esté solo", sentenció Dios al crearlo y colocarlo en medio del mundo para que lo dominara. Por el otro, la experiencia de fe, para ser real debe trascender, pues se sustenta en salir hacia el otro. Cuando este paso hacia fuera no se da pueden estar sucediendo dos cosas: O se ha desnaturalizado la fe y se ha reducido solo al ámbito privado, lo cual la hace totalmente falsa, o se ha tenido ausencia total de esa experiencia primera de encuentro con Dios en la intimidad del corazón. Pero puede darse también un opción más trágica aún. Existe una expresión externa de la fe, pero solo como pretendidamente silenciadora y disfrazadora de la realidad totalmente oscura que se vive en el interior. Es una pretensión malsana y absurda de acallar la propia conciencia llegando incluso a la intención de engañar a Dios con actos externos aparentemente buenos, pero que no están respaldados por una experiencia ni una convicción personal. No hay cosa que más disguste a Dios y que no rechace más profundamente: "No soporto iniquidad y solemne asamblea. Sus novilunios y solemnidades los detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más. Cuando extienden las manos me cubro los ojos; aunque multipliquen las plegarias, no los escucharé. Sus manos están llenas de sangre. Lávense, purifíquense, aparten de mi vista sus malas acciones. Dejen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien. Busquen la justicia, socorran al oprimido, protejan el derecho del huérfano, defiendan a la viuda". La fe pura debe producir actos puros.

¡Cuántos hombres no actúan de esa manera, pretendiendo con ello justificarse delante de Dios, haciendo como el gato que esconde su inmundicia! Creen que con hacerse la cruz de vez en cuando, con rezar un padrenuestro y un avemaría, con haber ido mucho a misa cuando eran niños, con ir a una misa de difuntos alguna vez, con dar en alguna rara ocasión una limosna, con hacer alarde de haber estudiado en un colegio de monjas o de curas, ya es suficiente para estar justificados y tener luz verde de parte de Dios para hacer lo que les venga en gana en sus vidas, como si aquello fuera un billete de intercambio para Dios. Creen que Él se puede contentar con esas limosnas que le dan en su vida. Y que así lo mantendrán contentos. Jesús quiere entrega radical feliz. No esclavitud ni engaño. Nos quiere dichosos junto a Él valorando lo que es ser de Él: "El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará". Es toda la vida la que quiere Jesús. No dádivas ocasionales, supuestamente "generosas" en las que de ninguna manera estamos implicados. No vamos nosotros mismos en las dádivas. Una ofrenda que no nos contenga, que no nos comprometa, en la que no estemos nosotros mismos incluidos, no tiene sentido para Él. No son terceras realidades que nada tienen que ver con nosotros las que lograrán llenar la respuesta de amor que Jesús quiere que le demos. Las concesiones que demos a Jesús deben contener lo más importante: a nosotros mismos. Poco le importan a Jesús nuestras riquezas, nuestras posesiones, nuestras palabras, nuestros gustos, nuestras inclinaciones. Le importan, y mucho, nuestros corazones. Es lo que quiere. Él quiere una fe vivida en plenitud en las dos componentes, en el ámbito de lo íntimo, en el que se dé ese encuentro cotidiano y sabroso de nuestro corazón con el suyo y en el que se saboree una relación filial y de amistad cercana y vivificante, y en el ámbito exterior, en el que nos sintamos radicalmente en relación con los hermanos y en el que podamos expresar con limpidez la riqueza que tenemos en lo íntimo, procurando siempre el bien de los demás. La riqueza que obtenemos en la relación con Dios, de esa manera, será riqueza para todos, pues no se quedará solo en el regodeo intimista que la puede hacer desaparecer y por el contrario, se consolidará en la experiencia del amor fraterno que le da un sentido sólido y pleno. Así lo dijo también San Juan Pablo II: "La fe se fortalece dándola".

miércoles, 12 de febrero de 2020

Que mis hermanos te descubran viendo mis obras, Señor

Resultado de imagen para nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro

Delante de Dios no podemos presentarnos con la pretensión de ocultar algo. Es imposible, pues todo lo oculto es evidente para Él. Él descubre lo más íntimo de cada uno. Decía San Agustín: "Dios es más íntimo a mí que yo mismo". Está en lo más profundo de nuestro ser, llenándonos de su amor, dándonos su guía y protección, regalándonos su propia vida, que es la gracia con la cual nos santifica. Inspira en nosotros los movimientos de amor y solidaridad hacia los hermanos y mueve nuestros corazones para que se inclinen hacia los más necesitados. Nos hace tener una conciencia que se guía por la fidelidad a Él y que se mueve a cumplir su voluntad. Quiere que evitemos todo mal y todo lo que nos pueda alejar de su amor. Nos enriquece continuamente con sus dones espirituales, que nos inclinan a movernos siempre hacia Él y a tender a vivir la fraternidad. Es quien forma nuestra conciencia para el bien. Y así como es íntimo para procurar todos estos bienes, también lo es para descubrir en nosotros cuando no actuamos de acuerdo a eso que Él quiere inspirarnos. Por eso, aunque no queramos que alguna cosa salga a la luz, aun cuando no sea mala, eso igualmente estará siempre inmediatamente delante de Dios, pues para Él no hay nada oculto. Él es omnisciente, es decir, lo sabe todo, lo conoce todo, todo está al descubierto ante Él. Es la causa de la existencia de todo y en su infinito amor y providencia ha previsto estar en nosotros inspirando lo bueno y evitando lo malo. Este conocimiento de la intimidad de cada uno lo demostró Jesús en muchos de los intercambios con los fariseos. Él conocía lo que había en sus corazones, descubría sus pensamientos. Por eso, "viendo los pensamientos del corazón de ellos", los ponía en evidencia. No era necesario que expresaran lo que pensaban, pues incluso esos pensamientos ya estaban en la presencia de Dios.

Esta es una verdad de fe. Dios conoce lo más íntimo de cada uno de nosotros. Pero a esto Jesús añade una consideración más amplia. La conducta de los hombres hace evidente lo que hay en el corazón de cada uno. Es decir, nuestra intimidad queda al descubierto también ante los demás, cuando ellos ven lo que hacemos. Jesús mismo, hablando de lo que sale del hombre bueno y del hombre malo, afirma que no puede salir algo distinto de lo que hay en el corazón, porque "de la abundancia del corazón habla la boca". Es el corazón la fuente de lo bueno y de lo malo, y eso queda patentizado en la conducta externa. Para todos queda evidenciado lo que hay dentro de nosotros cuando ven nuestra conducta. El gran Papa San Juan Pablo II fue también un gran filósofo que se inscribió en la línea del personalismo cristiano. La tesis de Karol Wojtyla sobre la persona se basaba precisamente en que el interior de cada uno quedaba al descubierto al ver sus acciones. "La persona se descubre en la acción", era su afirmación primordial. Es evidente, si seguimos la misma línea de razonamiento de Jesús. Por eso es que el hombre dejará al descubierto su intimidad en lo que hace. Ese interior es el que beneficiará o dañará a cada uno. Lo que está dentro del hombre es su riqueza o su pobreza. Eso determinará su fidelidad, su salvación o su condenación. "Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre", dice Jesús. Lo que guarde el hombre en su corazón y pase a formar parte de su ser, determinará su calidad delante de Dios. Es por ello que debemos estar continuamente vigilantes de lo que tenemos en nuestra mente y en nuestro corazón. Debemos procurar vivir siempre según lo bueno que ha sido puesto en nosotros, esa semilla de vida en santidad que Dios mismo ha colocado en cada uno. De lo contrario, se cumplirá el refrán popular: "Quien no vive como piensa, terminará pensando como vive". Nuestras acciones no solo descubren lo que somos y lo que tenemos dentro, sino que nos consolidarán en ello o al contrario destruirán totalmente nuestra riqueza: "Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre, porque no entra en el corazón, sino en el vientre y se echa en la letrina ... Lo que sale de dentro del hombre, eso sí hace impuro al hombre".

El testimonio que demos, en efecto, descubre lo que hay dentro de nosotros. No lo conocerá, por tanto, solo Dios, sino que será evidente incluso ante los demás. Todos verán nuestras obras y serán testigos de lo que somos, que queda al descubierto en ellas. También lo afirmó Jesús: "Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos". Si por el contrario, nuestras obras desdicen de la luz que debemos reflejar, estaremos sirviendo para que ellos también se alejen de Dios, con lo cual estaremos sumando condenación a nuestra vida. Todo lo que somos y hacemos, si queremos ser de verdad fieles a Dios, debe servir para que otros alaben a Dios y se acerquen a Él y a su amor. Lo supo hacer Salomón cuando fue visitado por la Reina de Saba. Después de haber experimentado la sabiduría inmensa que poseía, y de haber conocido que esa sabiduría le venía de Dios, la Reina no pudo más que bendecir al Señor: "Bendito sea el Señor, tu Dios, que se ha complacido en ti y te ha situado en el trono de Israel. Pues, por el amor eterno del Señor a Israel, te ha puesto como rey para administrar derecho y justicia". Lo que ella vio, lo que experimentó al acercarse a Salomón, fue la presencia de Dios que lo había llenado de sabiduría, de poder y de riquezas. Por eso no pudo menos que reconocer esa acción de Dios en la persona de Salomón. Quedó prendada de su obra y bendijo al que había hecho que todo fuera así. Así mismo debe suceder con nosotros. Que todo hermano que se acerque a nosotros experimente la acción de Dios en nuestras vidas. Que nuestras palabras y nuestras acciones no sean sino reflejo de esa presencia de Dios en nosotros, que llena nuestro corazón y le da forma a todos nuestros pensamientos y acciones. Que hablemos de la riqueza que hay en nuestro corazón con las obras de fidelidad y de amor hacia nuestro Dios y hacia nuestros hermanos.