Las experiencias de los discípulos de Cristo en los días posteriores a su triunfo sobre la muerte van montadas en un sube y baja. Tan pronto viven la tristeza y el dolor por la muerte del Maestro como viven la alegría total con su encuentro glorioso. Van de lo oscuro a lo claro, y de lo claro a lo oscuro. No es nada extraño que así sea por cuanto es una absoluta novedad todo lo que están viviendo. Esa es la razón por la cual Jesús, en sus apariciones, insiste en no tener miedo. Somos deudores de la duda y de la sospecha. Más aún ante lo desconocido y ante las primeras experiencias. Solo viviremos la confianza en el conocimiento total, en el dominio de las situaciones, en la repetición constante de lo que podamos vivir. Aquellos dos conocidísimos discípulos del Señor que iban camino de Emaús son un claro ejemplo de esto que vamos diciendo. Su caminar era pesado, pues habían sufrido, según ellos, una de las mayores decepciones de su vida. Después de haberse sentido totalmente conquistados por la persona de ese hombre que consideraban el Mesías prometido, vieron completamente frustradas sus esperanzas y sus alegrías, pues todo con Él había terminado estruendosamente mal. Había sido crucificado y colocado su cuerpo en el sepulcro. Y a pesar de que había algunas informaciones que hablaban de un cambio radical de la suerte de la muerte en vida, no daban crédito a lo que decían las mujeres que lo decían: "Nosotros esperábamos que Él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron". Su pesar era tan grande que les obnubilaba la mente y el corazón y los sumía en la oscuridad de la pérdida de la ilusión.
Pero tenían un corazón bueno. Y por el resultado de la conversación con el Señor que se había hecho el encontradizo en el camino, se ve que tenían ese corazón lleno de sed de lo eterno, de lo bueno de Dios, de ser llenados de nuevo de la esperanza. Podemos decir que predominaba la inocencia en sus corazones. La frustración no era por ser malos, sino por ser demasiado buenos, es decir, por haber puesto originalmente su confianza en la obra que Dios prometía y que sin duda podía cumplir. Quizá había que purificar un poco esos corazones de las ideas libertadoras políticas con fuerza apabullante con las que podían estar contaminados: "Nosotros esperábamos que Él iba a liberar a Israel..." El Resucitado se encarga de hacerlo. En esos corazones había que inyectar nueva esperanza. Su victoria no podía quedar simplemente como una anécdota de mujeres exaltadas, como lo hacían entender con sus comentarios, sino que debía ser una experiencia que empezaran a vivir ellos con toda intensidad y profundidad. Y para eso Él estaba allí con ellos. "'¡Qué necios y torpes son ustedes para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria'.
Y, comenzado por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras". Y así empezaron a sentir de nuevo ese fuego que los calentaba antes de su entrega a la muerte. Y con mayor fuerza aún, pues era la que les comunicaba el mismo que había regresado de la muerte. Jesús les hace experimentar de nuevo la esperanza. No podía permitir que aquellos dos que habían puesto toda su confianza en el que los había conquistado totalmente, vivieran su mayor frustración. Después de la fracción del pan, aquellos dos reconocieron a Jesús plenamente, y sintieron cómo sus corazones ardían con su presencia y con su palabra. "¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?" Y así, con un corazón renovado en la esperanza y en el amor a Jesús, regresaron felices a Jerusalén a transmitir lo que habían vivido. "Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: 'Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón'. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan". Ese corazón de ellos estaba exento de malicia. Solo añoraban en lo más íntimo que todo lo que habían vivido no quedara en el vacío total. Lo habían vaciado de lo malo y por eso tenían espacio total para tener el encuentro maravilloso con el Señor y sentir cómo en ese encuentro de intimidad sabrosa con el Mesías resucitado se recuperaba la alegría y se renovaba la ilusión de ser suyos.Desde ese momento, para ellos no existía más riqueza que ser de Cristo. Él es quien había estado con ellos tres años demostrando la llegada del Año de Gracia del Señor, y confirmándolo con sus obras portentosas y sus palabras maravillosas. Y es el mismo que ahora se aparecía glorioso descubriéndoles lo absolutamente superior de la nueva situación que vivían. La experiencia del Resucitado en sus vidas le daba una nueva dimensión a toda su existencia. No había ya otra prioridad. Ese corazón limpio y puro, inocente, exento totalmente de malicia, estaba ahora lleno de la alegría de la victoria de Jesús, por lo cual no sentían otro impulso que hacer a todos partícipes de su misma alegría y de dar a todos de ese mismo tesoro que llevaban ahora en su corazón, que no era otro que al mismísimo Jesús resucitado, su amor y su obra de salvación. Así lo vivieron todos los discípulos que tuvieron la experiencia del encuentro íntimo con el Salvador. Haber vivido la alegría de ese encuentro los hacía portadores de Jesús, de la noticia de su triunfo sobre la muerte, de la participación de cada uno obteniendo la misma victoria como don amoroso del único triunfador, que fue Jesús. Todos y cada uno de los discípulos de Cristo tuvo su propia y peculiar vivencia de encuentro con el Resucitado. No hubo uno solo que no lo tuviera. Por eso, se convirtieron todos luego en sus anunciadores. Y se sintieron comprometidos a llevar su tesoro a los demás. Pedro y Juan, en una de las primeras ocasiones que tuvieron después de sus experiencias personales con Jesús, así lo entendieron. Al encontrarse con el lisiado de nacimiento que mendigaba a las puertas del templo, dan de lo que era su mayor tesoro: "Pedro, con Juan a su lado, se quedó mirándolo y le dijo: 'Míranos'. Clavó los ojos en ellos, esperando que le darían algo. Pero Pedro le dijo: 'No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda'. Y agarrándolo de la mano derecha lo incorporó". Sabían muy bien que su tesoro era Jesús, su amor y su poder sanador y salvador. Y fue posible porque todos ellos vaciaron sus corazones de toda malicia y se dejaron llenar en la experiencia de encuentro con Jesús de la nueva esperanza que los lanzaba a vivir la nueva vida del Señor resucitado como vida propia, de la cual eran portadores para todos los hombres. Jesús es el tesoro de todos los que se vacían de sí mismos y están dispuestos a dejarse llenar de la novedad de la Resurrección. Como los discípulos de Emaús. Como Pedro y Juan. Y como podemos ser cada uno de nosotros si nos vaciamos de nosotros mismos y nos dejamos llenar del ardor de nueva vida de resucitados con la que nos enriquece el Señor resucitado.
Que ese fuego de sentirte y reconocerte Señor, no se extinga, no desaparezca, que no me lo guarde para mi, que sea lámpara que ilumine al que lo necesite, que sea tu testigo. " No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino...." Lc 24, 32
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