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miércoles, 26 de agosto de 2020

Un mundo mejor, aquí y ahora, para todos, y en la eternidad, felicidad plena

 REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA DEL T.O. ...

Los cristianos son ciudadanos del mundo y son enviados a él para dar testimonio de su fe en medio de la realidad cotidiana. De ninguna manera la profesión de la fe los sustrae de sus obligaciones civiles ni los hace ciudadanos de superior categoría que nadie. Al contrario, deben sentirse los primeros responsables en llevar adelante una conducta que construya una mejor sociedad, sembrando la semilla de la buena convivencia, de la paz, del progreso, al tener conciencia de haber sido enviados por Jesús para que el mundo fuera un mejor lugar para todos. La caracterización espiritual que tiene la confesión de la fe no implica para nada el desentenderse de la búsqueda del Bien Común, que es obligatoria para todo componente de la sociedad. En esta búsqueda el cristiano debe sentirse más bien llamado a ocupar la primera fila. La tentación de creerse liberados de toda obligación temporal no es para nada nueva. Ya se dio en la primera comunidad cristiana, en la que había una errada idea de la inminencia de la segunda venida en gloria de Jesús, por lo cual entendían que ya no valía la pena esforzarse en lograr mejores condiciones materiales, por cuanto toda la realidad conocida desaparecería cuando se diera esa llegada de Cristo. Se extendía así una mentalidad de "pasotismo", de dejar pasar, de indiferencia ante las necesidades materiales, de desentenderse incluso del bien de los hermanos. Si todo estaba a punto de pasar, ¿para qué mover un  dedo? Por ello San Pablo le salió al paso a esta tentación y dejó claro para aquellos primeros cristianos que caían en ella que, incluso si así fuera, si el mundo fuera a desaparecer inmediatamente, no era lícito para los cristianos vivir en esa indiferencia: "No vivimos entre ustedes sin trabajar, no comimos de balde el pan de nadie, sino que con cansancio y fatiga, día y noche, trabajamos a fin de no ser una carga para ninguno de ustedes. No porque no tuviéramos derecho, sino para darles en nosotros un modelo que imitar. Además, cuando estábamos entre ustedes, les mandábamos que si alguno no quiere trabajar, que no coma". Aunque fuera cierta la desaparición inminente de la realidad conocida, los cristianos estaban llamados a seguir dando testimonio de ser buenos ciudadanos, siendo responsables en el cumplimento de sus tareas. Es fruto de estar motivados por un espíritu de esperanza que nunca invita a la pasividad sino a la acción para atraer la venida del Reino. En cierto modo, la motivación final no se encuentra en la sola mejora de la realidad material, sino en hacer presente a Jesús, sea el tiemplo que sea. Lo entendió así el gran Martin Luther King, cuando pronunció su famosa frase: "Aunque supiera que el mundo se acaba mañana, yo hoy todavía, plantaría un árbol". El cristiano vive de la esperanza y su fundamento lo mueve a intentar hacer siempre mejor la vida.

En otra faceta de la irresponsabilidad ante el mundo está la actitud de los escribas y fariseos que se consideraban exentos de cumplir las responsabilidades a las que eran llamados todos. Cargaban a los demás de ellas, pero se consideraban eximidos de ese cumplimiento, no sin querer aparentar que eran falsamente los primeros cumplidores. Su falsedad era puesta en evidencia por Jesús, que los enfrentaba duramente y los desnudaba delante de todos. Esa apariencia de bondad era una simple fachada con la que ocultaban la oscuridad en la que vivían interiormente y de la que se aprovechaban para seguir sacando ventajas personales. Lo de ellos no era un simple desentenderse de sus responsabilidades, sino cargarlas sobre las espaldas de los más débiles para que hicieran el trabajo rudo del que ellos se aprovecharían ilícitamente. A Jesús le molestaba muchísimo esta huida de las propias responsabilidades, pero le molestaba aún más que humillaran a los más sencillos y se aprovecharan tan burdamente de ellos: ."¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que se parecen a los sepulcros blanqueados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre; lo mismo ustedes: por fuera parecen justos, pero por dentro están repletos de hipocresía y crueldad". De todas las consideraciones de Jesús en referencia a los fariseos y a los escribas, esta quizá es la más dura de todas, por cuanto habla de lo que hay en el alma de estos, que es solo muerte, hedor y podredumbre. Los fariseos no solo actuaban mal, sino que lo hacían a sabiendas de lo que estaban haciendo, por cuanto, eran conocedores de la ley y de la responsabilidad a la que ella los llamaba. No hay mayor maldad y no existe mayor mala intención que aquella que llevan a cabo los que están llamados a ser mejores, buenos guías de los otros, sobre todo de los más sencillos y humildes, conscientes plenamente además de esa llamada, pero que se han dejado ganar por un espíritu terrible de esclavitud, de sensualidad, de aprovechamiento, creyendo que nunca serán juzgados por ello, considerándose estar por encima de lo que exige la ley por ser sus promotores. La verdad es que, al ser los que están colocados a la cabeza, serán los primeros juzgados si llegaran a no cumplir con lo que ella exige. Era esto lo que echaba en cara Jesús, pues actuaban plenamente conscientes de lo que estaban haciendo y aún así se consideraban exentos de cumplir. Sabiendo las consecuencias que tendría su propia irresponsabilidad, aún así, creían que iban a salir incólumes en el juicio al que serían sometidos. El Dios de los humildes y sencillos no podía dejar pasar tan grande afrenta al amor.

Estos eran asesinos por naturaleza, tal como les echa en cara Jesús: "¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que edifican sepulcros a los profetas y ornamentan los mausoleos de los justos, diciendo: 'Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas'. Con esto atestiguan en contra de ustedes mismos, que son hijos de los que asesinaron a los profetas!". La falsedad del corazón en la que vivían los escribas y fariseos era una actitud heredada de aquellos que ya habían practicado antes lo mismo, padres de ellos. A todos Dios les pedirá cuentas, por cuanto los ha colocado al frente para dirigir con buen espíritu a su pueblo, pero desviaron completamente su objetivo para aprovecharse y vivir materialmente bien a expensas de aquellos que se les habían confiado. En fin, los cristianos estamos llamados a vivir en el mundo para construirlo mejor, para sembrar la semilla de la responsabilidad y de la bondad, sin huir de nuestro compromiso, y mucho menos sin desviarlo ni desvirtuarlo, buscando beneficios personales por encima del bien de los demás. Le insistió San Pablo a sus comunidades: "En nombre del Señor Jesucristo, les mandamos, hermanos, que se aparten de todo hermano que lleve una vida desordenada y no conforme con la tradición que recibió de nosotros". No se trata solo de alejarse físicamente de aquellos que incumplen, sino de un alejamiento espiritual, de mentalidad y conducta, por cuanto los cristianos estamos llamados a llevar adelante de la mejor manera la construcción de un mundo mejor. El fin no es hacerlo solo porque vayamos a ser nosotros los únicos beneficiarios del bien que procuremos. Se trata de cumplir con nuestra responsabilidad, en primer lugar, porque es lo que espera Jesús de nosotros, en segundo lugar, porque es lo que le debemos a nuestros hermanos, y solo en tercer lugar porque también nosotros disfrutaremos de esa bondad que sembremos, pues al fin toda bondad revertirá también en nuestro beneficio. Los cristianos, sí, apuntamos a una realidad futura y eterna, en la que solo reinará la bondad, pues es el reino del amor al que nos llama Dios para vivirlo sin fin, pero eso no nos sustrae de una realidad cotidiana en la que tenemos una responsabilidad primordial. En ella debemos sembrar los valores del Reino como preludio y adelanto de lo que viviremos en la eternidad. Solo si lo sembramos en esta realidad pasajera que vivimos hoy, se hará una realidad inmutable para nosotros en la eternidad, en la que viviremos ya sin cambio el amor, la felicidad y el bien que hayamos procurado ahora para todos.

sábado, 6 de junio de 2020

Darlo todo a Dios, con una fe humilde, para ganarlo todo

Esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie ...

Las cosas de la fe van acompañadas siempre con la virtud que la embellece más, que es la humildad. No existe nada que haga más hermosa la propia vivencia de la fe, para sí mismo y para los demás, que esa humildad que reconoce, en primer lugar, la primacía de Dios sobre todo y, en segundo lugar, la sencillez que llama al servicio y que es fruto de la experiencia más pura de ella. Un testimonio de fe sencillo y humilde ante los demás habla de un avance provechoso en ella. La jactancia y la apariencia de lo que no se vive en el corazón podrían, por el contrario, llegar a hacer despreciable no solo a la persona que las ejercitan, sino incluso al objeto del que deberían dar un limpio testimonio, es decir, a Dios mismo. Quienes presencian un testimonio jactancioso y disfrazado de grandiosidad de la fe, llegan a confundir a quien lo da con quien debería ser la última razón de ese testimonio. Entienden que ese Dios del cual deberían ser reflejo las acciones y las palabras del que lo hace falsamente, sería tan despreciable como el que usa esa fachada para vanagloriarse a sí mismo. La fe, para aquellos que quieren aprovecharse ilegítimamente de ella, se convertiría en un producto de mercado del cual querrían sacar un jugoso provecho. De alguna manera se las ingenian para incluso aprovecharse de ella subyugando a las almas sencillas de quienes los siguen, cometiendo así la mayor abominación, pues hacen de lo más sublime que puede vivir el hombre, como lo es su condición espiritual, un elemento para empoderarse sobre ellos y para enriquecer deshonestamente sus propias arcas. Fue lo que descubrió Jesús en la intimidad de los fariseos. Estos, disfrazados de santidad, de pureza, de radicalidad en la fe, habían desnaturalizado de tal manera su origen, que había sido tan auténtico pues habían nacido como una especie de reforma interna del judaísmo que buscaba retomar las rutas que se habían abandonado en cuanto a la pureza y a la radicalidad en la respuesta ilusionada a Yahvé, que no podían obtener otra cosa que la censura de Cristo. Son muchos los testimonios en los Evangelios del enfrentamiento de Jesús con quienes así actuaban, cuando los ponía al descubierto, revelando a todos la improcedencia de sus actos: "¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes, y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa".

En ese momento en que reprobaba con sus palabras a quienes desnaturalizaban a tal grado la vivencia de la fe, como para sostener sólidamente su testimonio, una viuda se acerca al cepillo del templo para dejar allí su ofrenda, echando apenas dos monedas, desde su infinita pobreza: "Se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante". Esto fue ocasión más que propicia para alabar la demostración de fe y de confianza de ella, en contra de los que se jactaban de su opulencia y echaban en cara de los demás que eran capaces de ser "más generosos" que ellos. Las palabras de alabanza de Jesús a la viuda los dejan desnudos en su pretensión: "En verdad les digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir". Los humildes de corazón no tienen otro fundamento que la confianza en Dios, mientras que los soberbios tienen su fundamento en sí mismos. La viuda daba a Dios todo lo que tenía. Pero esto significaba más profundamente que daba a Dios todo lo que era. El hecho material de las dos monedas no hace otra cosa que descubrir lo que hay en su más profunda intimidad: una confianza radical y extrema en Dios. Todo lo que tenía y todo lo que era, lo ponía confiadamente en las manos de Dios. Exhausta por sus condiciones de vida, no tiene otro recurso que ponerse totalmente en las manos de Dios y confiarse en ellas, que a su entender son manos de amor y de misericordia. Podríamos decir, llevando al extremo el gesto de confianza de la viuda, que lo de menos era lo de las dos monedas puestas en el cepillo. Lo de menos es la pobreza extrema en la que vivía la viuda. Lo que eso descubre es la radicalidad con la cual ella busca vivir su fe, en el grado mayor de humildad. La fe, vivida en esa humildad extrema, desemboca en el abandono confiado de la propia vida en las manos de Dios. Esto lo vive no por ser pobre, sino que, por ser pobre, no tiene otro sustento de vida que solo el Dios que llena todos los vacíos. La pobreza, sin duda, facilita el que no se tenga otro sustento. Pero no es el seguro de que se viva esta convicción radicalmente. Muchos pobres no la viven, pues les falta dar ese salto del corazón, ya que están en la añoranza continua de bienes de ostentación. Si no se tiene más forma de vida, la única que queda es la de Dios. También hay gente con bienes que vive en este desprendimiento. Lo demostró el buen samaritano que poseyendo bienes los usó para el servicio de amor al necesitado al que habían robado y apaleado en el camino.

Eso no obstante, tiene más facilidad de ser humilde, sin duda, quien menos bienes posee. Así lo vivió la viuda pobre. Quien tiene resueltos todos sus problemas materiales no tendrá tiempo de pensar en su trascendencia, pues su seguridad está basada en haber resuelto sus problemas gracias a su bienestar material. Todo apunta a poner en Dios la confianza extrema, por cuanto en esa humildad se reconoce claramente quién es el origen de todo y de todos los bienes, de quién es el amor misericordioso y providente, hacia quién debe tender la propia vida. Es la vivencia personal de una convicción de fe que desemboca en el abandono radical en las manos de Aquel de quien proviene todo bien, material y espiritual. Avanzar en ese camino va consolidando esa experiencia, dejándose conquistar cada vez más por ella, adquiriendo la convicción de que ese es el camino que apunta a la plena realización personal, por cuanto lleva a la integración perfecta de la realidad corporal y la realidad espiritual del hombre. "He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación". Fue la convicción que poseía San Pablo, por la cual incluso entregó su vida, pues la fe lo había llevado a ella. No se consideró a sí mismo la medida de todo, sino que puso a Dios en el primer lugar que le correspondía, asumiendo con humildad la realidad justa. Y desde esa convicción de fe, adornada por la experiencia hermosa de la humildad, así quiso enseñarlo a los suyos: "Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y a muertos, por su manifestación y por su reino: proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina". La propia experiencia de fe en la humildad daba la clave para invitar a todos a hacer lo mismo, pues había entendido que era el camino correcto. La confianza en sí mismo podía jugar traidoramente en su contra. La confianza en Dios jugaba siempre a favor del creyente. Por eso insistía: "Vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus propios deseos y de lo que les gusta oír; y, apartando el oído de la verdad, se volverán a las fábulas. Pero tú sé sobrio en todo, soporta los padecimientos, cumple tu tarea de evangelizador, desempeña tu ministerio". La humildad en la vivencia de la fe, que lleva al abandono radical en las manos amorosas de Dios, darán al final la razón a quien entiende que su vida está toda y siempre resguardada en su amor. Como lo entendió aquella viuda pobre.