En la revelación de Dios a los hombres, los dos actores de la obra tienen papeles importantes que llevar adelante, sin los cuales es imposible que la obra llegue a su culminación. En primer lugar, Dios que se da a conocer y que va dando luces de lo que es en sí mismo, de su amor por los hombres, de su voluntad soberana, del designio de eternidad que tiene para su creación. Lo hace desde el mismo principio de la existencia del hombre, surgido de su mano poderosa. Creó a Adán y a Eva, y se dio a conocer a ellos como ese Padre amoroso que los ha hecho existir y los ha colocado en el centro de todo lo creado para que fueran sus dominios. De tal manera se hizo cercano que, según lo relata el autor sagrado, su relación de amistad y cercanía era total. La confianza que había entre ellos era tan grande que Dios venía en las tardes al Edén a tener conversaciones y a pasar el tiempo con ellos. Fue precisamente una de esas tardes en las que visitaba al hombre en la que descubrió la infidelidad, pues el hombre no se presentó al encuentro cotidiano ya que estaba escondiéndose de Él, evitándolo, consciente de haber traicionado esa confianza radical que le tenía. Dios se había revelado al hombre como lo que era: poderoso creador, providente, amoroso, confiado, pero también el superior que ponía normas que debían ser cumplidas y que facilitaban la vida. Las indicaciones de Dios no eran caprichosas prohibiciones, sino señales que apuntaban a seguir un camino más fácil para llegar a Él y a la felicidad. No seguirlas significaba una complicación para el mismo hombre, por lo cual era él mismo el que hacía tortuoso su camino. Por el contrario, seguir esas indicaciones lo llevaban sin estorbos por el camino de la verdadera y plena felicidad. En general, Dios ha cumplido siempre su rol de manera perfecta. La revelación que Él ha querido hacer de sí mismo ha echado luces para la comprensión de lo que Él es y de sus designios de amor para con nosotros. Evidentemente, por ser el origen de todo, poderoso infinitamente, omnisciente, omnipresente, y al ser el hombre limitado en esencia, esa revelación debía ser paulatina, llevada sabia y didácticamente paso a paso para no indigestar al hombre con algo que no era capaz de digerir ni asimilar con facilidad. Por ello, en esa revelación que Dios hace de sí mismo habrá siempre algo que queda en la reserva de su propio ser. Revelarse en Dios no significa entonces que su ser queda totalmente desvelado. Algo siempre queda oculto en su misterio infinito. En primer lugar, porque Dios mismo en esencia es infinito y en segundo lugar porque el hombre jamás podrá llegar a asimilarlo totalmente pues es extremadamente limitado en comparación con su Creador.
El segundo actor en la obra de la revelación es el mismo hombre. Creado a imagen y semejanza de Dios, es el único ser de toda la creación capaz de llegar a ponerse a la altura de un conocimiento intelectual y experiencial de ese ser infinitamente superior. Su propio esfuerzo puede servirle de apoyo para satisfacer parcialmente su acuciosidad y su sed de conocimiento de ese ser que debe estar por encima de todo y del cual depende su propia existencia y la existencia de todo. Es la teología natural, por la cual el hombre puede llegar a cierto conocimiento, sin duda imperfecto e incompleto, de Dios, por su propio esfuerzo. Pero Dios, conociendo la limitación extrema que tiene el hombre para llegar a puerto seguro mediante esa metodología, y descubriendo de nuevo su amor condescendiente por el hombre, se desprende de algo de su misterio y lo pone al alcance del hombre mediante su propia autorevelación. Corresponde al hombre estar atento a esos gestos de revelación divina, descubrirlos en los mismos signos que Dios pone en su camino, estar disponible para Dios y abrir su corazón con humildad y valentía para recibir y aceptar esos gestos amorosos del Creador que los pone a su alcance para que lo conozca. Algunos de esos gestos serán claros, otros requerirán de un cierto esfuerzo para ser comprendidos. Pero todos nos hablan de la voluntad inmutable de Dios de darse a conocer al hombre para que con el mismo amor con el que se descubre, sea aceptado y recibido como Padre amoroso, creador, sustentador y salvador. El punto culminante de esa revelación llega con Jesús que hace que Dios ya no muestre signos de su presencia en el mundo, sino que se hace presente Él mismo para hacerse totalmente asequible. No hay ya excusas de confusión o de oscuridad, Con Jesús la luz llega para iluminar a todos y dar la claridad definitiva de lo que Dios es en referencia al hombre y de su deseo de derramar todo su amor en los corazones que lo reciban con alegría. Somos nosotros los que tenemos en nuestras manos la decisión final. Ya Dios ha hecho todo lo necesario para revelarse y darse a conocer, para dejarnos claro su amor por nosotros, para gritarnos en cada uno de esos gestos de entrega que nos ama y nos quiere junto a Él. Es necesario que el hombre deponga actitudes de soberbia, de racionalismos destructivos, de indiferencia, de rechazo, para que la obra llegue a la culminación feliz de revelación total del amor y de aceptación de la salvación que Dios regala. Dios se abre al hombre. Y la obra tendrá un final feliz solo si el hombre se abre a Dios.
El encuentro con los discípulos de Emaús es una representación perfecta de toda esta obra. Dios se había revelado en Jesús y en toda su obra. Había lanzado signos claros de lo que había venido a hacer. Había entusiasmado a todos con su presencia: "Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; ... Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió". Pero sentían la desilusión de que todo aparentemente se había ido al garete. Su corazón que iba abriéndose a la ilusión de la presencia del Salvador, se cerró de nuevo por la muerte de Jesús. Pero la revelación de Dios no se detenía: "Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron". Un corazón desilusionado necesitaba de mayor empuje en los signos. Por eso Jesús se hace el encontradizo, con la plena disposición de echar luces en su revelación a los hombres. "'¡Qué necios y torpes son ustedes para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?' Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras". La perseverancia de Dios en su revelación de amor es impresionante. Es un Dios paciente y misericordioso que no quiere otra cosa que la salvación de todos. Por eso es insistente. Finalmente, esa insistencia logra el cometido. Los discípulos comprenden que la obra de Dios ha sido perfectamente llevada a cabo: "'¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?' Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros". Dios es insistente en su revelación. Y lo es porque ama. El amor no se cansa jamás. Cuando quiere algo se entrega a lograrlo con paciencia y perseverancia. Y así es Dios. Lucha por nosotros hasta la extenuación, que es incluso llegar a la entrega para morir. Nosotros, actores también de esa obra de revelación, debemos mostrar nuestro amor a ese Dios que lo da todo, abriendo el corazón para que entre en nosotros, nos llene de felicidad y nos salve. Que vivamos en la convicción total de ese amor: "Ustedes fueron liberados de su conducta inútil, heredada de sus padres, pero no con algo corruptible, con oro o plata, sino con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin mancha, Cristo". Es nuestro tesoro, no porque lo hayamos ganado por esfuerzo personal, sino porque nos ha sido donado desde el amor infinito que Dios nos tiene.
El segundo actor en la obra de la revelación es el mismo hombre. Creado a imagen y semejanza de Dios, es el único ser de toda la creación capaz de llegar a ponerse a la altura de un conocimiento intelectual y experiencial de ese ser infinitamente superior. Su propio esfuerzo puede servirle de apoyo para satisfacer parcialmente su acuciosidad y su sed de conocimiento de ese ser que debe estar por encima de todo y del cual depende su propia existencia y la existencia de todo. Es la teología natural, por la cual el hombre puede llegar a cierto conocimiento, sin duda imperfecto e incompleto, de Dios, por su propio esfuerzo. Pero Dios, conociendo la limitación extrema que tiene el hombre para llegar a puerto seguro mediante esa metodología, y descubriendo de nuevo su amor condescendiente por el hombre, se desprende de algo de su misterio y lo pone al alcance del hombre mediante su propia autorevelación. Corresponde al hombre estar atento a esos gestos de revelación divina, descubrirlos en los mismos signos que Dios pone en su camino, estar disponible para Dios y abrir su corazón con humildad y valentía para recibir y aceptar esos gestos amorosos del Creador que los pone a su alcance para que lo conozca. Algunos de esos gestos serán claros, otros requerirán de un cierto esfuerzo para ser comprendidos. Pero todos nos hablan de la voluntad inmutable de Dios de darse a conocer al hombre para que con el mismo amor con el que se descubre, sea aceptado y recibido como Padre amoroso, creador, sustentador y salvador. El punto culminante de esa revelación llega con Jesús que hace que Dios ya no muestre signos de su presencia en el mundo, sino que se hace presente Él mismo para hacerse totalmente asequible. No hay ya excusas de confusión o de oscuridad, Con Jesús la luz llega para iluminar a todos y dar la claridad definitiva de lo que Dios es en referencia al hombre y de su deseo de derramar todo su amor en los corazones que lo reciban con alegría. Somos nosotros los que tenemos en nuestras manos la decisión final. Ya Dios ha hecho todo lo necesario para revelarse y darse a conocer, para dejarnos claro su amor por nosotros, para gritarnos en cada uno de esos gestos de entrega que nos ama y nos quiere junto a Él. Es necesario que el hombre deponga actitudes de soberbia, de racionalismos destructivos, de indiferencia, de rechazo, para que la obra llegue a la culminación feliz de revelación total del amor y de aceptación de la salvación que Dios regala. Dios se abre al hombre. Y la obra tendrá un final feliz solo si el hombre se abre a Dios.
El encuentro con los discípulos de Emaús es una representación perfecta de toda esta obra. Dios se había revelado en Jesús y en toda su obra. Había lanzado signos claros de lo que había venido a hacer. Había entusiasmado a todos con su presencia: "Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; ... Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió". Pero sentían la desilusión de que todo aparentemente se había ido al garete. Su corazón que iba abriéndose a la ilusión de la presencia del Salvador, se cerró de nuevo por la muerte de Jesús. Pero la revelación de Dios no se detenía: "Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron". Un corazón desilusionado necesitaba de mayor empuje en los signos. Por eso Jesús se hace el encontradizo, con la plena disposición de echar luces en su revelación a los hombres. "'¡Qué necios y torpes son ustedes para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?' Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras". La perseverancia de Dios en su revelación de amor es impresionante. Es un Dios paciente y misericordioso que no quiere otra cosa que la salvación de todos. Por eso es insistente. Finalmente, esa insistencia logra el cometido. Los discípulos comprenden que la obra de Dios ha sido perfectamente llevada a cabo: "'¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?' Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros". Dios es insistente en su revelación. Y lo es porque ama. El amor no se cansa jamás. Cuando quiere algo se entrega a lograrlo con paciencia y perseverancia. Y así es Dios. Lucha por nosotros hasta la extenuación, que es incluso llegar a la entrega para morir. Nosotros, actores también de esa obra de revelación, debemos mostrar nuestro amor a ese Dios que lo da todo, abriendo el corazón para que entre en nosotros, nos llene de felicidad y nos salve. Que vivamos en la convicción total de ese amor: "Ustedes fueron liberados de su conducta inútil, heredada de sus padres, pero no con algo corruptible, con oro o plata, sino con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin mancha, Cristo". Es nuestro tesoro, no porque lo hayamos ganado por esfuerzo personal, sino porque nos ha sido donado desde el amor infinito que Dios nos tiene.
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