lunes, 31 de agosto de 2020

Hay que dejarse amar por Dios desde la sencillez y la humildad

 A LA LUZ DE CRISTO AMIGO: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha  cumplido hoy»

La gran revelación que Jesús vino a traernos fue la del amor de Dios por cada uno de nosotros. No porque no se hubiera hecho presente antes de su llegada, pues bastantes demostraciones de ese amor había ya dado el mismo Dios a todos, desde su explosión de amor en la creación, su compromiso de providencia con el hombre para procurarle la mejor estancia posible en el mundo, el cuidado que tuvo de su pueblo procurándole alimento y agua en el desierto, la disposición a su favor de su poder mediante los portentos que realizaba para protegerlo y liberarlo de la esclavitud, el haberlo encaminado hasta entrar en posesión de la tierra prometida que manaba leche y miel. De parte de Dios no había quedado la falta de demostraciones de ese amor. Con Jesús, esas demostraciones de amor llegaron a su punto más alto, y la elevación que alcanzó requirió del abajamiento más grande que pudo haber realizado para que quedara lo suficientemente claro que ese Dios que amaba al hombre no escatimaría nada, ni siquiera a su propio Hijo, con tal de que al mismo hombre no le quedara ninguna duda de eso. En Jesús, el amor de Dios se hizo el más concreto, el más claro, el más puro, el más poderoso. La gran revelación que trajo Jesús fue que el Dios todopoderoso, la Santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, desde que ellos mismos lo habían decidido, vivían para hacer feliz al hombre y para salvarlo de todas las desgracias, sobre todo de la peor, la del pecado, porque en Ellos no había otra tendencia hacia él que la del amor. Por ese amor hacia el hombre, Dios estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario. Y en ese itinerario de demostración se requirió de parte de Dios la realización del mayor absurdo: la donación del Hijo y la aceptación de la entrega de parte de Éste, mediante su rebajamiento total, impensable para cualquiera, pues exigía el abandono de una gloria que le pertenecía naturalmente y la asunción de la más baja cualidad, que era la que había surgido de sus mismas manos creadoras amorosas y todopoderosas. El anuncio de ese amor requirió de parte de Dios el recurso al rebajamiento total. No fue un anuncio aspaventoso ni portentoso, sino que fue un anuncio revestido de la mayor humildad, que echó mano al recurso menos ruidoso, como lo fue el de asumir el sufrimiento, la pasión, la muerte en cruz y el ocultamiento en el sepulcro frío, oscuro y silencioso. Paradójicamente, el anuncio del amor de Dios por el hombre que mejor se escuchó no fue el de los portentos maravillosos que se dieron en el Antiguo Testamento, sino el que llegó directamente al corazón del hombre desde el silencio, la soledad y la oscuridad majestuosos del sepulcro. Ese fue el grito de amor que nos vino a traer Jesús. Esa fue la gran novedad del anuncio de Cristo.

Por supuesto, desde que el mismo Dios lo hizo así, le dio la coloración y el estilo de todos los anuncios de amor que tuvieran que ser realizados en el futuro. El envío que hace Jesús de sus discípulos al mundo, "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación", no podía ser hecho de otra manera que con el mismo estilo que Él había impreso. Si los hombres debían escuchar el anuncio de su amor infinito, debían hacerlo de la misma manera que Él ya lo había hecho: desde el rebajamiento, desde la humildad, desde el silencio activo y liberador. Así como no hubo aspavientos en Él cuando fue ocultado en el sepulcro frío, tampoco debe haberlos en los discípulos enviados al hacer su anuncio del amor liberador de Dios. Cada discípulo de Jesús debe desmontarse de sus posturas de superioridad, debe dejar a un lado la soberbia, debe asumir que no está en el centro de la atención. Debe hacerse consciente de que no es más que la voz prestada a Dios para que sea Él el que dé su propio anuncio. Y Él lo seguirá haciendo desde el abajamiento, desde la humildad, desde la sencillez. Si no se hace así, se corre el riesgo de que el anunciador quiera hacerse el protagonista de una obra que no es la suya. Se estaría queriendo colocar en el centro que solo le corresponde a Jesús y a su anuncio de amor. Asumir que se es solo instrumento del amor, que no se es digno ni siquiera de ser su anunciador pues se es el primero de los beneficiarios, es el primer paso para ser buen anunciador. Así lo entendió San Pablo: "Cuando vine a ustedes a anunciarles el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre ustedes me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y Éste crucificado. También yo me presenté a ustedes débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que la fe de ustedes no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios". San Pablo era un hombre muy versado en las cosas de Dios. Había tenido formación de rabino y era fariseo. Si alguien se hubiera podido jactar de sus conocimientos era él. Pero ante la misión de anunciar el evangelio del amor de Dios, también él "se despojó de su rango", y asumió con la mayor gravedad posible la tarea que le correspondía, asumiendo a la vez el estilo de humildad que había impreso Jesús. El discípulo debe asumir "con temor y temblor" la delicada misión de ser anunciador del amor de Dios a los hombres.

Desde el inicio del cumplimiento de su misión, Jesús asumió su rebajamiento como la manera natural de traer el anuncio del amor de Dios, al extremo de que sus mismos paisanos creyeron imposible que uno de los suyos, el que había convivido siempre entre ellos, tuviera tan alta misión: "Todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: '¿No es este el hijo de José?'" Jesús era en quien se cumplían las Escrituras, y eso era lo que venía a anunciarle a los suyos: "'El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor'. Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: 'Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír'". Con Jesús se daba inicio a ese año de gracia que Dios declaraba para la humanidad entera. No se daba con bombos y platillos el acontecimiento más importante que vivirían todos los hombres, el que cambiaría el curso de la historia, el que atraía de nuevo a los hombres al corazón amoroso de Dios, el que los hacía recuperar su condición de hijos de Dios y de imagen y semejanza suyos. No hubo bulos magníficos ni anuncios estruendosos. Se inició en la sencillez de una sinagoga de pueblo, el del mismo Hijo de Dios que se había hecho hombre, en medio de aquel pueblo que lo conocía bien desde niño y que había convivido con Él, por lo cual quedaron asombrados de que algo tan grande estuviera revestido de tanta humildad, por lo que se les complicaba su aceptación. En la mente de ellos estaban las obras maravillosas y portentosas del Dios todopoderoso del Antiguo Testamento. Pero Jesús venía a decirles que Dios es el Dios de los anuncios sencillos, de la habitación deseada en el corazón convencido y lleno de amor de los hombres: "'Sin duda me dirán aquel refrán: 'Médico, cúrate a ti mismo', haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún'. Y añadió: 'En verdad les digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo, Puedo asegurarles que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio'". No debe haber, por tanto, humildad solo en el anunciador, sino también en quien escucha el anuncio. Se trata de tener corazón humilde y sencillo tanto para anunciar como para escuchar y aceptar. El amor de Dios es cuestión de corazones humildes que lo anuncien, que lo acepten, y que lo vivan con intensidad. Así serán salvados.

domingo, 30 de agosto de 2020

El mundo nos quiere aplastados. Jesús nos quiere de pie

 Catholic.net - Si alguno quiere venir en pos de mí

Entre las cosas contra las que debemos luchar más los cristianos, en la búsqueda de la fidelidad a Dios, a Jesús, a su mensaje de amor y a su entrega por amor a nosotros, es contra el "respeto humano". Algunos consideran que es un eufemismo con el cual revestimos hermosamente una realidad más dura, que sería la cobardía. Significaría el temor a quedar completamente desvalido ante los embates del mundo, con el cual se querría "no quedar mal", dejándose así vencer por los criterios mundanos, aun cuando eso implique traicionar a Jesús y a su amor. Significaría también dar mayor valor a lo que pasa, a lo temporal, a lo inmanente, sobre lo que nunca desaparecerá, lo que trasciende, lo eterno. Sería valorar la gota de agua que poseemos en nuestros días por encima del océano que nos espera en la eternidad, todo con el simple propósito de no dar una imagen absurda que no cuadre con las valoraciones que promueve una realidad que se aleja cada vez más de Dios. En un mundo en el que se valora más la imagen propia y el prestigio personal, en el que se da lugar solo a la ostentación, en el que se promueve el disfrute y el goce de placeres como la única manera de alcanzar la felicidad, en el que el ego debe estar por encima de cualquier gesto de solidaridad por lo cual se considera absurdo tender la mano a quien más necesita considerándolo más bien alguien incómodo al que hay que esconder y ocultar para que no se presente como crítico de la indiferencia generalizada, alguien que se atreva a ir contra esa marea sería un extraño, como un extraterrestre que no tendría cabida en él. Por ello, ese "respeto humano", en cristiano, es necesario enfrentarlo y combatirlo, pues es lo que está llevando al mundo definitivamente a caer por el desfiladero de la muerte de los valores. No es ni siquiera una consideración que se enmarca solo en criterios de fe, sino que es un llamado a la más elemental humanidad. Si el mundo sigue por ese camino, su destino es la oscuridad, la debacle total, la desaparición. El hombre que se deje conquistar por esa manera de actuar del mundo actual se irá convirtiendo progresivamente en el más grande enemigo de los otros hombres, los irá viendo cada vez más como sus competidores a los cuales deberá enfrentarse para procurar su eliminación a fin de poder sobrevivir. Es la realidad del hombre que se convertirá en el lobo de sus propios hermanos. Hay que responder, entonces, a la llamada perentoria que nos hace la misma realidad a reaccionar para evitar la debacle total. Nuestra fe sería, en este caso, un acicate más que añadiría un elemento adicional a la necesidad de evitar la tragedia del mundo y del hombre, que sería la valoración de lo eterno, de lo que no cambia, de lo que trasciende, y la valoración del amor a Dios y a los hermanos como el motor principal que alimentaría la valentía para poder enfrentar a ese mundo, venciendo ese "respeto humano" que tiene un bello nombre, pero que disfraza la peor calamidad que puede envolvernos, como es la cobardía de quien no se atreva a ser auténtico y fiel.

San Pablo, avizorando ya este peligro que se presentaba como real en aquella comunidad incipiente de cristianos que empezaba a surgir en medio de un mundo que reaccionaba hostilmente a la propuesta de fe que traía como novedad radical Jesús y su amor, ponía sobre aviso: "Los exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presenten sus cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es su culto espiritual. Y no se amolden a este mundo, sino transfórmense por la renovación de la mente, para que sepan discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto". No es dar todos los gustos materiales al cuerpo lo que dará la clave de la felicidad al hombre, lo que en cierto modo sería una declaración de derrota, una rendición, ante lo pasajero y ante lo que desaparecerá, sino precisamente el declararse señores en todo momento, dominando los placeres y las tendencias desbocadas del cuerpo y de su materialidad que buscan por el contrario la esclavización del hombre. Quien vive solo en la sensualidad va poco a poco y casi imperceptiblemente, colocando cadenas a su propia libertad. Paradójicamente, afirmando que porque es libre puede hacer lo que le viene en gana, lo que hace para regalar sus sentidos va encadenando sutilmente cada vez más esa libertad, con lo cual, cuando se percate de la realidad, comprobará que ha quedado totalmente esclavizado, que ya no es libre pues ha quedado encadenado a esos placeres, sin los cuales ya no puede vivir por lo que no puede liberarse de ellos. Por ello, en la valentía necesaria para poder enfrentar la pretensión del mundo y de su materialidad que a toda costa quiere ganar a todos, se debe tener la capacidad de ser distinto, de ir contra corriente, de no ser uno más del montón. Se trata de no dejarse vencer por su fuerza omnipresente, sino de rendirse a la que es omnipotente y suave a la vez, que es la fuerza de Dios y la de su amor, que ofrece el auténtico camino de la felicidad que se dará solo en la unión con Él, con la plenitud que ofrece, y en el amor, que es la fuerza verdaderamente liberadora y la que jamás podrá ser vencida, pues no hay mayor poder que el del amor que une a Dios y que lanza a los hermanos: "Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; has sido más fuerte que yo y me has podido. He sido a diario el hazmerreír, todo el mundo se burlaba de mí. Cuando hablo, tengo que gritar, proclamar violencia y destrucción. La palabra del Señor me ha servido de oprobio y desprecio a diario. Pensé en olvidarme del asunto y dije: 'No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre'; pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía". Dejarse vencer por Dios es la mayor de las victorias.

Jesús nos invita a vivir en esa victoria continua sobre nosotros mismos y sobre el mundo que nos invita a alejarnos de Él y de su amor: "Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla?" El peor error en el que podemos caer los hombres es el de equivocar la jerarquización de los valores. Hacer caso a la propuesta del mundo, que nos invita sin rubor al desprecio de lo trascendente viviendo solo el momento actual. Eliminar la perspectiva de futuro y contentarnos con reducir nuestra mirada solo a lo pasajero, pretendiendo que centremos toda nuestra vida en lo que tenemos a nuestro alrededor, en lo temporal, en la sensualidad y en los placeres, en el aprovechamiento de los demás como herramientas para nuestro progreso individual. Es la destrucción de la perspectiva que más nos eleva y nos hace hombres que es la unión con la causa de nuestra existencia y nos conecta vitalmente con el que pone toda su providencia a nuestro favor, que es nuestro Dios creador, y además nos conecta con la realidad sólida con la cual hemos sido creados, que es la cualidad de seres comunitarios, afirmando que "no es bueno que el hombre esté solo", con lo que marcó nuestra esencia con su propia cualidad de ser comunitario, Santísima Trinidad que vive la unidad en la comunidad gloriosa que es su esencia natural. Esa unión con Él y con los hermanos se opone radicalmente a la soberbia y al egoísmo promovidos por el mundo y nos encamina a la vida de felicidad plena que se da solo en Dios y que apunta a una vivencia eterna en los mismos términos de plenitud, pues será la vivencia sin fin del amor, que es lo que libera y eleva realmente al hombre y al mundo. Se trata de asumir la realidad globalmente, con todo lo que ella incluye, sabiendo que se enmarca en un proceso que nos purifica en función de la plenitud que nos espera, como lo vivió Jesús mismo, asumiéndolo responsablemente, incluso ante las voces narcotizantes que lo invitaban a huir de ella, como la de Pedro que pretendió ahorrarle el sufrimiento de la cruz y de la muerte: "'¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte'. Jesús se volvió y dijo a Pedro: 'Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios'". Todo es parte del proceso para llegar a la plenitud a la que estamos llamados. Es la manera de ganar la vida a la que nos llama Dios. Por ello, debemos ser valientes, vencer el "respeto humano", no dejarnos atrapar por las redes del mundo y apuntar a la verdadera plenitud que se dará en la felicidad eterna junto al Padre.

sábado, 29 de agosto de 2020

Dios escoge lo débil del mundo para demostrar su amor y su poder

 509) Herodes, encubridores y el martirio de San Juan Bautista

Una realidad que nos cuesta asimilar a los hombres es la diferencia que existe entre nuestros criterios y conductas y los criterios y conductas de Dios. Nuestro empeño en darle categoría humana a todo lo que no somos nosotros nos envuelve de tal manera que se nos hace casi imposible comprender algo sin incluirlo en nuestras categorías antropomórficas. O le damos a todo una explicación "humana" o le damos forma "humana". Por eso, por ejemplo, cuando vemos el cielo gris decimos que "está triste", cuando el perro se alegra porque nos acercamos para darle de comer decimos que "nos ama", cuando el árbol da mucho fruto después de haberlo cuidado, podado y regado decimos que "está agradecido". Son conductas únicamente humanas que atribuimos a lo que no somos nosotros, pues es la única manera en la que podemos explicar esos fenómenos. Igual nos pasa cuando nos referimos a la realidad espiritual, sobre todo en cuanto nos referimos a Dios. A Dios le atribuimos absolutamente todas las cualidades humanas, pues es la única manera en la que podemos entrar en una comprensión más clara de lo que Él es. Al ser espíritu puro, Dios no tiene cuerpo, no tiene materia. Aún así, a Dios le atribuimos categorías antropomórficas pues no tenemos otra manera de entender su ser. Decimos que Dios "nos ama con todo su corazón", que está continuamente "poniendo sus ojos sobre nosotros", que "nos acuna en sus brazos", que "nos toma de su mano", que "acerca su oído para escuchar nuestra plegaria". La realidad es que Dios, al no tener realidad material, al no tener cuerpo, no tiene corazón ni ojos, no tiene brazos ni manos ni oídos. Esto no quiere decir que no nos ame ni nos vea, que no nos acune ni nos conduzca ni nos proteja, que no nos escuche. Lo hace, sin duda, pero de una manera que no sabemos cómo se hace realidad en Él. Estamos totalmente seguros que sí lo hace. Lo más propio será decir que en Dios todo es "intuición". Dios nos ama, nos ve, nos toca, nos escucha, intuyendo. Dios "intuye". Precisamente esa imposibilidad del hombre de "agarrar" al Dios que escapa de esa posibilidad de "ser agarrado", es la que ha hecho que para nosotros haya sido necesario categorizar a Dios con nuestras categorías humanas, dándole la forma y el criterio por el cual podemos hacerlo más nuestro, más cercano a nosotros. Y es también lo que ha hecho que Dios haya "condescendido" con nosotros, motivado por su infinito amor, haciéndose "agarrable" en Jesús, el Salvador, segunda Persona de la Santísima Trinidad, por lo tanto, Dios y espíritu puro originalmente, quien "se despojó de su rango, pasando por uno de tantos". Algunos teólogos afirman que cuando Dios dijo "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza", lo dijo no solo refiriéndose a su inteligencia y su voluntad, a la libertad y a su capacidad de amar, sino a la corporalidad que asumiría su Hijo en Jesús, al cual tenía ya en su mente, pues para Él todo tiempo, pasado, presente y futuro, es un eterno presente.

Esta categorización humana de Dios que nos empeñamos en hacer la hemos llevado hasta las últimas consecuencias, invadiendo incluso el terreno de los criterios y las conductas de Dios. Pretendemos, de alguna manera, el dominio de Dios según lo hacemos nosotros con las otras criaturas de la creación, creyendo que Dios es manilupable igual que ellas. Por eso Dios mismo sale a nuestro encuentro con amor paternal para aclararnos bien las cosas: "'Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes, ni sus caminos son Mis caminos', declara el Señor". Es necesario que Él mismo lo aclare, por cuanto nuestra tentación es pensar que Dios debe pensar como pensamos nosotros y que debe actuar como actuamos normalmente nosotros. Que debe hacer las cosas según nuestro arbitrio y no según lo que Él, en su libertad absoluta e infinitamente sabia, determina que debe hacerlas y pensarlas. Evidentemente, esto choca frontalmente con lo que nosotros hacemos con todo en lo cotidiano. En todo caso, Dios sigue actuando sin que nadie le indique cuál debe ser su camino ni su criterio, pues Él mantiene para siempre su infinita sabiduría y su infinito poder, sin que nosotros, desde nuestra nada delante de lo infinitamente grande que Él es, podamos intentar ni hacer algo por impedirlo. La mejor manera de reconciliación entre lo que nosotros pensamos y lo que Dios intuye, entre las actuaciones de Dios y lo que nosotros pensamos que debería ser, es la humildad. Asumir nuestra realidad tal como es, asumir la realidad de Dios que se escapa de nuestra comprensión total y de nuestro dominio, asimilar en lo más íntimo de nuestro corazón y de nuestra mente que todas las actuaciones de Dios son motivadas única y exclusivamente por su amor, que es lo que Él es en lo más íntimo de su esencia, y nunca podrá actuar en contra del amor que es Él mismo, pues no puede jamás actuar en contra de sí ni contradecir su propio ser, pues eso implicaría su autodestrucción y su desaparición, lo cual es un absurdo total. Es, en fin, abandonarse confiados en sus criterios y acciones, pues sabemos que, desde su amor, serán siempre los que Él considere los mejores para nosotros, aunque se mantengan en la categoría de misteriosos. Es lo que afirmaba san Pablo: "Lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor". Para nosotros, lo lógico sería que Dios escogiera para sí a lo más granado según nuestras categorías humanas. Lo que Dios hace, en todo caso, es lo más absurdo: escoger a los que menos valen. Está claro que sus pensamientos no son nuestros pensamientos.

De esa manera actúa y actuará siempre, por cuanto sus criterios son muy distintos a los nuestros. Nosotros hubiéramos elegido a los más poderosos para humillar y someter a quienes pretendían ejercer el poder, azotando a los más débiles. Hubiéramos lanzado diatribas, invocado a los ejércitos más poderosos, hecho caer rayos y centellas sobre los malos, en vez de permitir ser aprehendido, humillado, azotado y asesinado en una cruz. Hubiéramos elegido como apóstoles a los más doctos y no a los menos instruidos, a los más valientes y no a los más cobardes. Los hubiéramos mandado al mundo a anunciar la salvación con los mejores medios a la mano y no desprovistos de todo pasando por las más grandes necesidades, apoyados con fuerzas poderosas que enfrentaran a quienes se opusieran y no en la mayor debilidad para ser perseguidos, azotados, burlados y humillados. A Dios así le pareció mejor. Y es lo que le ha dado sentido al anuncio de su amor. Es el amor sencillo y humilde, que no es arrogante sino paciente, que quiere conquistar y no subyugar. Así fue la tarea que cumplió cada uno de los elegidos y enviados por Jesús al mundo, entre ellos Juan Bautista, quien desde la más grande debilidad y sin aspavientos de poder, se enfrentó al más poderoso, a Herodes, y dio testimonio de su mensaje incluso con la entrega de su vida. Lo que quedó para siempre fue su apego a la verdad y no la fuerza destructiva de su verdugo: "'Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista'. El rey se puso muy triste; pero por el juramento y los convidados no quiso desairarla. Enseguida le mandó a uno de su guardia que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos fueron a recoger el cadáver y lo pusieron en un sepulcro". Venció la debilidad del Bautista aun muriendo. Y fue vencida la arrogancia y el poder de Herodes y de su mujer, quienes quedaron para toda la historia como símbolos del hedonismo malsano y ruin, despreciados por todos para siempre. Fue lo débil según nuestros criterios lo que venció. Y lo que consideramos poderoso e imbatible, fue lo que quedó humillado y despedazado. Dios eligió la debilidad de Juan Bautista para dar testimonio de la fortaleza del amor y de la verdad, por encima del mal y del poder malsano. Por eso, debemos bajar las cabezas delante de nuestro Dios que conoce perfectamente mejor que nosotros cómo pensar y cómo actuar, y dejarnos invadir humildemente por sus criterios y sus conductas, infinitamente más sabios, pues son los criterios y las acciones del amor y de la verdad.

viernes, 28 de agosto de 2020

Esperamos en Dios porque sabemos que nos ama con amor eterno e infinito

 Las vírgenes necias y las prudentes.

La esperanza que viven los cristianos tiene una característica esencial. Ella es activa, mantiene en alerta, no es narcotizante ni paralizante. Tampoco se alimenta de criterios puramente horizontales que pudieran ser una motivación para experimentar la fe mediante portentos o grandes conocimientos, con los cuales el mérito lo tendría quien se esfuerza más por presenciar milagros o quien adquiere más criterios que sustenten lo que cree. Por un lado, el error estaría en colocar la confianza para la confesión de la fe solo en las grandes maravillas que Dios realice y que, si no se hacen presentes, no sería posible sustentar la fe. Y por otro lado, se erraría al colocar la confianza solo en la adquisición de criterios que hagan comprensible la fe, por lo que ella existiría únicamente cuando todo tiene explicación racional y alimente su componente intelectual. Ambas posturas dejan a un lado completamente la acción de Dios por amor en el corazón del hombre. Una sería puro fideísmo sin criterio, y la otra pura intelectualidad vacía de amor. El fideísmo es dañino porque hace ausente al Dios de la vida, al que actúa en lo cotidiano, al que es cercano en cualquier circunstancia vital, al que por estar siempre presente compromete a cada uno a acercarse a Él y a su amor, a no tenerlo lejano contemplándolo solo en lo maravilloso, por lo cual poco influiría en el día a día y no se sentiría la responsabilidad que ha hecho reposar sobre los hombros del creyente de lograr un mundo mejor en el cual viviendo esa cercanía a Él se pueda vivir mejor el bien, el amor, la justicia, la paz, el progreso, por el esfuerzo de cada cristiano. El racionalismo hace daño pues precipita hacia el vacío de la ausencia de amor, hacia la frialdad de lo calculador, con lo cual prácticamente se pretende dominar a Dios al avanzar en su conocimiento, con el consecuente riesgo de la soberbia espiritual que llena de orgullo y vanidad, despreciando a los demás, engreídos por estar llenos de ideas, pero estando vacíos totalmente de la humildad necesaria delante del Dios del amor todopoderoso y de la fraternidad a la que lanza ese mismo amor, por lo que el creyente estaría consciente de que el mundo está en manos de todos y de que el bienestar es un logro que se alcanzará solo con el concurso humilde y desinteresado, movido por el amor, de cada cristiano. Así lo entendió San Agustín, el gran santo y sabio: "El mucho saber hincha. Y lo que estás hinchado no está sano". Si el conocimiento de Dios no va acompañado por el amor y la humildad, se convierte en una arma destructiva de sí mismo y de los hermanos.

San Pablo le salió al frente a estas dos posturas, caracterizadas por las actitudes asumidas, por un lado, por los judíos y por el otro, por los griegos. Los judíos asumieron la del fideísmo y los griegos la del racionalismo: "Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios". En ambos grupos están presentes los dos extremos. Y la solución del conflicto entre ambas posturas acerca de la comprensión de la fe la ofrece San Pablo en la presentación del escándalo y la necedad de la Cruz, resumen perfecto del amor de Dios por los hombres. No se dará la convicción más pura de la fe ni se llegará a su confesión más sólida si no está presente en ella la realidad más clara del amor de Dios por los hombres, como es la que se percibe en la entrega final del Hijo con el derramamiento de su sangre y con su muerte como ofrenda personal de sí mismo en el altar de la Cruz para rescatar a los hombres de la oscuridad y de la muerte. La única explicación razonable, la única causa de todo, es ese amor que no puede estar ausente jamás. La respuesta de fe debida estará basada, entonces, en la propuesta de amor que hace Dios a los hombres mediante la entrega de su Hijo, la cual es una confesión de amor eterno e inmutable por cada uno de los hombres. El Dios enamorado no quiere producir una respuesta en la que esté ausente el amor, que esté basada solo en lo portentoso o en lo que llena de criterios muy sabios, pero que lo deja a Él fuera de toda consideración de cercanía. Quiere que se le acepte con un corazón humilde y una mente dócil, que sea una aceptación en la que el amor sea componente principal y esencial, sin el cual se vaciaría totalmente de sentido trascendente toda posible respuesta. Así lo expresa claramente San Pablo: "No me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo. Pues el mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden; pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios. Pues está escrito: 'Destruiré la sabiduría de los sabios, frustraré la sagacidad de los sagaces'. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el docto? ¿Dónde está el sofista de este tiempo? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo? Y puesto que, en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predicación para salvar a los que creen". Por ello, en el mensaje de la salvación, jamás puede estar ausente el anuncio del amor hecho patente en la muerte de Cristo en la cruz.

De allí que Cristo insista en la necesidad de disponer el corazón para la aceptación de esta propuesta de amor eterno de parte de Dios a los hombres. En eso consiste la necesidad de estar siempre vigilantes, como las vírgenes prudentes de la parábola, que con un corazón bien preparado esperaban la llegada del novio. Lo que las mueve es la convicción de que no están esperando ya más nada, sino solo la manifestación final de Aquel que con su entrega en la cruz confesó el amor de Dios que llega hasta la demostración más fehaciente posible. "Nadie tiene amor más grande que aquel que entrega la vida por sus amigos". Es lo que hizo Jesús y lo que nos reveló ya definitivamente el inmenso amor que Dios nos tiene. Ya no hay necesidad de otras demostraciones. Ya no hay que esperar más portentos ni más argumentos convincentes. Nuestro corazón tiene la demostración más clara, la que lo convence definitivamente de ese amor inmutable. Pretender esperar otra cosa sería comportarse como las vírgenes necias que no fueron capaces de mantener sus lámparas encendidas: "Llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: Señor, señor, ábrenos. Pero él respondió: 'En verdad les digo que no las conozco'". Aquella esperanza que no paraliza, sino que lanza a la acción, motivó a las vírgenes prudentes a esperar activamente la llegada del esposo. Ese esposo es Jesús que ya ha demostrado su deseo de esposar a cada cristiano, haciéndolos entrar al banquete celestial con tal de que tengan las lámparas encendidas. Esas son las lámparas que han sido encendidas en la convicción firme de la presencia de Dios en cada segundo de la vida, no simplemente como una entelequia o una idea racional, o como una fábrica de portentos, sino como Aquel que se hizo presente desde lo más sencillo de la vida de cualquier hombre, demostrando su divinidad no en la manifestación maravillosa de poder o en la fuerza de los argumentos racionales irrefutables, sino en lo más sorprendente y absurdo, que fue su fuerza totalmente vencida en la cruz y en la imagen del hombre que pende inerte muerto por la fuerza asesina de sus enemigos, pero que en realidad, paradójicamente, fue la manifestación más gloriosa de su poder por cuanto descubría el amor infinito y eterno que confesó con esa muerte por cada hombre de la historia, a los que venía a rescatar y a los que arrebató de las manos ensangrentadas del demonio, de la muerte y del mal. Nuestra lámpara encendida es nuestro corazón convencido del amor de Dios que responde con ese mismo amor a Él y a los hermanos, a la espera de esa venida gloriosa, después de la cual nos dejará entrar a todos a gozar del banquete de bodas final y del amor y la felicidad que nunca se acaban.

jueves, 27 de agosto de 2020

Nos debatimos entre el hoy de siembra y la eternidad de cosecha

 Parroquia del Corazón de María de Oviedo: Estad preparados, porque ...

Los cristianos vivimos en una realidad de tensión entre el presente y el futuro. Es lo que técnicamente se llama "tensión escatológica", en la que se da una mentalidad casi dicotómica que nos afinca en nuestra experiencia cotidiana pero nos hace vivir en el deseo de lo que vendrá en la eternidad. La temporalidad será, de ese modo, una realidad no absoluta sino relativa, no en cuanto que tenga menor valor o sea menos importante, sino en cuanto que no es la realidad definitiva y permanente que vivirá la humanidad. Si no comprendemos bien esta dualidad que tiene la experiencia del tiempo para nosotros, podemos equivocarnos dándole mayor importancia o a nuestra temporalidad terrenal presente o a nuestra eternidad celestial futura, con el consecuente desprecio a una de las dos, por lo cual seríamos tildados de presentistas o de futuristas. Los presentistas serían los que desprecian la realidad futura de eternidad a la que está llamado todo lo creado, o porque no creen en Dios o porque piensan que lo único que tiene sentido es el vivir el aquí y el ahora como si todo se agotara en ello. Son los que piensan que por agotarse toda la realidad en lo que se vive actualmente, hay que desvivirse por lograr una vida ostentosa, dándose los mayores gustos, acumulando la mayor cantidad de bienes, procurándose los mayores placeres, pues "a esta vida se ha venido a gozar" y "esta vida es una sola y hay que gozarla". Los futuristas serían, en cambio, los que caminan en el sentido contrario, despreciando todo lo que los circunda y dando valor solo a lo que se vivirá en el futuro, por lo cual no tiene sentido hacer ningún esfuerzo por perseguir el bien de lo temporal ya que toda la realidad actual desaparecerá en la nada. No tendría sentido esforzarse denodadamente por el progreso de la humanidad, ni procurar ser mejores en lo propio. Tampoco luchar por una mejor calidad de vida ni para sí ni para los demás. Simplemente basta con elevar la mirada hacia el cielo, en una añoranza continua de aquel tiempo en el que sí se logrará ser feliz, con lo cual habría una total desvinculación de lo que se vive en lo cotidiano, pues eso no tiene ningún valor ni persistirá más allá del tiempo actual. Ambas posiciones son tremendamente dañinas y han perjudicado enormemente la historia de la humanidad. Si se coloca el corazón en una de las dos posiciones no se está logrando absolutamente ningún beneficio para el mundo, pues ambas acentúan de manera desmedida el egoísmo y el desentenderse de los demás como compañeros de camino con los cuales hay que contar y a los cuales hay que buscar siempre beneficiar.

La posición correcta y más sana es la de la conjunción equilibrada de ambas posturas extremas. San Pablo, en sus enseñanzas a las comunidades, presentaba esta doble realidad como una necesidad, por cuanto los cristianos somos viandantes en el mundo, pisando firmemente en la realidad que nos corresponde vivir a cada uno, pero con la mirada y la añoranza puestas en aquella eternidad prometida en la que viviremos la plenitud de la felicidad y del amor en Dios: "Doy gracias a mi Dios continuamente por ustedes, por la gracia de Dios que se les ha dado en Cristo Jesús; pues en Él han sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia; porque en ustedes se ha probado el testimonio de Cristo, de modo que ustedes no carecen de ningún don gratuito, mientras aguardan la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él los mantendrá firmes hasta el final, para que sean irreprensibles el día de nuestro Señor Jesucristo". Aun cuando hay una realidad final futura a la que estamos llamados todos, existe también la realidad temporal en la que todos estamos inmersos, y que nos compromete a mantenernos "firmes hasta el final", pues en esta realidad donde desarrollaremos toda nuestra vida terrena, en la que haremos la siembra de la semilla que será cosechada en la eternidad. Es lo que los escrituristas han dado en llamar el "ya pero todavía no", típico de San Pablo. Ya estamos salvados, pero aún no gozamos de todos los bienes con los que nos enriquece la salvación. Ya hemos sido redimidos por Jesús, pero aún esa realidad de la redención se debate con la realidad del pecado en la que aún estamos inmersos los hombres. Ya están abiertas las puertas del cielo para todos, pero aún tenemos que transitar por nuestra realidad temporal que nos exige ponernos a favor de hacer presente el Reino de los cielos en nuestro mundo. Ya hemos sido hechos de nuevo hijos de Dios y hemos recuperado nuestro ser imagen y semejanza del Padre Dios, pero esta filiación adoptiva debe consolidarse cada vez más en las demostraciones que vayamos dando en nuestro día a día. Ya hemos sido hechos todos hermanos entre nosotros, pero nuestra fraternidad debe solidificarse en la lucha cotidiana por hacer un mundo mejor para todos.

Por eso Jesús en su deseo de que todos vivamos en esa tensión entre cumplimiento y espera, disponiendo bien nuestro ser de modo que ni despreciemos nuestra realidad actual ni la coloquemos como fin único y último, nos llama la atención concienzudamente: "Estén en vela, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor. Comprendan que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría que abrieran un boquete en su casa. Por eso, estén también ustedes preparados, porque a la hora que menos piensen viene el Hijo del hombre". Estar preparados significa que no se está de brazos cruzados, sino haciendo todo lo que sea necesario para disponer bien el corazón y el ser entero para la entrada en el Reino futuro. No se trata de estar contemplando pasivamente y expectantes la futura llegada de la realidad eterna y definitiva, sino que se está sembrando en la realidad actual todo lo que sea necesario para adelantar esa llegada. El hombre ha sido colocado en medio del mundo para procurar que sea mejor. Habiendo sido hecho todo "muy bueno" por nuestro Dios, ha confiado en nuestras manos la tarea concreta de hacerlo todo mejor, dominando la tierra y sometiéndola, de modo que la hagamos a ella misma más digna de ser lugar en el que se implante el Reino de Dios. En ese empeño estaremos demostrando nuestro interés de entrar triunfantes en el futuro de eternidad y de plenitud en la presencia de Dios. Se trata de asumir el compromiso real de hacerlo todo mejor, digno de la presencia de Dios. Solo si demostramos este empeño, estaremos demostrando nuestro verdadero deseo de entrar en ese gozo eterno. Si no, estaremos confirmando nuestro poco interés por la realidad inmutable. Ni viviendo como si lo único que existiera fuera solo nuestro tiempo pasajero ni como si nada de lo que vivimos hoy tiene importancia sino solo el futuro eterno, lograremos hacer que haya una expectativa real del gozo que viviremos. Así lo confirma Jesús: "¿Quién es el criado fiel y prudente, a quien el señor encarga de dar a la servidumbre la comida a sus horas? Bienaventurado ese criado, si el señor, al llegar, lo encuentra portándose así. En verdad les digo que le confiará la administración de todos sus bienes. Pero si dijere aquel mal siervo para sus adentros: 'Mi señor tarda en llegar', y empieza a pegar a sus compañeros, y a comer y a beber con los borrachos, el día y la hora que menos se lo espera, llegará el amo y lo castigará con rigor y le hará compartir la suerte de los hipócritas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes". La clave está, entonces, en vivir nuestra realidad actual con la máxima intensidad, sembrando en ella las semillas de amor, de fraternidad, de paz y de justicia, demostrando con ello que queremos que nuestro mundo sea digno de ser considerado estancia ideal para la llegada del Reino definitivo, en el que entraremos nosotros para disfrutar ya eternamente de la cosecha que den las semillas que hayamos sembrado.

miércoles, 26 de agosto de 2020

Un mundo mejor, aquí y ahora, para todos, y en la eternidad, felicidad plena

 REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA DEL T.O. ...

Los cristianos son ciudadanos del mundo y son enviados a él para dar testimonio de su fe en medio de la realidad cotidiana. De ninguna manera la profesión de la fe los sustrae de sus obligaciones civiles ni los hace ciudadanos de superior categoría que nadie. Al contrario, deben sentirse los primeros responsables en llevar adelante una conducta que construya una mejor sociedad, sembrando la semilla de la buena convivencia, de la paz, del progreso, al tener conciencia de haber sido enviados por Jesús para que el mundo fuera un mejor lugar para todos. La caracterización espiritual que tiene la confesión de la fe no implica para nada el desentenderse de la búsqueda del Bien Común, que es obligatoria para todo componente de la sociedad. En esta búsqueda el cristiano debe sentirse más bien llamado a ocupar la primera fila. La tentación de creerse liberados de toda obligación temporal no es para nada nueva. Ya se dio en la primera comunidad cristiana, en la que había una errada idea de la inminencia de la segunda venida en gloria de Jesús, por lo cual entendían que ya no valía la pena esforzarse en lograr mejores condiciones materiales, por cuanto toda la realidad conocida desaparecería cuando se diera esa llegada de Cristo. Se extendía así una mentalidad de "pasotismo", de dejar pasar, de indiferencia ante las necesidades materiales, de desentenderse incluso del bien de los hermanos. Si todo estaba a punto de pasar, ¿para qué mover un  dedo? Por ello San Pablo le salió al paso a esta tentación y dejó claro para aquellos primeros cristianos que caían en ella que, incluso si así fuera, si el mundo fuera a desaparecer inmediatamente, no era lícito para los cristianos vivir en esa indiferencia: "No vivimos entre ustedes sin trabajar, no comimos de balde el pan de nadie, sino que con cansancio y fatiga, día y noche, trabajamos a fin de no ser una carga para ninguno de ustedes. No porque no tuviéramos derecho, sino para darles en nosotros un modelo que imitar. Además, cuando estábamos entre ustedes, les mandábamos que si alguno no quiere trabajar, que no coma". Aunque fuera cierta la desaparición inminente de la realidad conocida, los cristianos estaban llamados a seguir dando testimonio de ser buenos ciudadanos, siendo responsables en el cumplimento de sus tareas. Es fruto de estar motivados por un espíritu de esperanza que nunca invita a la pasividad sino a la acción para atraer la venida del Reino. En cierto modo, la motivación final no se encuentra en la sola mejora de la realidad material, sino en hacer presente a Jesús, sea el tiemplo que sea. Lo entendió así el gran Martin Luther King, cuando pronunció su famosa frase: "Aunque supiera que el mundo se acaba mañana, yo hoy todavía, plantaría un árbol". El cristiano vive de la esperanza y su fundamento lo mueve a intentar hacer siempre mejor la vida.

En otra faceta de la irresponsabilidad ante el mundo está la actitud de los escribas y fariseos que se consideraban exentos de cumplir las responsabilidades a las que eran llamados todos. Cargaban a los demás de ellas, pero se consideraban eximidos de ese cumplimiento, no sin querer aparentar que eran falsamente los primeros cumplidores. Su falsedad era puesta en evidencia por Jesús, que los enfrentaba duramente y los desnudaba delante de todos. Esa apariencia de bondad era una simple fachada con la que ocultaban la oscuridad en la que vivían interiormente y de la que se aprovechaban para seguir sacando ventajas personales. Lo de ellos no era un simple desentenderse de sus responsabilidades, sino cargarlas sobre las espaldas de los más débiles para que hicieran el trabajo rudo del que ellos se aprovecharían ilícitamente. A Jesús le molestaba muchísimo esta huida de las propias responsabilidades, pero le molestaba aún más que humillaran a los más sencillos y se aprovecharan tan burdamente de ellos: ."¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que se parecen a los sepulcros blanqueados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre; lo mismo ustedes: por fuera parecen justos, pero por dentro están repletos de hipocresía y crueldad". De todas las consideraciones de Jesús en referencia a los fariseos y a los escribas, esta quizá es la más dura de todas, por cuanto habla de lo que hay en el alma de estos, que es solo muerte, hedor y podredumbre. Los fariseos no solo actuaban mal, sino que lo hacían a sabiendas de lo que estaban haciendo, por cuanto, eran conocedores de la ley y de la responsabilidad a la que ella los llamaba. No hay mayor maldad y no existe mayor mala intención que aquella que llevan a cabo los que están llamados a ser mejores, buenos guías de los otros, sobre todo de los más sencillos y humildes, conscientes plenamente además de esa llamada, pero que se han dejado ganar por un espíritu terrible de esclavitud, de sensualidad, de aprovechamiento, creyendo que nunca serán juzgados por ello, considerándose estar por encima de lo que exige la ley por ser sus promotores. La verdad es que, al ser los que están colocados a la cabeza, serán los primeros juzgados si llegaran a no cumplir con lo que ella exige. Era esto lo que echaba en cara Jesús, pues actuaban plenamente conscientes de lo que estaban haciendo y aún así se consideraban exentos de cumplir. Sabiendo las consecuencias que tendría su propia irresponsabilidad, aún así, creían que iban a salir incólumes en el juicio al que serían sometidos. El Dios de los humildes y sencillos no podía dejar pasar tan grande afrenta al amor.

Estos eran asesinos por naturaleza, tal como les echa en cara Jesús: "¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que edifican sepulcros a los profetas y ornamentan los mausoleos de los justos, diciendo: 'Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas'. Con esto atestiguan en contra de ustedes mismos, que son hijos de los que asesinaron a los profetas!". La falsedad del corazón en la que vivían los escribas y fariseos era una actitud heredada de aquellos que ya habían practicado antes lo mismo, padres de ellos. A todos Dios les pedirá cuentas, por cuanto los ha colocado al frente para dirigir con buen espíritu a su pueblo, pero desviaron completamente su objetivo para aprovecharse y vivir materialmente bien a expensas de aquellos que se les habían confiado. En fin, los cristianos estamos llamados a vivir en el mundo para construirlo mejor, para sembrar la semilla de la responsabilidad y de la bondad, sin huir de nuestro compromiso, y mucho menos sin desviarlo ni desvirtuarlo, buscando beneficios personales por encima del bien de los demás. Le insistió San Pablo a sus comunidades: "En nombre del Señor Jesucristo, les mandamos, hermanos, que se aparten de todo hermano que lleve una vida desordenada y no conforme con la tradición que recibió de nosotros". No se trata solo de alejarse físicamente de aquellos que incumplen, sino de un alejamiento espiritual, de mentalidad y conducta, por cuanto los cristianos estamos llamados a llevar adelante de la mejor manera la construcción de un mundo mejor. El fin no es hacerlo solo porque vayamos a ser nosotros los únicos beneficiarios del bien que procuremos. Se trata de cumplir con nuestra responsabilidad, en primer lugar, porque es lo que espera Jesús de nosotros, en segundo lugar, porque es lo que le debemos a nuestros hermanos, y solo en tercer lugar porque también nosotros disfrutaremos de esa bondad que sembremos, pues al fin toda bondad revertirá también en nuestro beneficio. Los cristianos, sí, apuntamos a una realidad futura y eterna, en la que solo reinará la bondad, pues es el reino del amor al que nos llama Dios para vivirlo sin fin, pero eso no nos sustrae de una realidad cotidiana en la que tenemos una responsabilidad primordial. En ella debemos sembrar los valores del Reino como preludio y adelanto de lo que viviremos en la eternidad. Solo si lo sembramos en esta realidad pasajera que vivimos hoy, se hará una realidad inmutable para nosotros en la eternidad, en la que viviremos ya sin cambio el amor, la felicidad y el bien que hayamos procurado ahora para todos.