Se acercan los días de la pasión. Son los días previos en los que todo el ambiente se va enrareciendo pues la cercanía de esos días de entrega y de sacrificio van como siendo anunciados y atisbados por el mismo Jesús y sus discípulos. Está claro que el itinerario se va acercando a su final, por cuanto todos los acontecimientos se van dando como obligando a la desembocadura y al desenlace fatal al que deben llegar. El anuncio hecho desde el principio es de que la liberación se dará previo el sacrificio. No habrá libertad sin sangre. No habrá vida sin muerte. No habrá redención sin satisfacción. "Un descendiente de la mujer te pisará la cabeza, mientras tú le muerdes el talón". La serpiente morirá y con ella todo el poder del mal y de la muerte. Pero el descendiente de la mujer resultará mordido. No saldrá incólume, pues incluso, esa herida de muerte será necesaria para la salud de los que serán sanados. Son heridas que cubrirán con su sangre milagrosa a los que están heridos de muerte por el pecado. Serán liberadoras y salvadoras. Los anuncios generales de Jesús en los que invita a entregar la vida para ganarla, los asume Él en primer lugar para sí mismo. "El que pierda su vida por mí, la ganará". Él mismo ganará su vida, entregándola. "El Padre me ama porque yo doy mi vida para retomarla de nuevo". Es el itinerario que sigue la redención. Entregar para recibir, donar para ganar. Es el precio alto que debe ser pagado para el rescate de los hombres. Ellos están sumidos en la oscuridad. La luz de Cristo aparentemente se apagará porque la esconderá totalmente ese abismo de penumbras que representan los pecados de todos los hombres de la historia. Pero no se consumirá. Como el ave fénix resurgirá triunfante de sus cenizas. La muerte que probará el Redentor se trocará en vida triunfante. Jesús probará momentáneamente la soledad y la frialdad del sepulcro. Será una experiencia real, no aparente. Esa piedra fría del sepulcro lo acogerá por un tiempo, pero no será capaz de retenerlo. No tendrá la fuerza suficiente para detenerlo en sus fauces. La fuerza victoriosa de la vida resurgirá luminosa y estruendosa y dará la victoria a la luz. Los brazos de la muerte son descoyuntados y quedarán vacíos pues la vida arranca a Jesús de su dominio.
Ese ciclo de muerte y vida, de derrota y triunfo, de oscuridad y luz, no hace más que servir de sello definitivo a la obra que viene a realizar el Hijo de Dios, enviado por el Padre para la salvación del mundo. Toda su vida fue un dirigirse a este desenlace definitivo que significaba la coronación de toda su obra: "Miren a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre él, manifestará la justicia a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará. Manifestará la justicia con verdad. No vacilará ni se quebrará, hasta implantar la justicia en el país". Esa obra de implantación de la justicia se encontrará de frente con los que quieren sostener la injusticia como sistema. Es el mal imperante que se resistirá a entregar el testigo de su poder. Se sabía que debía ser así, pues el mal actúa de manera aburridamente igual. Buscará siempre anular de cualquier manera a quien se atreva a oponérsele. Pero el bien es creativo y siempre saldrá por caminos sorprendentes. En Jesús ha descubierto que es dejarse ganar aparentemente para salir victorioso desde la muerte. Nunca antes había sido tan sorprendentemente derrotado el mal. Ese triunfo estruendoso será la victoria y la salud del pueblo entero: "Yo, el Señor, te he llamado en mi justicia, te cogí de la mano, te formé e hice de ti alianza de un pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan en tinieblas". La libertad será la frescura de las naciones, pues ya no tendrán sobre sí el yugo tiránico de quienes se erigen en sus autoridades, sino que tendrán la mano suave del Señor que los dirigirá y los llevará por las sendas de la justicia, retomadas gracias a su entrega sacrificial. El pecado, con todo su poder y con toda su oscuridad, será completamente derrotado. Jesús probará la muerte, sin duda. Y sufrirá lo que no ha sufrido ser humano sobre la tierra. Ese será el precio que le tocará pagar por su iniciativa de salvación. Pero la recompensa será grandiosa. A grandes sacrificios, grandes ganancias. Y al mayor sacrificio, el de la entrega de la propia vida, la vida del hombre que es Dios, la mayor recompensa, la de la vida y la salvación de todos los hombres.
Lo sabía Jesús. Por eso, en el encuentro con los hermanos Lázaro, Marta y María, anuncia la unción de la que será objeto por su muerte, prefigurada en la unción que hacía María sobre Él: "María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume". Ante el reclamo del Iscariote, ladrón por naturaleza, Jesús responde: "Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tienen siempre con ustedes, pero a mí no siempre me tienen". Ya llega, entonces, el momento de no tener a Jesús, de que sea arrebatado de su presencia. Será la muerte la que lo logrará. Jesús será ungido para entrar en el sepulcro por su sacrificio en Cruz para la salvación del mundo. Ese será el tiempo que será arrebatado. Pero luego se dará la alegría indecible de su victoria. El gozo eterno de su resurrección. La muerte no es tan poderosa como para retenerlo. Es la vida la que triunfa. Dios no muere. No puede morir. Y por ello ese cuerpo del hombre que es Dios resurge triunfante del sepulcro. Esa oscuridad terrible en la que estaba sumido es ahora la luz brillantísima de la nueva vida que sirve para llenar de esa novedad todo lo que existe. Es la humanidad entera la que goza de la novedad. Es todo lo existente lo que es reconstruido y hecho de nuevo. Es el corazón del hombre que ha sido arrancado, pues se había convertido en piedra insensible y ha sido colocado en su lugar un corazón de carne que asegura, ahora sí, el disfrute total de la liberación y de la iluminación radical por la Redención. Es la obra del Dios de la vida que no podría actuar de otra manera. Y que jamás actuará de manera diversa. Si prueba la muerte es para que termine en vida. Si es ungido para el sepulcro es para resurgir triunfante venciendo la frialdad y la soledad. Si es sacrificado es porque ese es el precio del rescate para liberar a la humanidad cautiva, pero conservando Él su vida entera que es el tesoro de los hombres. La vida entregada es donada para cada uno de nosotros. La guardamos en nuestros corazones para que sea nuestra riqueza. La vida de Jesús es la vida de todos nosotros. Su muerte es también vida, pues es la victoria sobre nuestra propia muerte, siendo arrebatados y llevados a lo alto del cielo para disfrutar de la alegría y del amor eternos de Dios.
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