Hay noche en el mundo. El que es la Luz del mundo está oculto en el sepulcro, negando esa luz momentáneamente. Jesús mismo había dicho de sí: "Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida". Isaías, viendo la perspectiva de la llegada del Salvador que venía a rescatar a los hombres, escribe: "El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande". Jesús es esa Luz que elimina toda tiniebla, que llena de la alegría de la iluminación por su vida al pueblo que triste caminaba dando tumbos pues no veía el camino con claridad. El pecado había echado todas las sombras sobre la humanidad y la hacía caminar sin ninguna perspectiva. La tristeza, el desasosiego, la frustración, eran los sentimientos que dominaban. No obstante, prevalecía la esperanza de que los anuncios antiguos se cumplieran y llegara un tiempo nuevo en el que resplandeciera la luz de la alegría y de la liberación. La llegada de Jesús, con toda su carga de dicha, con las manos llenas del amor que el Padre le encomendaba llevar a los hombres y de las obras que revelaban la llegada de un tiempo nuevo, daban una expectativa nueva. La luz que Él era y que hacía brillar, daban una nueva coloración a los hombres. Por eso, se vivía una perspectiva de cumplimiento, de libertad. Era el aire nuevo que prometía Dios a los que iban a ser liberados de su carga de esclavitud, del yugo bajo el cual se encontraban por las cadenas del pecado que los acusaba y los destruía. El entusiasmo era total. Se terminaban los días de frustración y de desesperanza. "¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!", gritaban entusiasmados. Sin embargo, en el itinerario sufren una inmensa decepción. Aquel que representaba la mayor esperanza se encontró con el muro infranqueable de los malos y de los injustos. Fue sometido por ellos, llevado a sufrir los mayores escarnios, elevándose sobre Él para humillarlo y acallarlo. Si era incómodo para el poder, sencillamente se le eliminaba. Muerto quien produce la incomodidad, desaparece la incomodidad y siguen tan campantes. La Luz es apagada y se erige la noche y la oscuridad. Hay dolor en el mundo porque no hay Luz. La oscuridad del sepulcro es la misma oscuridad que vive cada hombre. Triunfa la desazón, como la que vivieron aquellos discípulos que salían de Jerusalén cabizbajos y explicaban sus sensaciones, pues iban hablando de lo que sucedió: "Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió".
Jesús entra en el sepulcro asumiendo la inmensa soledad que en él se vive. Nunca antes en toda su vida tuvo Jesús una sensación tan amarga. Ni siquiera en los momentos más álgidos de su periplo terrenal experimentó Jesús tal soledad. El momento de las crisis de Cafarnaúm en el que fue rechazado por muchos por la extrañeza ante las palabras que pronunciaba, no llegó a ser tan determinante: "Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él". Jesús preguntó a los más cercanos si querían también dejarlo, pero Pedro, en nombre de todos, le prometió su compañía por encima de todo: "'¿También ustedes quieren marcharse?' Le respondió Simón Pedro: 'Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios'". La soledad nunca fue signo de la vida de Jesús previamente. Es la muerte la que trae consigo esta realidad. La muerte viene acompañada por una soledad ensordecedora, que ya había tenido su preludio en la Pasión. Podemos imaginar a ese Jesús que había sido siempre acompañado al menos por sus discípulos, probar la hiel amarga del abandono de todos, incluso de aquellos que eran los más cercanos y que habían llegado al extremo de prometerle que jamás lo dejarían solo. "Aunque todos te abandonen, yo no", había vociferado Pedro. Puesto a prueba en los inicios de la Pasión, su cobardía le hace una mala jugada y sale huyendo de los verdugos de Cristo. Esa soledad en la Pasión es rota exclusivamente por la compañía amorosa de quienes no podían jamás abandonarlo por el amor inmenso que sentían por Él: su madre María, Juan y la Magdalena, que llegan incluso hasta el pie de la cruz. Pero en el sepulcro la cosa es ya radical. Muerto Jesús es colocado solo en él. No lo acompaña nadie. Es la soledad inmensa que sufre el que ha cumplido su tarea de entrega. "Todo está consumado". Es la soledad del que ya no tiene otra realidad en la cual sustentarse sino solo la presencia del Padre que acoge su sacrificio: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". En el sepulcro se encuentra únicamente ese cuerpo sagrado del hombre que era Dios. Nada más. Es la sensación de derrota más pesada. No hay más nadie. Solo el que se entregó y murió por amor.
Para quien no tiene otra perspectiva de futuro, sino solo la de la temporalidad que vive, la muerte es la desaparición de toda expectativa, de toda meta, de todo deseo. La muerte es la derrota de la vida. Para quien no tiene más futuro, la muerte es la frustración de toda realidad. Morir será la desaparición de todo. Ni siquiera las obras realizadas ni las metas alcanzadas lograrán llenar esa sensación de vacío. Pero el que está en el sepulcro no es un hombre cualquiera. Es el hombre que es Dios. Dios no muere. De esta manera se debe entender que la existencia de ese hombre y Dios debe trascender. Y de tal manera trasciende el sepulcro, que incluso en aquellos momentos amargos de oscuridad y soledad, Dios sigue trabajando. Realizando su obra de rescate con aquellos que precedieron a su venida y murieron antes que Él, "en el espíritu (Cristo) fue también a predicar a los espíritus encarcelados". Su obra de Redención no era solo para los de su presente o su futuro, sino también para los de su pasado, todos aquellos que lo habían precedido en la historia. Y aún más. La realidad de la muerte no es una realidad definitiva. La muerte es el paso necesario para la demostración gloriosa del poder divino. El sufrimiento de Jesús y su muerte fueron pasos previos necesarios y reales para llevar a plenitud la obra de rescate de la humanidad. De tal manera que para el que trasciende lo simplemente horizontal, lo temporal, y se abre a lo vertical, a lo eterno, la muerte no es sino solo un paso más de la existencia que nunca se acaba. Bellamente lo describió José Luis Martín Descalzo en su poesía: "Morir sólo es morir. Morir se acaba. / Morir es una hoguera fugitiva. / Es cruzar una puerta a la deriva / y encontrar lo que tanto se buscaba". Más aún en Jesús. La muerte de Jesús es la más fructífera que se ha dado en toda la historia. Ha sido muerte transformada en vida, en triunfo, en eternidad. La sensación de derrota se muta en victoria monumental. La sensación de soledad se trastoca en vida comunitaria feliz eternamente junto al Padre. La sensación de oscuridad cambia radicalmente a luz inmarcesible que alcanzará para iluminar la existencia de todos los hombres. De esta manera, debemos decir que el sepulcro nunca será vencedor. Ninguna de las realidades que lo implican tendrá duración. Ni la oscuridad, ni la soledad, ni la frialdad, ni la muerte, son las que ganan. Gana la vida, y con una victoria contundente. Del sepulcro resurgirá triunfante Jesús. Y se acabará la muerte. Y quedará humillado el poder del pecado, de la muerte, del demonio, pues el verdadero y único vencedor es Jesús, el Dios hecho hombre, que así completará su itinerario y pondrá a los pies del Padre la vida de cada uno de nosotros, rescatados por su amor eterno.
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