Si nos solicitaran una frase que sirviera de resumen único y englobante de todo el misterio narrado por las Sagradas Escrituras, no dudaríamos nunca en colocar esta: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna". Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento confluyen y apuntan a esto. Es la conclusión que saca todo el que se deja invadir por el mensaje y las acciones de Dios descritas en la Escritura. Es lo que explica absolutamente todas las acciones que Dios emprende desde la creación del universo hasta la ascensión a los cielos de Jesús. El origen de todo lo que existe no se puede explicar sino solo desde un arrebato de amor de Dios, apuntando a aquella última manifestación de su amor, la más alta de todas, que es la contemplación del crucificado, entregado para rescatar a esa misma creación que había surgido de las manos amorosas y todopoderosas del Padre. Dios es autosuficiente en sí mismo. No necesita de nada ni de nadie. Existe desde siempre y para siempre. Nadie lo ha creado, pues es eterno. Por lo tanto, en sí mismo vivía una vida de satisfacción plena, viviendo su esencia de amor en el más alto grado de perfección. Dios se amaba a sí mismo, en una corriente de amor íntimo. No era un amor narcisista, que en sí mismo sería repugnante en Dios, pues alimentaría una egolatría que en Dios es absurda. Las tres personas divinas vivían en un intercambio de amor absolutamente satisfactorio y compensador, por lo cual no necesitaban de nada más. Por ello, nada de lo que existe fuera de Dios es necesario. Nada de lo que ha surgido de sus manos lo hace más grande, más infinito, más poderoso, más sabio, más glorioso... Todas esas cualidades las vive Él ya naturalmente, sin necesidad de apoyarlas en algo externo para engrandecerlas. Su condición es infinita en todo. También en el amor. Si quisiéramos, entonces, entender de alguna manera, evidentemente imperfecta, el porqué de la existencia de todo lo que está fuera de Dios, podríamos decir que todo existe porque a Dios "se le salió el amor". Siendo infinitamente poderoso, no pudo contener al amor. Y dando rienda suelta a ese amor, surgió todo lo creado. No hay argumento de necesidad, sino solo de amor. Hay quien afirma que cuando el escritor sagrado escribe, al final del día sexto de la creación, cuando ya estaba el hombre sobre el mundo, que "Dios vio todo lo que había creado, y era muy bueno", no está diciendo otra cosa sino que Dios estaba muy satisfecho porque al fin tenía a quien amar fuera de sí. En la mente y en el corazón de Dios estaba ya presente toda la historia de lo que ocurriría con ese ser que era su preferido, su amado, el hombre. Por eso, tiene pleno sentido el resumen: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna".
En la teología de la creación, cuando se hace el estudio del movimiento de Dios en el acto creador, algunos afirman que la frase: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza", además de referirse a la posesión de parte del hombre creado de algunas cualidades divinas por la inmensa generosidad del Dios creador, como la inteligencia, la voluntad, la libertad, la capacidad de amar, la eternidad de su realidad espiritual, se pudo haber referido también a la corporeidad que asumiría en el futuro la segunda Persona de la Santísima Trinidad. "Hagamos al hombre como será mi Hijo Unigénito en el futuro cuando se encarne en el vientre de María", habría dicho Dios. En Él toda la historia está presente en una misma mirada. El pasado y el futuro son para Él un eterno presente, por lo cual en el mismo momento en que está creando al hombre, está viendo a su Hijo encarnándose en el vientre de María. La imagen y semejanza de Dios en el hombre podría referirse entonces a que todo hombre será un ser corporal, como lo será el Hijo encarnado, por lo cual asumirá esa carne para ofrecer satisfacción por la falta que cometerá el hombre alejándose del amor divino. Es el amor el que le da sentido a todo. Dios hubiera podido realizar la salvación del mundo de cualquier otra manera. Él es todopoderoso y su creatividad no tiene límites. Una voz que hubiera lanzado desde lo alto de su imperio celestial hubiera sido suficiente para el perdón de los pecados. Él es Dios y para Él "no hay nada imposible". Pero quiso revelar su amor de la única manera y la mejor por la que nosotros podríamos haberla entendido. "No hay amor más grande que el de quien entrega su vida en favor de sus hermanos". Así lo hizo, y por eso lo entendemos perfectamente. Más aún, cuando vemos esa entrega que asume todas las consecuencias por un pecado que Él no había cometido. En esta historia Él era el único inocente, por lo que no existía razón para el envilecimiento de los sentimientos en contra suya. Pero haber asumido el cuerpo humano traía para Él esa consecuencia. Y la asume radicalmente, pues era la voluntad amorosa del Padre en favor de los hombres. "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad", es lo único que se escucha de sus labios mortales. Al final, surge también su expresión de cumplimiento en la cruz, ya desfallecido: "Todo está consumado". La tarea ha sido cumplida perfectamente. Ese gesto de amor ha quedado claro, por lo cual para ningún hombre de la historia quedará ese amor en la oscuridad, pues está plasmado en la claridad total que da la cruz en la cual está inerte el Hijo de Dios que se ha hecho hombre.
Hacerse eco de ese amor es la tarea que corresponde a cada hombre y a cada mujer de la historia. Nada ni nadie, ninguna fuerza mundana, podrá detener el ímpetu de quien se siente amado hasta ese extremo. El amor infinito de Dios llena de valentía y de fuerzas, da la ilusión y la seguridad para hacerse heraldo suyo y querer hacer partícipes a todos. La alegría de ese amor recibido en el corazón dichoso del redimido lo lanza al mundo. La alegría es autodifusiva, es decir, busca compartirse en sí misma. Y esa alegría, al ser compartida, se hace mayor y más sólida. Quien está feliz por sentir el amor infinito de Dios por él, busca hacer partícipes a todos de esa misma felicidad, y así su felicidad se hace incólume y la vive más conscientemente. No habrá fuerzas contrarias que lo convenzan de dejar de hacer lo que hace, pues además el poder infinito de Dios se pondrá a su favor. Ninguna persecución, ninguna prohibición, ningún sufrimiento, ningún estorbo, será suficiente para impedir el anuncio gozoso del Evangelio del amor. Incluso el silencio procurado por el dolor o hasta por la muerte, será un grito estruendoso que anuncia el amor infinito de Dios por todos los hombres, incluyendo a aquellos mismos que procuran ese silencio. Así se comprende el gozo que vivían los mártires que con su muerte anunciaban al mundo la salvación y el amor de Dios por ellos y por todos. Lo vivieron los apóstoles, hechos presos por las autoridades: "Por la noche, el ángel del Señor les abrió las puertas de la cárcel y los sacó fuera, diciéndoles: 'Márchense y, cuando lleguen al templo, expliquen al pueblo todas estas palabras de vida'". La tarea de anunciar el amor era prioridad, por su propia felicidad y por la felicidad del mundo. Ese mundo debía enterarse del amor que Dios le tenía, por el cual había enviado a su Hijo, entregándolo por amor extremo. No hay otra explicación razonable. El absurdo de la entrega, el absurdo del anuncio por encima de todo peligro, el absurdo de la dicha de la donación de la propia vida con tal de anunciar el Evangelio, no tiene explicación razonable, sino solo la del amor. "Al oír estas palabras, ni el jefe de la guardia del templo ni los sumos sacerdotes atinaban a explicarse qué había pasado". Al igual que la existencia del hombre se explica solo por un arrebato de amor de Dios por los hombres, también poner la vida propia en riesgo con tal de que todos vivan la alegría del amor de Dios, se puede explicar solo por la experiencia propia del amor. El amor lo compensa todo, lo explica todo, lo llena todo. Nada más perfecto ni más compensador, ni en la misma medida inexplicable, que vivir el amor de Dios en el corazón henchido por su entrega.
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