La experiencia de Pedro y Juan, al acudir presurosos al sepulcro alertados por María Magdalena de que el cuerpo de Jesús ya no estaba, es todo un itinerario para nuestra fe. La Magdalena afirma que se habían robado el cuerpo. Ellos, al comprobar que el sepulcro estaba vacío, nunca sospechan de un robo. Su conclusión es impresionante. De algo les habían servido los años de convivencia con el Maestro. "Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos". Lo habían dicho las Escrituras, y lo había reafirmado el mismo Jesús en varias oportunidades. "Entonces les abrió la mente para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: Así está escrito, que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día". Efectivamente, la muerte no era el destino final del Mesías. Era la Vida. Y la Vida en gloria, resucitada, victoriosa. En ese momento en el que ellos comprueban que no hay nada en el sepulcro se les abre el entendimiento. La visión del sepulcro vacío era la prueba más que suficiente de que se cumplían los anuncios. En lo más profundo de su ser, a pesar del laberinto de experiencias y sentimientos que habían vivido en la última semana, estaba inscrita la esperanza de que se cumpliera radicalmente la gran expectativa. Todo lo que habían vivido junto a Jesús, la inmensa cantidad de hechos de los cuales habían sido testigos privilegiados, las palabras que Él había pronunciado y los portentos que había realizado, recibían plena confirmación. La victoria de Jesús sobre la muerte daba una luz totalmente nueva sobre lo vivido anteriormente. La experiencia de hoy ilumina absolutamente todo lo anterior. Todo cuadra. Todo tiene sentido. Todo encaja tan perfectamente que no puede ser sino una realidad abrumadora. El amor de Dios había quedado completamente demostrado en el cumplimiento de su promesa de resurrección. La visión que tienen estos dos apóstoles le da un sentido nuevo al "ver". "Vio y creyó", dice el Evangelio. Ellos vieron y creyeron. No porque no hubieran creído o hubieran pensado que Jesús había mentido. Era la comprobación, nuevamente, de que Dios había visitado a los hombres. Es un "ver" distinto al que exigió Tomás. "Si no veo... no creo". No era ésta la condición que ponían Pedro y Juan. Era un creer con gozo porque habían comprobado que todo estaba realmente cumplido.
Comprendieron los apóstoles que esta vivencia que estaban teniendo no era una experiencia individual de Jesús. Era la transformación radical de todo lo que existía. Era la re-creación de todo. La resurrección de Cristo era la resurrección de todo. Si todo lo que existía había estado con Jesús en la Cruz, también había muerto con Él. Por eso, la resurrección representaba también una vida nueva para todo. "He aquí que hago nuevas todas las cosas". La muerte y resurrección de Cristo era la irrupción de un mundo nuevo. Los cielos y la tierra se estrenaban nuevamente con una vida nueva: "Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron". Ya nada es igual que antes. La nueva creación ha empezado a existir. Y es una creación superior que la primera, pues ha requerido para su existencia del sacrificio total del Redentor. El paso de Jesús, su Pascua, es la declaración de novedad total. El Padre ha recibido de Jesús toda la obra que ha realizado y que ha colocado en su presencia. El Padre ha recibido con beneplácito todo lo hecho. Y todo ha recobrado el tinte superior del amor que rescata y eleva. Existe desde este momento una relación superior con Dios. Y no es extraño a esto el hombre, razón última de esta novedad radical. Si todo ha sido hecho de nuevo, lo ha sido por el hombre. Es el hombre quien vive en primer lugar, como protagonista principal, la novedad alcanzada por Jesús. La vida nueva es, en primer lugar, para el hombre rescatado por el amor misericordioso. El hombre es el primer reconstruido. Si todo ha recibido la novedad de vida, lo ha recibido por el hombre y para el hombre. "Si ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspiren a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque ustedes han muerto; y su vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida de ustedes, entonces también ustedes aparecerán gloriosos, juntamente con él". Nuestra vida está íntimamente ligada a la de Jesús. Hemos muerto con Él, hemos estado en el sepulcro con Él, y hemos resucitado con Él. Cristo no resucita solo para Él. Resucita para todos nosotros y nos hace resucitar triunfantes a todos con Él. "Es doctrina segura: 'Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él'". Esa novedad radical de vida es nuestra. Sin haber hecho un solo gesto de esfuerzo, tenemos la mayor de las ganancias. Se trata, por lo tanto de vivir nuestra propia resurrección. Y de vivir como resucitados. No podemos no apreciar este don. Debemos vivir en la dignidad máxima de resucitados como Jesús.
Y esta resurrección de la que somos beneficiarios amados, nos lleva a dar un paso más adelante. El de asumir nuestra responsabilidad en lograr que el mundo entero conozca de su nueva dignidad. Los resucitados deben ser también resucitadores, expandiendo la noticia grandiosa de la novedad radical de todo lo creado y de cada hombre y mujer de la historia. Todos los hombres son hombres nuevos. Y todos deben saberlo. Nosotros, conscientes de nuestra nueva vida, no podemos quedarnos en el goce individual y egoísta de esta realidad. Nuestra alegría será plena solo en el cumplimiento del esfuerzo de que esta noticia llegue a todos. Quien se queda en el disfrute egoísta de su novedad, poco a poco irá frustrando la novedad y regresará a la antigüedad de vida. Solo quien se esfuerza en integrar a la experiencia de la novedad de vida a cada vez más hermanos, hará que su propio gozo sea mayor y tenga mayor sentido. "Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A este lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección de entre los muertos. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos". Todos somos testigos de la resurrección de Cristo, pues todos hemos resucitado con Él. Toda la realidad que nos rodea es un canto de resurrección. Nuestra mirada limpia de resucitados nos debe facilitar la visión de la novedad radical de todo lo que existe. Y teniéndola a nuestra vista, debemos ser testigos de ella delante de todos nuestros hermanos. Nuestra experiencia de resurrección debe hacerse evidente a todos, así como lo es para nosotros, que la vivimos en el amor y en el gozo de ser hombres nuevos. Descubrir la resurrección en todo lo que vivimos debe ser para cada uno de nosotros experiencia cotidiana. Todo lo que está a nuestro alrededor ha sido hecho nuevo. Dios lo sigue poniendo en nuestras manos, esta vez con un sentido superior de novedad, para que nos sirva aún más para seguir nuestro propio itinerario de salvación. Es nuestra salvación y la de todos los nuestros. Somos portadores de la novedad radical de vida no solo para nosotros, sino para todos. El que el mundo sea nuevo realmente, el que lo manifieste claramente y con gozo, depende de lo que hagamos nosotros con nuestra vida nueva. No podemos dejar frustrada la mejor noticia de toda la historia: Que Jesús, por amor infinito y eterno hacia nosotros, ha logrado que todo, nosotros mismos y todo lo creado, sea realmente nuevo, que todo está de nuevo en las manos del Padre, que todo se dirija inexorablemente al futuro de amor y felicidad eternos en Él.
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