lunes, 24 de agosto de 2020

Seamos también nosotros apóstoles de Cristo

 San Bartolomé, el apóstol que murió desollado - WeMystic

Todos los apóstoles sufrieron el martirio, es decir, dieron testimonio de su fe hasta el derramamiento de su sangre y la entrega de su vida. Este gesto final fue como la rúbrica de todo lo que habían dicho y hecho en cumplimiento del mandato póstumo de Jesús: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará". Con su sangre, así se entiende, se confirmaba que todo lo que habían predicado era real. Su meta no era la conservación de la propia vida, sino la salvación del mundo por la aceptación de la Buena Nueva de la Redención lograda por Jesús con su muerte y su resurrección. En cierto modo, el seguir la misma suerte del Maestro era para ellos un orgullo, pues habían sido considerados dignos de sufrir por el nombre de Jesús. Así lo atestiguan ellos mismos, según lo que relatan los Hechos de los Apóstoles: "Los azotaron y les ordenaron que no hablaran en el nombre de Jesús y los soltaron. Ellos, pues, salieron de la presencia del concilio, regocijándose de que hubieran sido tenidos por dignos de padecer afrenta por su Nombre". Sufrir por Jesús no se quedaba solo en el sufrimiento, real y doloroso, sino en la dicha de dar testimonio de la salvación sufriendo la misma suerte que había sufrido Jesús, quien había vivido su pasión y su muerte en cruz de manera horrorosa por servir a la causa de la salvación de la humanidad. No podían ellos ser más que su Maestro, y pretender quedar sustraídos de lo que Él había vivido. Con ello, cumplían perfectamente el mandato de la evangelización, daban testimonio de la salvación que ellos mismos habían recibido, a la cual servían y de la cual querían hacer partícipes a todos los hombres, y se asimilaban al Maestro haciéndose como Él incluso en la entrega de sus vidas. Lo entendió perfectamente San Pablo: "Vivo yo, mas ya no soy, es Cristo quien vive en mí... Para mí, la vida es Cristo y una ganancia el morir". Cada uno de los apóstoles siguió este itinerario de testimonio, de sufrimiento y de muerte por el nombre de Jesús. El único de ellos que no murió derramando su sangre fue San Juan, aunque sí sufrió el martirio. La tradición nos dice que murió en la ancianidad, en la Isla de Patmos, pero también nos confirma que sufrió el martirio, pues fue lanzado a una olla de aceite hirviendo, habiendo sido resguardado de morir en ese acto por el mismo Jesús. San Bartolomé, uno de los doce, fue mártir de Cristo, dando testimonio de su fe y de su entrega a la causa de la salvación de una manera de las más cruentas. Fue desollado, es decir, le fue rasgada toda su piel, separada de su cuerpo. Terrible manera de ser torturado hasta morir elegida por parte de sus captores. Pero no flaqueó en su testimonio, confirmando con esta muerte asumida así que seguía a la Verdad y al Amor.

Este apóstol era amigo de San Felipe, quien ya integraba el grupo de los seguidores de Cristo y es invitado por éste a conocerlo: "Felipe encuentra a Natanael y le dijo: 'Aquel de quien escribieron Moisés en la ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret'". Natanael es el otro nombre de Bartolomé, seguramente su nombre de pila. Bartolomé probablemente era el mote por el que se le conocía, pues significaba "el hijo de Tolomeo". Regionalista como muchos, despreciaba todo lo que tuviera que ver con Nazaret, ciudad que tenía mala fama entre los judíos. Por eso, le responde a Felipe: "¿De Nazaret puede salir algo bueno?", y recibe de él esta respuesta: "Ven y verás", que evoca la respuesta que da Jesús a San Juan cuando éste le preguntó dónde vivía. Es exactamente la misma respuesta, con las mismísimas palabras. Jesús, en el encuentro con Natanael, le demuestra que no es un personaje cualquiera, sino alguien especial, por cuanto lo descubre en su intimidad: "Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: 'Ahí tienen ustedes a un israelita de verdad, en quien no hay engaño'. Natanael le contesta: '¿De qué me conoces?' Jesús le responde: 'Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi'". Reconoce Jesús la transparencia y la pureza de Bartolomé, y éste se siente desnudado completamente delante de Cristo. Por eso, Bartolomé no puede sino reconocer lo que ya le había adelantado Felipe, y hace, en cierta manera, la primera confesión de fe de todo el Evangelio: "Natanael respondió: 'Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel'". En las primeras de cambio ya estaba claro para Bartolomé quién era Jesús. El título de Hijo de Dios era el que se usaba para denominar al Mesías que esperaba Israel desde antiguo. Y llamarlo Rey de Israel era una pretensión absurda si no se hacía desde la fe, por cuanto Jesús hasta ese momento era un simple viandante que apenas estaba dando sus primeros pasos en el cumplimiento de la misión que le había encomendado el Padre, y que iría descubriendo paulatinamente por medio de sus palabras y de sus portentos, pero que aún estaba apenas iniciándose. No había manera de hacer tales afirmaciones, entonces, si no era por una iluminación superior que recibiera Bartolomé. Jesús abre allí la perspectiva del futuro inmediato que van a presenciar sus seguidores: "Jesús le contestó: '¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores'. Y le añadió: 'En verdad, en verdad les digo: verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre'". Lo que viene por delante es la obra maravillosa del Dios que se ha hecho hombre, y estos privilegiados, elegidos desde el principio, serán testigos de todo ello. Es la obra maravillosa de la Redención, que ellos presenciarán y de la cual serán luego hechos anunciadores. Verán maravillas. Vivirán maravillas. Presenciarán maravillas. No podrán, por tanto, sino asumir con alegría la tarea que les será encomendada, la cual cumplirán dichosamente, incluso derramando su sangre y entregando su vida, pues estarán convencidos de que estarán ante la obra del Dios del amor que ha enviado a su Hijo para rescatar a todos los hombres y guardarlos en su corazón.

Los doce apóstoles, por su entrega a la obra de anuncio de la salvación, por la cual morirán satisfechos al cumplirla, exceptuando a Judas Iscariote, sustituido posteriormente a la muerte y resurrección de Cristo por San Matías, formarán parte de la gloria eterna, representada en la Jerusalén celestial que tiene como visión San Juan y que relata en el Apocalipsis: "Me llevó en espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, y tenía la gloria de Dios; su resplandor era semejante a una piedra muy preciosa, como piedra de jaspe cristalino. Tenía una muralla grande y elevada, tenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados que son las doce tribus de Israel. Al oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y al poniente tres puertas, y la muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero". Los apóstoles son los cimientos de la muralla de la ciudad santa, de la Jerusalén celestial. Ellos, por haber cumplido fielmente su tarea estarán eternamente presentes en la historia de la salvación, aquella que trasciende lo temporal y se inscribe en la eternidad sin fin. Su testimonio ha servido para la salvación de los hombres, pero ha sido también la causa de la salvación propia, y los ha hecho sustento para la estancia en el cielo de todos los salvados. Jesús afirmó a los hombres: "Que no tiemble el corazón de ustedes; crean en Dios y crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿les habría dicho que voy a prepararles sitio? Cuando vaya y les prepare sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estén también ustedes". Esa estancia es la ciudad santa construida sobre el cimiento de los apóstoles. Ellos también están en el cielo, esperándonos a cada uno de nosotros, sustentando esa ciudad celestial que será nuestra morada final. Allí veremos cara a cara como están viendo ellos, al Dios del amor y de la misericordia, al Jesús Salvador que se les reveló a cada uno y del que dieron testimonio incluso póstumo. Ese Jesús nos espera también a nosotros. E igualmente se nos revela cotidianamente en las obras de amor y en las palabras que nos son transmitidas por intermedio del legado que dejaron los apóstoles. Y también nosotros somos invitados a dar testimonio de Jesús, de ser necesario incluso entregando nuestra propia vida. De esa manera tendremos asegurada la estancia en esa ciudad celestial, santa y eterna, que tiene sus cimientos en los doce apóstoles de Cristo.

3 comentarios:

  1. Gracias Monseñor... leo con alegría su análisis y no se imagina cómo me evangeliza.

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  2. En esta escritura se hace referencia, como el Señor nos invita a acercarnos a él,a conocerlo y a seguirlo.

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  3. En esta escritura se hace referencia, como el Señor nos invita a acercarnos a él,a conocerlo y a seguirlo.

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