La fe es un don de Dios. Nos viene como regalo cuando somos bautizados. Todo bautizado, por tanto, tiene fe, pues Dios no la niega a ninguno de sus hijos. Pero tiene una segunda componente, también muy importante, que es el cultivo de la misma de parte de quien recibe el regalo. Es necesario que el bautizado la cuide y la alimente, que esté consciente de ese regalo que le ha sido concedido y que se rinda ante ella, no solo por esa conciencia de tenerla, sino por su confianza en que quien le ha dado ese regalo lo ama, lo cuida y quiere lo mejor para él. Es don y tarea. Es regalo y responsabilidad personal. Puede llegarse al extremo de tener el regalo y no ser consciente de él, por tanto, de vivir como hombre sin fe, porque no se tiene idea de que se posee. En la historia del Resucitado nos encontramos con esta realidad incluso en los mismos apóstoles. Las dudas por la falta de una vivencia personal de encuentro con Jesús se hacen gananciosas y vencen a la posibilidad de la certeza que se podía vivir ante el testimonio de quienes sí habían tenido esa experiencia de encuentro. San Pablo afirma: "La fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo". Ese regalo que se ha recibido puede llegara a ser cultivado no solo por una alimentación propia, sino por las aportaciones exteriores que pueden llegar. Fue lo que vivieron los apóstoles en las primeras de cambio apenas resucitado Jesús: "Jesús, resucitado al amanecer del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a anunciárselo a sus compañeros, que estaban de duelo y llorando. Ellos, al oírle decir que estaba vivo y que lo había visto, no la creyeron. Después se apareció en figura de otro a dos de ellos que iban caminando al campo. También ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero no los creyeron". Ni siquiera el escuchar el testimonio de los que lo habían vivido de primera mano fue suficiente para convencerlos. Podemos entender, entonces, la dificultad que se presenta para una convicción de fe incluso ante el testimonio de los primeros testigos. Brillaba por su ausencia la humildad, la confianza, la convicción que da el amor. En estos primeros momentos los apóstoles seguían confiando más en sí mismos que en las pruebas contundentes del amor y la donación de Jesús que había vencido a la muerte.
No es sino hasta que Jesús mismo se presenta ante ellos, vencedor y glorioso, que son capaces de rendirse ante la evidencia clara de su triunfo y se convencen de que Jesús seguirá en medio de ellos realizando la obra de salvación para todos los hombres. "Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado". La resurrección de Cristo era una realidad absoluta, que los aseguraba en un camino que era el de la novedad total, el de la renovación de todas las cosas, por la cual ellos mismos debían sentirse también hombres nuevos. La fe que ellos habían recibido como don de Dios recibía así un impulso inusitado. Era alimentada desde la fuente más confiable, que era el mismo Jesús resucitado, pero seguía requiriendo del cuidado de ellos, lo cual cumplieron a carta cabal desde este momento del encuentro frontal con la realidad del Cristo resucitado. Su vida fue transformada, fue absorbida por la novedad radical que había recibido, y desde ese momento ellos mismos entendieron que no podían vivir para otra realidad que la de Jesús resucitado y vencedor, para su amor y su salvación. Una salvación que no era para ellos únicamente, sino para todo hombre y mujer de la historia. Esto queda claro en el encuentro primario con Jesús que los convence ya definitivamente de su victoria, y quiere cerrar ese ciclo de convencimiento con la encomienda de la tarea que debe cumplir cada uno. Para eso son apóstoles. Se han hecho testigos del Resucitado no para gozar individualmente de esa experiencia maravillosa sino para hacer partícipes de ella a la mayor cantidad posible de hombres bendecidos por el mismo triunfo de Jesús. Por ello, luego de presentarse ante ellos triunfante, les ordena: "Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación". El beneficio de la resurrección no será solo para los que hayan visto al Resucitado, sino para todos aquellos a los que les pueda llegar la noticia. Escucharla implicará para el beneficiario su propia salvación, si llega a abrir su corazón para tener una experiencia espiritual de encuentro con ese Jesús victorioso, que con su triunfo ha ganado la vida eterna para todos. Será necesario un esfuerzo superior de ambas partes, de quien anuncia y de quien escucha. El que anuncia debe ser convincente. De alguna manera debe ser portador del Resucitado, pues solo presentándolo en persona podrá convencer y ganar para la salvación a su oyente. Y el que escucha debe deponer actitudes de soberbia, deshacerse de sus propias respuestas, y dejar que reine el Salvador. Es una tarea titánica, pues requiere dejarse vencer espiritualmente, casi sin evidencias, y vivir en la convicción que solo da el amor, la fe, la riqueza espiritual. Quien quiera demostraciones evidentes deberá fijarse solo en la vida de los ya renovados.
Esta doble acción la vemos cumplida en la obra que realizan los apóstoles apenas iniciada su tarea en el mundo, como se lo indicó el Señor. La curación del paralítico a las puertas del templo ha sido gracias a dar de lo único que tienen como riqueza, que es al mismo Jesús resucitado. No dan otra cosa. La curación se da gracias a que el paralítico ha confiado en la palabra de los apóstoles, que hacen presente a Jesús en su vida. Pero los otros, llenos de soberbia, sin humildad y con un corazón endurecido, tienen pretensiones absurdas, según la consideración de los apóstoles. Quieren acallar la obra maravillosa del Todopoderoso, quieren silenciar a la Palabra, quieren anular al amor. Es una pretensión realmente inútil, por cuanto el infinito no puede ser contenido. Se expresará siempre, inexorablemente, aunque lo quieran anular. "Si estos callan, hablarán las piedras", dice el mismo Dios. Ha venido a realizar la obra, la ha realizado perfectamente, y ahora, que toca hacerla llegar a todos, no dejará de seguir haciendo su parte de la mano de los apóstoles. Por eso ellos, cuando son conminados a callar y dejar de actuar, responden claramente: "¿Es justo ante Dios que les obedezcamos a ustedes más que a Él? Júzguenlo ustedes. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído". Es hacerse consciente de que la obra de Jesús no puede quedar en la oscuridad, al arbitrio del deseo de los hombres. La experiencia que ellos han tenido en el encuentro con Jesús resucitado, la alegría de la redención, la novedad absoluta que se vive, no puede quedar en una experiencia privada y sin proyección. Esa obra de Jesús es universal, es para todos, incluso para la creación inanimada. No puede ser acallada. Y mucho menos ellos pueden callar ni hacer caso a quienes pretenden callarlos. Saben ellos que incluso su propia experiencia de gozo por la resurrección será mayor en la medida en que integren a más hombres a la misma experiencia. La orden que los jefes del pueblo les habían dado era absurda: "Habiéndolos llamado, les prohibieron severamente predicar y enseñar en el nombre de Jesús". Vivir la fe para ellos, además del regalo que implicaba en sí mismo haberla recibido, significaba su cultivo, su cuidado. Y eso pasaba por dar testimonio de Jesús delante de todos, dejándose llevar, siendo instrumentos de su Gracia para los demás. Ellos portaban a Jesús, lo encarnaban en sus vidas, lo llevaban a los demás, y lo dejaban actuar libremente. Así Jesús, desde ellos, podía seguir amando, renovando y salvando. Así debemos vivir nosotros nuestra fe. Que la tengamos como un regalo de amor de Dios hacia nosotros, y que sepamos cuidarla y cultivarla, dando también testimonio de la obra de renovación de Jesús en cada uno de nosotros.
Esta doble acción la vemos cumplida en la obra que realizan los apóstoles apenas iniciada su tarea en el mundo, como se lo indicó el Señor. La curación del paralítico a las puertas del templo ha sido gracias a dar de lo único que tienen como riqueza, que es al mismo Jesús resucitado. No dan otra cosa. La curación se da gracias a que el paralítico ha confiado en la palabra de los apóstoles, que hacen presente a Jesús en su vida. Pero los otros, llenos de soberbia, sin humildad y con un corazón endurecido, tienen pretensiones absurdas, según la consideración de los apóstoles. Quieren acallar la obra maravillosa del Todopoderoso, quieren silenciar a la Palabra, quieren anular al amor. Es una pretensión realmente inútil, por cuanto el infinito no puede ser contenido. Se expresará siempre, inexorablemente, aunque lo quieran anular. "Si estos callan, hablarán las piedras", dice el mismo Dios. Ha venido a realizar la obra, la ha realizado perfectamente, y ahora, que toca hacerla llegar a todos, no dejará de seguir haciendo su parte de la mano de los apóstoles. Por eso ellos, cuando son conminados a callar y dejar de actuar, responden claramente: "¿Es justo ante Dios que les obedezcamos a ustedes más que a Él? Júzguenlo ustedes. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído". Es hacerse consciente de que la obra de Jesús no puede quedar en la oscuridad, al arbitrio del deseo de los hombres. La experiencia que ellos han tenido en el encuentro con Jesús resucitado, la alegría de la redención, la novedad absoluta que se vive, no puede quedar en una experiencia privada y sin proyección. Esa obra de Jesús es universal, es para todos, incluso para la creación inanimada. No puede ser acallada. Y mucho menos ellos pueden callar ni hacer caso a quienes pretenden callarlos. Saben ellos que incluso su propia experiencia de gozo por la resurrección será mayor en la medida en que integren a más hombres a la misma experiencia. La orden que los jefes del pueblo les habían dado era absurda: "Habiéndolos llamado, les prohibieron severamente predicar y enseñar en el nombre de Jesús". Vivir la fe para ellos, además del regalo que implicaba en sí mismo haberla recibido, significaba su cultivo, su cuidado. Y eso pasaba por dar testimonio de Jesús delante de todos, dejándose llevar, siendo instrumentos de su Gracia para los demás. Ellos portaban a Jesús, lo encarnaban en sus vidas, lo llevaban a los demás, y lo dejaban actuar libremente. Así Jesús, desde ellos, podía seguir amando, renovando y salvando. Así debemos vivir nosotros nuestra fe. Que la tengamos como un regalo de amor de Dios hacia nosotros, y que sepamos cuidarla y cultivarla, dando también testimonio de la obra de renovación de Jesús en cada uno de nosotros.
Asi es Monse, usted es in consentido dr Dios.
ResponderBorrar