"La vida del hombre en la tierra es milicia", dijo el sabio y paciente Job. Sin duda, la lucha cotidiana por proveer lo necesario para una vida cómoda, el enfrentamiento de las dificultades naturales que se presenten, los conflictos personales con otros, son circunstancias que están aseguradas en la vida común de cualquiera. Por eso la vida es un eterno combate, una milicia, que nos llama a estar siempre dispuestos a enfrentar esas realidades. La búsqueda de la felicidad no está exenta de la posibilidad de tener que sobreponerse a dolores, a sufrimientos, a persecuciones, a crisis. Desde que el hombre pecó el dolor es una realidad segura. Antes del pecado, cuando el hombre seguía al pie de la letra las indicaciones divinas, se aseguraba una vida de armonía absoluta pues todos los hombres eran iguales y todos seguían el mismo interés de ser fieles a Dios. Cuando entró el pecado en el mundo los hombres empezaron a verse como adversarios, como competidores. Todos seguían un interés personal, que era el de lograr la felicidad propia, sin importar ni los medios ni los métodos a usar. Lo que importaba era lograr esa felicidad, sin más. La única medida a tener en cuenta era el esfuerzo personal por sobreponerse a los otros, con tal de llegar a la meta. La soberbia se enseñoreó en el corazón del hombre, por lo cual él pasó a ser el centro de todo, y todo debía girar en torno a él y a sus intereses. Todo lo que no fuera en esa línea o se opusiera a ella, debía ser echado a un lado y eliminado. Esto, evidentemente, para una vida social, aseguraba la existencia de conflictos. A las dificultades naturales que se presentaban en torno a la vida de los hombres, se sumó el conflicto interpersonal, en el cual el hombre se convierte para el otro en un estorbo, o en el mejor de los casos, en un instrumento del que me valgo para alcanzar mis metas. De allí la frase terrible: "El hombre es lobo del mismo hombre". En todo caso, esa vida de combate es una realidad absoluta para la humanidad. Unas veces se saldrá triunfante. Otras, se saboreará lo amargo de la derrota. Esta es una verdad que viviremos todos. Y ante ella, Jesús nos pone sobreaviso. No quiere engañarnos Jesús dibujándonos un mundo color de rosa. Nos hace pisar firme en la realidad que viviremos cotidianamente: "En el mundo encontrarán tribulaciones, pero no teman, Yo he vencido al mundo".
Alguna vez se escuchó la especie de que Jesús jamás se anunció a sí mismo, como si en su intención solo hubiera el deseo de predicar la realidad del amor y del perdón de Dios, sin predicarse a sí mismo como el Redentor. Nada más lejos de la realidad, por cuanto, en efecto, son varias las ocasiones en las que Jesús se ofrece a sí mismo como el mejor apoyo que podemos tener los hombres en la milicia que es para nosotros la vida. Al decirnos "no teman, Yo he vencido al mundo", no nos está diciendo otra cosa que al ir al mundo no vamos solos, sino que Él nos envía y se embarca con nosotros en la misma tarea. Por un lado, su fuerza será la nuestra, pues Él la coloca en nuestras manos. Es lo que entendió perfectamente San Pablo, cuando habló de sus propias fuerzas: "Muy a gusto presumo de mis debilidades, pues entonces residirá en mí la fuerza de Cristo". La compañía de Jesús, siendo una compañía espiritual, es totalmente real. El enviado por Cristo sentirá en el cumplimiento de su tarea, inusitadamente una fuerza que no es la suya, una iluminación sobrenatural que pondrá palabras en sus labios que jamás pensó que podría pronunciar, ideas en las cuales nunca antes había pensado. Sin duda, es el cumplimiento estricto de esa promesa de Jesús. Pero más allá de esa presencia suya en el cumplimiento de la misión apostólica, está su presencia que consuela y alivia en el dolor y en el sufrimiento. No es una promesa de que no tendremos dificultades ni una fortaleza que promete para enfrentar fuerzas contrarias, sino que es un alivio sentimental y afectivo que hará sentir un sosiego real, una frescura que serena y llena de paz interior a quien sufre el agobio de las dificultades y conflictos personales. Es el ofrecimiento que hace Jesús de sus brazos en los cuales nos podemos refugiar para sentir el calor de quien nos ama de verdad y quiere nuestra paz. Es el oasis que viene a nuestro encuentro en medio del desierto del dolor y del sufrimiento. No es su compañía para enfrentar al mundo. Es su compañía en la intimidad del corazón que se siente agobiado y casi vencido en el desasosiego de la realidad cotidiana. Es la dulzura del consuelo y de la serenidad en medio del tormento de un corazón que tiene muchas heridas. Es la certeza de tener un fundamento sólido en su amor, a pesar de que todo lo que está alrededor se tambalee. Los brazos de Jesús son poderosos y suaves a la vez. Sostienen en el dolor y simultáneamente llenan de paz y de consuelo: "Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera".
Para obtener esta acción de Jesús en nosotros debemos estar dispuestos a abrir el corazón para reconocer que solos no podemos. No podremos anunciarlo de manera individual, sin su fortaleza y sin su iluminación, ni podremos recibir el consuelo necesario como lo ofrece el mismo Cristo ni de nosotros mismos ni de nadie cercano. Necesitamos deponer nuestra actitud de soberbia y declararnos absolutamente necesitados de Él, de su fuerza, de su amor y de su consuelo. Es necesario que asumamos una actitud de humildad, que es imprescindible para que el Señor vea las puertas de nuestro corazón abiertas a su presencia y se decida a venir a nosotros. Es la única manera en la que obtendremos su favor, nos llenará de su fuerza y nos iluminará en el cumplimiento de nuestra tarea. Y es también la manera en la que manifestaremos nuestra determinación de acercarnos a Él confiados para recibir el consuelo y el alivio que nos promete. De esa manera seremos campo fértil para la siembra que quiere hacer Dios: "Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". Si mantenemos una actitud soberbia, estaremos cerrando las puertas a la acción divina en nosotros. Esa actitud de humildad nos llevará a reconocernos en lo que somos y a declararnos necesitados del amor y la misericordia divinas: "Si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros. Hijos míos, les escribo esto para que no pequen. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo". Acercarnos humildemente a Dios por Jesús, reconociendo lo que somos, es dejarnos llenar de su luz, permitir su entrada que nos purifica, y dejarnos hacer de nuevo, llenos de la iluminación que nos deja su presencia: "Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él y vivimos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero, si caminamos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado". Sin duda, en medio del tráfago de la vida, nos encontramos con la posibilidad del acompañamiento de Jesús que nos limpia, nos capacita para la misión, nos da su fuerza y nos ilumina, y tiene sus brazos extendidos hacia nosotros para aliviarnos y consolarnos en toda ocasión.
Amén!!
ResponderBorrarQuédate Señor con nosotros, en este batalla de la pandemia terrible que estamos viviendo, perdona nuestra soberbia y acepta nuestra humildad. No te olvides de tus hijos que enfrentan en esta milicia al virus, y sana a los enfermos. Llevamos María de tu mano a Jesús y Jesús al Padre. Amén amen
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