Una de las frases más comprometedoras para los discípulos de Jesús la acuñó el gran escritor sagrado, Tertuliano: "El cristiano es otro Cristo". La identidad de cada uno de nosotros, seguidores de Jesús, ya no se sustenta solo en nuestro origen familiar, en los genes que nos vienen de nuestros padres, en la formación que hayamos recibido, en el entorno influyente del ambiente en el cual nos hemos criado. Se sustenta, principalmente, en la capacidad que podamos tener de asimilarnos a Jesús, nuestro Maestro. Unos años antes, el gran San Pablo había afirmado el final del itinerario de la vida del cristiano, que era el mismo itinerario que él había seguido: "Vivo yo, mas ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí". Su identificación con Jesús llegó a tal extremo que tenía la convicción de que su vida y su razón para vivir era Él. Ya no había para él gustos o intereses personales. Su vida era de Jesús y para Jesús: "Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir". Y lo afirmaba sin ningún rasgo de duda. Esa identificación llegó a considerarla la manera natural de vivir para el cristiano, de tal modo que no cabía otra posibilidad. Por eso anima a todos a seguir ese mismo periplo de identificación total con Jesús, tal como lo había llevado él: "Sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo". Ciertamente esa identificación se basa en la asimilación a la propia vida de los rasgos definitorios de Jesús, desde la extensa diversidad y variedad de personalidades de cada seguidor de Cristo. No quiere Jesús la uniformidad, como si fuera una especie de fábrica de cristianos en serie, de la cual salimos todos clones unos de otros, sin una identidad personal. Eso no tendría ningún valor, pues no habría el concurso personal que se requiere que ponga cada uno de su parte. La identificación con Jesús se hace desde la peculiaridad que es cada uno de los discípulos de Jesús. Se trata de que desde esa misma individualidad se vayan asumiendo las cualidades y las características de Jesús para hacerlas propias. Es un proceso de negación de sí mismo, en cuanto desdice de Jesús y de afirmación en lo que lo define para hacerlo propio. Se trata, en primer lugar, de conocer a Jesús. Jamás podré llegar a ser otro Cristo si antes no sé quién es Él. Debo saber de Él, de su esencia de amor, de su identidad profunda, de su encarnación, de la obra que realizó entre nosotros, del mensaje que nos dejó, de su entrega por amor a los hombres, de su muerte, su resurrección y su ascensión a los cielos. Ese conocimiento debe llevarme al amor. Se ama solo lo que se conoce. Saber de su amor por mí producirá en mí una respuesta también de amor. Conociéndolo y amándolo tomo una decisión trascendental en mi vida: convertirme en su seguidor. Nada hay más compensador que dirigir los pasos de mi vida para mantenerme con Él y sentir su amor por mí. Seguirlo es asegurarme el tener continuamente la experiencia de su amor. Y finalmente, hacerme su seguidor me lleva a ir haciendo mías sus cualidades. Me asimilo a Él de tal manera que cumplo perfectamente lo que dice Tertuliano: "El cristiano es otro Cristo".
Esa identificación no se convierte en un acto pasivo en el que simplemente "me dejo hacer", sino que es para mí una invitación a ser activo en la procura de las cualidades de Jesús para mí. El cristiano da pasos hacia Jesús, hace de su vida una réplica de la vida de Cristo, asume sus características y se hace instrumento del amor en el mundo como Jesús, sirve a la verdad y la anuncia sin hacerle el juego a la mentira y a la manipulación, se enfrenta al mal con determinación y valentía. Hacerse otro Cristo no es un juego o una realidad superficial, pues apunta a hacerse esencialmente ciudadano del reino de Dios en el mundo, lo que traerá consecuencias de peso que significarán oposición frontal con los antivalores que promueve el mundo, los cuales se resistirán y reaccionarán en consecuencia. La vida del cristiano será de una total compensación en el amor de Dios, pero exigirá valentía y tenacidad para enfrentar a la maldad que vendrá en confrontación al bien que se quiere sembrar. Por ello, la identificación con Cristo no solo deberá darse en la asunción de sus cualidades, sino también en la asunción de sus sufrimientos y persecuciones, de su pasión sufriente por el mundo, e incluso de la posibilidad de tener un final similar al que Él tuvo. El Diácono Esteban lo vivió plenamente así. Habiendo asumido para su vida la misma misión de Jesús de anuncio del amor y la verdad, se dio a la tarea de hacerlo con audacia, viviendo la felicidad de estar haciendo lo que tenía que hacer como discípulo fiel de Jesús, y recibiendo frontalmente la oposición de los que ostentaban el poder. Exactamente lo mismo que vivió Cristo en su momento. El paralelismo entre la vida de Esteban y la vida de Jesús es sorprendente. Y también el paralelismo entre la muerte de ambos. Esteban llegó a asimilarse de tal manera a Jesús que no solo se identificó con Él en la vida, sino que lo hizo también en la muerte. Esteban "repetía esta invocación: 'Señor Jesús, recibe mi espíritu'. Luego, cayendo de rodillas y clamando con voz potente, dijo: 'Señor, no les tengas en cuenta este pecado'. Y, con estas palabras, murió". Al igual que el Mesías, pone su espíritu en las manos de Dios. Y también pide el perdón para sus asesinos. Esteban se asimiló de tal manera a Cristo que incluso en la muerte siguió sus mismos pasos. Ser otro Cristo podrá exigirnos a cada uno hacer lo mismo. Vivir como Jesús. E incluso llegar a morir, de ser necesario, como Él.
La compensación de saber que estamos siguiendo los pasos de nuestro Maestro es total. Sería absurdo hacerlo sin sentir la alegría de saber que se está haciendo lo correcto. No se puede considerar un capricho o un juego, por cuanto está sobre el tapete la propia vida, e incluso la muerte. Saberse otro Cristo es de tal manera compensador que todo lo que representa la vida se pone en función de eso. Desde mi peculiaridad debo dejar que se transparente para los demás a Jesús. Debo hacer sentir desde mí el amor que Jesús le tiene a cada uno, el deseo de salvarlo que lo mueve a acercarse, su invitación a no contentarse con lo que es sino a apuntar cada vez más alto para ser mejor persona en todos los órdenes de la vida, la llamada a vivir una vida comunitaria activa en la que se haga presente la solidaridad particularmente con los más necesitados. Todo esto necesita tener un sustento sólido y ser alimentado para que se mantenga firme y decidido. No es el simple voluntarismo el que lo mantendrá vigente y activo. Por eso Jesús, conocedor de esta necesidad, sale al encuentro del hombre no solo para presentarse como modelo a seguir, sino como Aquel que anima y sostiene en el camino y el que se ofrece como alimento para seguir avanzando con determinación en ese periplo que se ha iniciado, como la peregrinación de Israel en el desierto, guiado por Moisés: "En verdad, en verdad les digo: no fue Moisés quien les dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo". Ese pan es causa de vida. Da la fuerza y la determinación. No es un apoyo físico, sino espiritual, que sostendrá la ilusión y el ánimo de ser servidores de Jesús, sirviendo a los hermanos y procurando para ellos la misma vida que hemos recibido de Él. Es de tal manera fortalecedor que es el mismo Cristo el que se ofrece de alimento. Alimentarse de Él es alimentarse del mismo Dios, por lo tanto, llenarnos de su fuerza, de su sabiduría, de su amor. Es apertrecharse con las mejores armas para enfrentar al mal en el mundo desde la bondad infinita que significa estar llenos de Jesús y ser uno con Él, ser otro Cristo. Por eso no puede sino surgir desde nuestro corazón convencido de todo esto, la oración de súplica que nos lleva a implorar ese alimento: "'Señor, danos siempre de este pan'. Jesús les contestó: 'Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás'". Con ese alimento tenemos asegurada la victoria. Jesús venció entregándose. También nosotros, alimentándonos de Él, venceremos, aunque tengamos que entregar nuestra vida. Seremos otros Cristos, asimilados a Él en todo. En nuestra vida y, de ser necesario, en nuestra muerte.
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