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sábado, 19 de septiembre de 2020

Nuestra historia empieza en Dios y termina en Dios

 Salió el sembrador a sembrar | Ecos de la Palabra

El tiempo entra en la categoría de lo que los teólogos llaman "lugares teológicos". Un lugar teológico es llamada toda realidad en la que puede hacerse presente Dios y manifestarse claramente en la vida de los hombres, por sí mismo o por las expresiones que lo identifican y lo hacen visible en una circunstancia concreta. De la comprensión de lo que es el tiempo y, por ende, de la manera de entender la presencia de Dios en él, dependerá mucho la importancia que se le dé a la misma figura divina y a la influencia que tenga en la vida humana. Diversas han sido las posturas de comprensión de la categoría "tiempo", o de su paralelo "historia", con las consecuentes diversidades de comprensión, incluso a veces de la misma figura de Dios y de su accionar en el mundo. Desde prácticamente el inicio de la historia del pensamiento humano y de la construcción de sistemas propios sobre los que basar los desarrollos intelectuales, se ha asumido posturas no solo diversas sino incluso opuestas al considerar la categoría "tiempo" como formalidad presente en el desarrollo de la humanidad. Para una línea, el tiempo, y su paralelo, la historia, son una sucesión irrepetible y lineal de acontecimientos que apunta siempre a un avance indetenible hacia una meta concreta que será una plenitud desconocida, hacia la que se encamina la existencia entera y, dentro de ella, el hombre. Para otra línea, el tiempo y la historia no son más que la eterna sucesión de los mismos acontecimientos una y otra vez, con lo cual todo será simplemente un ciclo interminable que se repite hasta el infinito, por lo que la novedad absoluta no existe, sino que existiría una nueva manera de presentación de la misma realidad, que estaría revestida de novedad, pero solo como un ropaje exterior. La conclusión en la confrontación entre ambas líneas es la de la imposibilidad de conciliación o comunión entre ambas, por cuanto las dos parten de puntos muy distintos y se desarrollan de maneras muy diversas. El intento de conjugación de los dos diversos enfoques fue emprendido también desde la fe, dado que de la comprensión del desarrollo de la temporalidad y de la historicidad surgirá una idea de Dios y de su presencia en la historia que puede resultar iluminadora para el hombre creyente. Uno de los grandes pensadores que se atrevió a emprender este engorroso camino fue el gran pensador, filósofo, teólogo y paleontólogo, Pierre Teilhard de Chardin, quien no sin oposición frontal originalmente del Magisterio de la Iglesia, luego reivindicado parcialmente por el mismo Magisterio, intentó desarrollar una línea de pensamiento que salvaba las dos posturas, la de la absoluta novedad de cada momento temporal y la de la repetición interminable de ellos. Partiendo del Alfa, del cual surge todo lo creado, cada momento temporal e histórico es como una ola en la que actúa Dios, en cuyo caso cada uno de esos momentos es como un bucle de avance que se recogería en sí mismo hasta poder avanzar en un nuevo paso hacia adelante, que haría adelantar la historia, cuya meta final será la Omega, que es el mismo punto de origen hacia el que tiende todo lo creado. Esa Alfa y esa Omega son Dios, que será así el origen y la meta de todo.

Lo ingenioso del desarrollo de Teilhard fue haber logrado armonizar la idea de novedad con la de repetición, haciendo de esa manera que el actor principal de todo fuera Dios y su acción en el tiempo y en la historia, pues Él es el origen y la meta de todo. El tiempo, indudablemente, es el dominio de Dios, y Él va moviendo los hilos de la historia de modo que todo, viniendo de Él, avance hacia Él. Por eso, podemos entender que los creyentes no podemos quedarnos únicamente en la contemplación de lo que vivimos actualmente, sino en la aceptación de ser parte de un gran movimiento universal que nos trasciende y que tiene que ver con la realidad de la absoluta trascendencia de Dios, del cual venimos y hacia el cual tendemos, por lo cual, como parte de nuestra existencia, habrá realidades que en ocasiones se nos presentarán como incomprensibles, pero que, dado que creemos en un Dios bueno y amoroso, deberemos aceptar por fe, cuando demos por descontado que por nuestra sola razón será imposible hacerlo. Esta es una verdad que vivió ya la Iglesia desde sus orígenes, en los cuales se emprendió la ingente tarea de racionalización de las verdades de fe, para lograr hacerlas algo comprensibles a los primeros cristianos. Basados en los conocimientos rudimentarios que existían, los apóstoles se encaminaron a ello. Para la comprensión de la novedad absoluta que representaba la verdad de la resurrección, San Pablo intentó acercar las ideas de realidad corporal y realidad espiritual: "Se siembra un cuerpo corruptible, resucita incorruptible; se siembra un cuerpo sin gloria, resucita glorioso; se siembra un cuerpo débil, resucita lleno de fortaleza; se siembra un cuerpo animal, resucita espiritual. Si hay un cuerpo animal, lo hay también espiritual. Efectivamente, así está escrito: el primer hombre, Adán, se convirtió en viviente. El último Adán, un espíritu vivificante. Pero no fue primero lo espiritual, sino primero lo material. y después lo espiritual. El primer hombre, que proviene de la tierra, es terrenal; el segundo hombre es del cielo. Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo. Y lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial". En esa línea de la historia que nos preside, debemos aceptar que Dios, siendo el Señor de la historia, nos ha hecho avanzar de lo menos a lo más, de lo temporal a lo eterno, de lo pasajero a lo que nunca termina. Ha hecho la conjugación perfecta entre la novedad absoluta de lo que nunca se repite y la reiteración sin fin de la realidad que estaría circundada por Él mismo.

En la experiencia de la fe de la cual somos deudores, lo que más interesa a Dios y a nosotros mismos es que en nosotros se dé el establecimiento de su Palabra de salvación, al punto de que poco importaría la comprensión perfecta de nuestra propia temporalidad, sino la convicción profunda de la presencia de Dios en ella, de su acción amorosa en nuestro favor, del deseo firme que Él tiene de que seamos únicamente suyos, de la aceptación de su acción de amor para hacernos pasar de la temporalidad a la eternidad junto a Él. Es decir, de la disponibilidad que tengamos para dejarnos llevar desde el ser seres materiales al ser seres espirituales que únicamente vivan de su amor, en una unión íntima con los demás, que será la vida de comunión perfecta que se dará con Dios como Rey de todo, teniéndonos a nosotros y a todo lo creado como escabel de sus pies. Es la obra que en el momento culminante de la historia vino a realizar Jesús, presidiendo el último bucle temporal que elevó todo el universo al punto más alto, pues fue creado de nuevo con su obra de redención. Lo que busca Dios es que nos hagamos receptores de su palabra redentora, de su semilla de vida nueva, dejando a un lado todo lo que pueda perturbar su llegada a nosotros y la vivencia de la verdad de su amor, que nos encamina a ese momento temporal de plenitud, a esa historia concluyente de amor inmutable: "Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros del cielo se lo comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, y, después de brotar, se secó por falta de humedad. Otra parte cayó entre abrojos, y los abrojos, creciendo al mismo tiempo, la ahogaron. Y otra parte cayó en tierra buena, y, después de brotar, dio fruto al ciento por uno. Dicho esto, exclamó: 'El que tenga oídos para oír, que oiga'". Nuestra temporalidad debe servir para que la semilla de Dios, del cual venimos, empiece a producir los frutos deseados. Si todo viene de Él, todo se sostiene en Él, y todo tiende hacia Él, nuestro paso por el tiempo debe ser una ocasión para que asumamos que tenemos nuestro origen en Él y que tendemos hacia Él. Hacernos terreno dócil para la semilla que lanza Jesús es asumir que nuestra temporalidad tendrá una solución de eternidad. Que toda otra realidad distinta a la que apuntemos será terreno agresivo, será piedra, zarza, superficialidad, comparada con la excelencia que puede llegar a ser el hacerse terreno fértil, en el que finalmente se dé ese paso de lo corporal a lo espiritual, de lo temporal a lo eterno, de lo terrenal a lo celestial, que es a lo que estamos destinados a ser y a hacernos, en este tiempo que Dios nos ha regalado, haciéndose Él el protagonista primero por su presencia y su acción, impregnada toda ella de su amor que tiene sabor a eternidad.

jueves, 27 de agosto de 2020

Nos debatimos entre el hoy de siembra y la eternidad de cosecha

 Parroquia del Corazón de María de Oviedo: Estad preparados, porque ...

Los cristianos vivimos en una realidad de tensión entre el presente y el futuro. Es lo que técnicamente se llama "tensión escatológica", en la que se da una mentalidad casi dicotómica que nos afinca en nuestra experiencia cotidiana pero nos hace vivir en el deseo de lo que vendrá en la eternidad. La temporalidad será, de ese modo, una realidad no absoluta sino relativa, no en cuanto que tenga menor valor o sea menos importante, sino en cuanto que no es la realidad definitiva y permanente que vivirá la humanidad. Si no comprendemos bien esta dualidad que tiene la experiencia del tiempo para nosotros, podemos equivocarnos dándole mayor importancia o a nuestra temporalidad terrenal presente o a nuestra eternidad celestial futura, con el consecuente desprecio a una de las dos, por lo cual seríamos tildados de presentistas o de futuristas. Los presentistas serían los que desprecian la realidad futura de eternidad a la que está llamado todo lo creado, o porque no creen en Dios o porque piensan que lo único que tiene sentido es el vivir el aquí y el ahora como si todo se agotara en ello. Son los que piensan que por agotarse toda la realidad en lo que se vive actualmente, hay que desvivirse por lograr una vida ostentosa, dándose los mayores gustos, acumulando la mayor cantidad de bienes, procurándose los mayores placeres, pues "a esta vida se ha venido a gozar" y "esta vida es una sola y hay que gozarla". Los futuristas serían, en cambio, los que caminan en el sentido contrario, despreciando todo lo que los circunda y dando valor solo a lo que se vivirá en el futuro, por lo cual no tiene sentido hacer ningún esfuerzo por perseguir el bien de lo temporal ya que toda la realidad actual desaparecerá en la nada. No tendría sentido esforzarse denodadamente por el progreso de la humanidad, ni procurar ser mejores en lo propio. Tampoco luchar por una mejor calidad de vida ni para sí ni para los demás. Simplemente basta con elevar la mirada hacia el cielo, en una añoranza continua de aquel tiempo en el que sí se logrará ser feliz, con lo cual habría una total desvinculación de lo que se vive en lo cotidiano, pues eso no tiene ningún valor ni persistirá más allá del tiempo actual. Ambas posiciones son tremendamente dañinas y han perjudicado enormemente la historia de la humanidad. Si se coloca el corazón en una de las dos posiciones no se está logrando absolutamente ningún beneficio para el mundo, pues ambas acentúan de manera desmedida el egoísmo y el desentenderse de los demás como compañeros de camino con los cuales hay que contar y a los cuales hay que buscar siempre beneficiar.

La posición correcta y más sana es la de la conjunción equilibrada de ambas posturas extremas. San Pablo, en sus enseñanzas a las comunidades, presentaba esta doble realidad como una necesidad, por cuanto los cristianos somos viandantes en el mundo, pisando firmemente en la realidad que nos corresponde vivir a cada uno, pero con la mirada y la añoranza puestas en aquella eternidad prometida en la que viviremos la plenitud de la felicidad y del amor en Dios: "Doy gracias a mi Dios continuamente por ustedes, por la gracia de Dios que se les ha dado en Cristo Jesús; pues en Él han sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia; porque en ustedes se ha probado el testimonio de Cristo, de modo que ustedes no carecen de ningún don gratuito, mientras aguardan la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él los mantendrá firmes hasta el final, para que sean irreprensibles el día de nuestro Señor Jesucristo". Aun cuando hay una realidad final futura a la que estamos llamados todos, existe también la realidad temporal en la que todos estamos inmersos, y que nos compromete a mantenernos "firmes hasta el final", pues en esta realidad donde desarrollaremos toda nuestra vida terrena, en la que haremos la siembra de la semilla que será cosechada en la eternidad. Es lo que los escrituristas han dado en llamar el "ya pero todavía no", típico de San Pablo. Ya estamos salvados, pero aún no gozamos de todos los bienes con los que nos enriquece la salvación. Ya hemos sido redimidos por Jesús, pero aún esa realidad de la redención se debate con la realidad del pecado en la que aún estamos inmersos los hombres. Ya están abiertas las puertas del cielo para todos, pero aún tenemos que transitar por nuestra realidad temporal que nos exige ponernos a favor de hacer presente el Reino de los cielos en nuestro mundo. Ya hemos sido hechos de nuevo hijos de Dios y hemos recuperado nuestro ser imagen y semejanza del Padre Dios, pero esta filiación adoptiva debe consolidarse cada vez más en las demostraciones que vayamos dando en nuestro día a día. Ya hemos sido hechos todos hermanos entre nosotros, pero nuestra fraternidad debe solidificarse en la lucha cotidiana por hacer un mundo mejor para todos.

Por eso Jesús en su deseo de que todos vivamos en esa tensión entre cumplimiento y espera, disponiendo bien nuestro ser de modo que ni despreciemos nuestra realidad actual ni la coloquemos como fin único y último, nos llama la atención concienzudamente: "Estén en vela, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor. Comprendan que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría que abrieran un boquete en su casa. Por eso, estén también ustedes preparados, porque a la hora que menos piensen viene el Hijo del hombre". Estar preparados significa que no se está de brazos cruzados, sino haciendo todo lo que sea necesario para disponer bien el corazón y el ser entero para la entrada en el Reino futuro. No se trata de estar contemplando pasivamente y expectantes la futura llegada de la realidad eterna y definitiva, sino que se está sembrando en la realidad actual todo lo que sea necesario para adelantar esa llegada. El hombre ha sido colocado en medio del mundo para procurar que sea mejor. Habiendo sido hecho todo "muy bueno" por nuestro Dios, ha confiado en nuestras manos la tarea concreta de hacerlo todo mejor, dominando la tierra y sometiéndola, de modo que la hagamos a ella misma más digna de ser lugar en el que se implante el Reino de Dios. En ese empeño estaremos demostrando nuestro interés de entrar triunfantes en el futuro de eternidad y de plenitud en la presencia de Dios. Se trata de asumir el compromiso real de hacerlo todo mejor, digno de la presencia de Dios. Solo si demostramos este empeño, estaremos demostrando nuestro verdadero deseo de entrar en ese gozo eterno. Si no, estaremos confirmando nuestro poco interés por la realidad inmutable. Ni viviendo como si lo único que existiera fuera solo nuestro tiempo pasajero ni como si nada de lo que vivimos hoy tiene importancia sino solo el futuro eterno, lograremos hacer que haya una expectativa real del gozo que viviremos. Así lo confirma Jesús: "¿Quién es el criado fiel y prudente, a quien el señor encarga de dar a la servidumbre la comida a sus horas? Bienaventurado ese criado, si el señor, al llegar, lo encuentra portándose así. En verdad les digo que le confiará la administración de todos sus bienes. Pero si dijere aquel mal siervo para sus adentros: 'Mi señor tarda en llegar', y empieza a pegar a sus compañeros, y a comer y a beber con los borrachos, el día y la hora que menos se lo espera, llegará el amo y lo castigará con rigor y le hará compartir la suerte de los hipócritas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes". La clave está, entonces, en vivir nuestra realidad actual con la máxima intensidad, sembrando en ella las semillas de amor, de fraternidad, de paz y de justicia, demostrando con ello que queremos que nuestro mundo sea digno de ser considerado estancia ideal para la llegada del Reino definitivo, en el que entraremos nosotros para disfrutar ya eternamente de la cosecha que den las semillas que hayamos sembrado.

viernes, 21 de agosto de 2020

Sirvamos todos a la vida y avancemos juntos a la eternidad

 Resucitar muertos – Grita al mundo

Una de las afirmaciones terribles que se han hecho sobre la presencia de los hombres en el mundo es la de que son una procesión de muertos que caminan casi sin rumbo, llenándolo todo y vaciando todo de sentido. Algunos serían letales también para los demás, pues irían contagiando sus conductas de muerte. Otros simplemente serían pasivos y no se ocuparían de más nada sino solo de vivir su día a día en su actitud de muerte interior, por la que se desentenderían de todo intercambio posible y todo los dejaría absolutamente indiferentes. Ambos grupos son tremendamente perjudiciales, unos por acción y otros por omisión. Los primeros están muertos y llevan la muerte. Con sus acciones destructivas van contaminándolo todo también de muerte y oscuridad. Son los mercaderes del mal, que en la práctica se han asociado al artífice del mal y de la muerte, al demonio, ganando adeptos para ese ejército funesto. Han rechazado acercarse a la frescura que representa la vida y el bien, y han preferido colocarse al servicio de sí mismos y de todo lo que signifique muerte y destrucción. Estos, que ya están muertos, no se contentan con su propia condición de difuntos, sino que van dejando su semilla de destrucción sembrada por doquier. Son los que se oponen frontalmente a la vida, sirviendo a las causas que manchan trágicamente de sangre la existencia de los demás. Son los mercaderes de muerte que van distribuyendo armas de destrucción masiva, que promueven los atentados contra la vida como el aborto o la eutanasia, que van creando armas biológicas con las cuales dominar al mundo sembrando también el terror ante el deterioro de la salud por enfermedades que seguramente ellos mismos han diseñado en laboratorios, que promueven la destrucción del medio ambiente solo para satisfacer sus ansias de tener sin importarles lo que pueda afectar a la calidad de vida de los hombres. No contentos con estas acciones que van frontalmente contra la vida, atacan también todo lo que sea favorecedor de la vida: a la Iglesia que por esencia se coloca siempre del lado de la defensa de la vida, al matrimonio y la familia que son las cunas de la vida humana, al compromiso hipocrático de los médicos, a las instituciones de ayuda a madres solteras o a la vida humana recién nacida y desprotegida o a los ancianos abandonados, a los que se colocan contra la explotación de los hombres más pobres e indefensos y contra su esclavización. Y apuntan no solo a herir la vida corporal, sino también la vida espiritual, promoviendo todo lo que vaya a favor de alejar al hombre de Dios, el pecado y toda forma de inmoralidad que pueda resultar en la muerte espiritual del hombre. Son los muertos vivientes que van caminando por el mundo dejando su legado trágico. Los que están en el segundo grupo, en su pasividad, asisten impertérritos a esa destrucción sin hacer nada en contra, pensando que esto no les afectará, cuando la verdad es que ninguno quedará indemne pues la afectación será general. Todos, los que actúan decididamente a favor de la muerte y los que asisten pasivamente a este espectáculo, serán finalmente también afectados gravemente. Este mal nos daña a todos los hombres.

Delante de estos se encuentran quienes sí están a favor de la vida y siguen luchando por defenderla y promoverla, por encima de todo ataque contra ella y contra ellos mismos. Son los hombres y mujeres que han entendido que no pueden ser indiferentes ante esta circunstancia, pues han sido convocados por la misma naturaleza, y finalmente por el mismo Dios, a servir a la vida, a favorecer todo lo que la defienda y la promueva, a sembrar la semilla de la bondad y a hacer que llegue a todos los demás. Han entendido que Dios es el Dios de la vida y no de la muerte, que su deseo es que el hombre viva y sea su gloria -"La gloria de Dios es el hombre viviente"- , que los quiere a todos conformando a la gran comunidad de los que sirven a la vida. Cada uno se ha hecho consciente de que al final de sus días lo único que valdrá la pena será lo que hayan hecho en función de servir al amor, que es en definitiva la causa que los mueve a servir al hombre, sirviendo a la vida: "Vengan benditos de mi Padre, entren a gozar de la dicha del Señor. Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, estuve desnudo y me vistieron, estuve enfermo y en la cárcel y vivieron a verme". Nada de lo que se haga en favor de la vida quedará sin recompensa. Por eso, al entenderlo, ellos pasan a formar parte de esos que son los que se han decidido a no ser huesos muertos que llevan muerte, sino a ser servidores de la vida, sabiendo que han recibido la vida de quien es la fuente de todo bien: "Pronuncia un oráculo sobre estos huesos y diles: '¡Huesos secos, escuchen la palabra del Señor! Esto dice el Señor Dios a estos huesos: Yo mismo infundiré espíritu sobre ustedes y vivirán. Pondré sobre ustedes los tendones, haré crecer la carne, extenderé sobre ella la piel, les infundiré espíritu y vivirán. Y comprenderán que yo soy el Señor'. Yo profeticé como me había ordenado, y mientras hablaba se oyó un estruendo y los huesos se unieron entre sí. Vi sobre ellos los tendones, la carne había crecido y la piel la recubría; pero no tenían espíritu. Entonces me dijo: 'Conjura al espíritu, conjúralo, hijo de hombre, y di al espíritu: 'Esto dice el Señor Dios: ven de los cuatro vientos, espíritu, y sopla sobre estos muertos para que vivan'". Los servidores de la vida son los que se han dejado hacer por Dios cuerpos vivos, con tendones, músculos y piel, y llenos del soplo que les da el espíritu, y se ponen dichosos e ilusionados al servicio del Dios de la vida que los convoca y los envía al mundo para que sean causa de bien y de salvación para todos.

Ese servicio a la vida es servicio al amor. Dios es el Dios vivo que ha llenado al mundo con su misma esencia vital. No lo ha creado para la muerte, sino para la vida. Y no simplemente para una vida pasajera, sino para la que trasciende el tiemplo y el espacio. Dios apunta a la vida eterna, de la cual es parte integrante la vida temporal que vive el hombre aquí y ahora. El gran sueño de Dios es que toda la creación, al final de los tiempos, esté rendida a sus pies amorosamente. Él quiere que todo siga en la bendición que le ha dado desde el inicio, que es la llamada a estar a su lado, rebosante de vida y de bondad. La vida es toda ella una sola unidad. Finalizado el trayecto temporal se inscribe en la realidad que nunca se acaba. La temporalidad no es otra cosa que la primera etapa de la totalidad. Y está diseñada para que en ella se viva siempre la unidad esencial con el Dios del amor, la bondad como sello identificador, la verdad con sustento sólido y la belleza como adorno que la eleva de calidad. Y que eso sea solo ese primer paso para que esas características lleguen a ser inmutables en la eternidad feliz a la que está llamada a vivir toda la realidad existente. Mientras tanto, el ámbito en el que se debe ir dando todo es el del amor: "'Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?' Él le dijo: 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente'. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo'. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas'". Es el amor el que le da forma a todo. Fue lo que motivó a Dios para salir de sí mismo y hacer que existiera todo lo que no es Él. Fue lo que lo movió a colocar en medio de todo al hombre, su criatura predilecta, sobre el cual derramó todo ese amor eterno e infinito y que es la motivación última de la existencia de todo pues todo existe para su servicio. Fue lo que lo motivó a diseñar un plan que en todo favorece al hombre pues lo creó para la felicidad, y que contempla incluso el perdón y la misericordia, pues conocía bien de su debilidad y de la necesidad que tendría de ser perdonado y atraído de nuevo a su amor. Fue lo que lo movió a pensar para el hombre en una existencia que trascendería el tiempo y que nunca se acabaría, pues su intención es amarlo siempre y nunca dejar de amarlo, pues sabía bien que la felicidad plena del hombre estaría solo en saberse amado con amor entrañable por Aquel que es la causa de su existencia. Por todo ello, porque es un Dios que ama la vida, nunca permitirá que sea la muerte la que venza. Él es el todopoderoso y nada es imposible para Él. Por ello vencerá siempre al mal y a los mercaderes de la muerte. Esos huesos muertos de aquellos que se han puesto al servicio de la muerte y del mal quedarán derrotados y vencerán siempre aquellos que se han llenado de la carne y del espíritu que les proporciona el Dios que siempre estará a favor de la vida.

domingo, 21 de junio de 2020

"Esta vida es una sola, hay que gozarla"

Sin miedo

Existe una continuidad inobjetable en la vida del hombre. Aquella frase común que oímos repetir tantas y tantas veces: "Esta vida es una sola, hay que gozarla", es estrictamente cierta. Pero no en el sentido en el que se insiste en acuñarla, como queriendo desvirtuar una supuesta, pero nosotros sabemos que real, existencia de una vida superior, posterior a la material y temporal que vivimos actualmente. Los que tanto la repiten quieren hacer entender que no hay que fijar la mirada más allá de los días terrenos que nos corresponda vivir, sino asumir que todo se acabaría con nuestra muerte física, por lo cual no tiene sentido no poner todos los esfuerzos para hacer de esta vida un continuo disfrute, una sucesión de regalos a los sentidos, promoviendo un hedonismo sin frenos, para no caer al final en una terrible depresión por no haberla disfrutado más habiéndolo podido hacer. Si nos quedamos en la contemplación estricta de lo que estos quieren significar, debemos pensar que existe un reduccionismo muy riesgoso en esta consideración de la única vida, pues la verdad no es exactamente como ellos nos la quieren vender. Se estaría promoviendo así un ateísmo práctico en el que se decreta, no por razones argumentadas o racionales sino más bien vivenciales, la inexistencia de Dios. De este modo, no sería necesario afirmar ni demostrar que Dios no existe, sino simplemente invitar a una vida en la que Él no tenga absolutamente ninguna trascendencia ni ninguna influencia. No es el ateísmo pensado o racionalizado lo que importa, sino una vida vivida sin Dios. Vivir la vida como si Dios no existiera. Y no dar mayor importancia a una supuesta trascendencia. A lo sumo, se podría afirmar que el hombre trasciende en sus obras o en sus hijos, lo que al fin y al cabo surge de sus propias manos, que al final igualmente desaparecerá. Por ello, echando mano de prácticamente las mismas mínimas argumentaciones que utilizan, podemos con muchísima facilidad dar la vuelta a la afirmación del dicho popular. Sin duda, "esta vida es una sola", es decir, existe una solución de continuidad entre la vida actual y la eterna que vendrá. No son dos vidas distintas, sino la misma vida vivida en coordenadas diversas, en realidades consecuentes, en un cambio de estado, en una mudanza de ámbito, pero realizada por el mismo hombre, pues es el mismo ser aquí y después. No son dos criaturas diversas, una ahora y otra en la eternidad. Es el mismo hombre que muda su condición a una de felicidad eterna o a una de tristeza sin fin.

Aquel sentido negativo de gozar la vida regalándose todos los placeres posibles porque no hay una realidad posterior, debemos cambiarla por gozar la vida haciéndola orbitar alrededor del amor que es el mayor gozo que puede el hombre vivir. Hay que gozarla, sí, amando a Dios por encima de todas las cosas, sabiendo que de Él venimos y hacia Él volveremos, que sus indicaciones son las ideales para una vida vivida en plenitud pues Él no quiere sino solo lo mejor para nosotros, que su amor es infinito y ni siquiera nos podemos hacer una idea de su magnitud sino que solo podemos contemplarlo y convencernos de él viendo al que se entregó por nosotros muerto en una cruz por ese amor demostrado a pesar de nuestra obstinación en el pecado que nos llevó incluso a clavarlo en esa cruz. Hay que gozarla, sí, amándose a sí mismo, por lo cual debemos procurarnos siempre los mejores medios para un progreso como hombres, promoviendo en nosotros una verdadera humanidad que nos haga disfrutar del sabor de los valores y de las virtudes, rigiéndonos por los más sólidos principios, teniendo la satisfacción de saber que estamos apuntando a la excelencia y no contentándonos con los mínimos o las medias tintas en lo que hacemos. Hay que gozarla, sí, amando a los hermanos en los cuales debemos siempre saber descubrir la presencia de Jesús que está en ellos, como Él mismo nos lo confirmó: "Cuando lo hicieron con de estos hermanos míos, a mí me lo hicieron", haciendo con ellos el equipo ideal para avanzar unidos en la consecución de un mundo mejor para todos en el cual no haya injusticias ni miseria, en el que se acabe el odio y la injusticia, en el que rijan la fraternidad, la solidaridad y la caridad, haciéndonos conscientes de que los primeros beneficiados por alcanzar ese ideal seremos nosotros mismos. Sin duda, hay que gozar la vida, pero gozarla con el gozo real, estable, inmutable, que solo se puede lograr con el amor. Los otros gozos serán siempre pasajeros y, aunque produzcan alguna satisfacción, esta siempre será pasajera y temporal, y frecuentemente, al desaparecer solo dejarán una especie de resaca que requerirá de mucho más de lo mismo para ser aplacada. Irá produciendo un cansancio interior que poco a poco le irá quitando el halo de satisfacción y de atracción que originalmente poseía. Es común ver a quienes promueven este continuo regalo a los sentidos, en los últimos días de su vida, sentir el vacío total al echar la vista atrás y no encontrar nada sólido de lo cual enorgullecerse. Por el contrario, es hermoso percatarse de la felicidad que siente quien ha gozado de verdad de esta vida en el amor, echando la vista atrás y enorgulleciéndose, como San Pablo: "He combatido bien mi combate, he corrido bien mi carrera, he mantenido la fe. Ahora me espera la corona del triunfo".

No es extraño que esto esté claramente presente en la enseñanza de Jesús. "Teman al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la 'gehenna'. ¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga su Padre. Pues ustedes hasta los cabellos de la cabeza tienen contados. Por eso, no tengan miedo: valen más ustedes que muchos gorriones". No nos podemos quedar con la interpretación de una vida que se acaba en este tiempo, sino ir más allá. La nuestra es una vida que no tiene fin. Ha tenido un inicio que parte de las manos y del amor de Dios, tiene un desarrollo en el cual nosotros mismos jugamos parte esencial al procurar vivirla en el gozo del amor, y tendrá una continuidad eterna en la felicidad inmutable del amor que nunca se acaba. Es el don inmenso que nos ha dejado Jesús, pues ha abierto esa eternidad para todos nosotros, después de que nosotros mismos nos la habíamos cerrado: "No hay proporción entre el delito y el don: si por el delito de uno solo murieron todos, con mayor razón la gracia de Dios y el don otorgado en virtud de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos". Nuestra vida, en esa solución de continuidad, adquiere un sentido pleno, que nos lleva a nuestra plenitud como hombres en la eternidad. En ese don no solo se nos da la posibilidad de entrar en la eternidad que será sencillamente continuidad de esta temporalidad que vivimos, sino que se nos da al mismísimo Jesús, que se pone de nuestra parte al haber intentado gozar de verdad de esta vida, que es una sola, viviéndola en el amor eterno que Él nos proporciona: "A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos". No es posible que ni el mismísimo Dios eche por la borda todo el amor que ha querido derramar sobre nosotros y sobre el mundo. Su gesto creador, su providencia continua, su rescate con la muerte del Hijo encarnado, su regalo de la Iglesia como comunidad fraterna de salvación, su inspiración para el bien y la caridad, su acompañamiento continuo en la historia, su oferta de apoyo para ser alivio, consuelo y fortaleza para todos son, en su dimensión total, productos de su amor. Es realmente absurdo pensar que no haya una intencionalidad de eternidad en ello. Que todo se acabe al acabar el último suspiro de la vida de cada hombre. No tiene sentido. Lo que sí tiene sentido es que ese amor perdure, que acompañe al hombre tomándolo de su mano para que, acabada la temporalidad, pueda traspasar ese umbral a la eternidad con la seguridad de estar en las manos de quien le dará por su fidelidad un premio eterno de vida en el amor y en la felicidad que no tendrán fin. "Esta vida es una sola y hay que gozarla"