martes, 14 de abril de 2020

Pronuncias con amor mi nombre, Señor, y te reconozco como mi Salvador

Un apasionante descubrimiento: El cáliz de María Magdalena y el ...

La experiencia del encuentro con el Resucitado es una experiencia totalmente transformadora. Las mujeres, primeras testigos de ella, vivieron el gozo radical y novedoso al comprobar que el Mesías, su Maestro y su Señor, no había sido derrotado. Por el contrario, estaba saboreando la miel de la victoria y se las estaba transmitiendo a cada una. Por eso, ellas pasan de la perplejidad, de la frustración, de la duda, a la alegría, a la felicidad inmensa de ver a la Vida triunfar, a la dicha de ver cumplidas todas las promesas antiguas. No hay noticia mejor que la del triunfo del Redentor. Aquel que "había ofrecido su rostro como pedernal" había transformado todas sus heridas dolorosas y mortales en causas de la Vida. Y las había transformado no solo para retomar su gloria infinita, la que poseía antes de la Encarnación, sino para donarlas sin guardarse ninguna a todos los que amaba, a todos los hombres. Cada herida de Jesús, trastocada en gloria, es nuestra gloria. "Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron". Esa transformación que vive cada persona que experimenta la Resurrección, y que tiene un encuentro frontal con Aquel que ha vencido a la muerte, tiene una vivencia única. Su corazón es arrebatado por el amor que comprende todo el ciclo que se ha vivido. No es posible encontrarse con el Resucitado y permanecer impávido, indiferente, ante todo lo que ha sucedido. Meditar en la causa última de todo este itinerario de dolor, de entrega, de muerte y de triunfo, y percatarse de que es uno mismo, de que es el amor infinito que nos tiene, hace que cada uno viva en el arrebato infinitamente gozoso de saberse amado y por eso rescatado con una mano suave, que se ha ofrecido a sí mismo en vez de nosotros, con tal de ganarnos para el amor. Aquellas mujeres vivieron este proceso de primera mano. Ellas tuvieron la experiencia personal y material del encuentro con Jesús victorioso. Pero cada hombre de la historia que abre su corazón a esta experiencia puede también tener el encuentro espiritual más profundo y más enriquecedor de su historia personal. El Resucitado es de cada uno. Es tuyo y mío. Y en lo más íntimo de nuestro corazón podemos vivir, si lo añoramos profundamente, un encuentro continuo con Aquel que es la causa de nuestra salvación y de nuestro rescate. Tenemos siempre la posibilidad de renovar este encuentro gratificante con el amor infinito del Dios que nos salva.

La experiencia de María, que se acerca al sepulcro muy de mañana, la hace vivir el gozo profundo de esa renovación personal. No descubre a Jesús en el primer momento de su encuentro, sino solo cuando oye de sus labios pronunciar su propio nombre: "Jesús le dice: 'Mujer, ¿por qué lloras?'. Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: 'Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré'. Jesús le dice: '¡María!'. Ella se vuelve y le dice. '¡Rabbuní!', que significa:  ¡Maestro!'" La clave del reconocimiento es el propio reconocimiento previo que hace Jesús de ella. Pronunciar su nombre fue lo que le dio a ella la claridad para descubrir en ese al Maestro. En la experiencia personal que podemos tener de nuestro encuentro con Jesús resucitado, debemos saber afinar el oído para poder escuchar nuestro nombre. Verdaderamente el Señor lo pronuncia. Y verdaderamente cada uno de nosotros puede escucharlo, pues todos estamos en su corazón. Nuestro nombre está siempre en los labios de Jesús para que no lo confundamos con otros personajes distintos. Esos otros personajes pronuncian nuestro nombre de modo deformado, incluso a veces endulzado para engañarnos más fácilmente. Nuestro Resucitado nos identifica plenamente, pues hemos estado presentes en su corazón en el momento de su entrega. Y con mayor profundidad estamos en su presencia cuando ha vencido a la muerte. Él ha muerto y ha resucitado por nosotros. Y su deseo más entrañable es el de poder pronunciar nuestro nombre para que lo reconozcamos como nuestro Salvador, el que quiere estar en nuestro corazón reinando para siempre. Jesús ha hecho de su donación una ofrenda de amor al Padre, que ha sido a la vez una ofrenda de amor a cada uno de nosotros. Su desgarramiento personal, que ha sido trastocado en su victoria contundente, lo ha hecho por el amor eterno e inmutable que nos tiene. Y su deseo más profundo, que está en nuestras manos no dejarlo frustrado, es que también nosotros hagamos ofrenda de amor de nuestra vida y la pongamos toda en sus manos. Es la manera única en la que podremos disfrutar al máximo del regalo infinitamente amoroso que se nos hace. La alegría de Jesús no termina en su triunfo sobre la muerte, resucitando. Esa es parte de su victoria personal. La contundencia mayor de esa victoria, y por lo tanto, su mayor alegría, será solo cuando nosotros escuchemos nuestro nombre pronunciado por sus labios y nos rindamos ante Él, arrebatados por el mismo amor.

Esa fue la noticia que transmitían los apóstoles, como la mayor que se podía escuchar jamás. Jesús, por su resurrección, había llegado a ser causa de vida para todos. Así lo enseñaron ellos. Pedro, al grupo de hombres que lo escuchaban, les dice: "Con toda seguridad conozca toda la casa de Israel que al mismo Jesús, a quien ustedes crucificaron, Dios lo ha constituido Señor y Mesías". Es decir, ese que había muerto, es ahora causa de vida. Es en quien se cumplen todas las Escrituras. Es el enviado del Padre que ha cumplido perfectamente su misión y por eso Él lo confirma como Señor y Mesías. Es quien pronuncia el nombre de cada uno para atraerlo a su corazón y resguardarlo allí como salvado, como rescatado. Estas palabras, recibidas en lo más profundo del corazón, en primer lugar, hieren. Somos la causa de la muerte de Jesús, nuestro Salvador. Pero en segundo lugar, llenan de gozo. El ser causa última de esa muerte es también el ser causa primera del amor que vence y resucita. Por eso existe la convicción de que somos amados infinitamente. Habiendo sido causa de su muerte y de su resurrección nos confirma en el haber sido causa de su amor. Es por nosotros que muere y que resucita. Es su amor por nosotros el que hace que se cometa el absurdo mayor de la historia, cuando el único justo muere por los culpables. Pero es este mismo amor el que hace que ese absurdo se convierta en la razón suficiente que Él encuentra para guardarnos en su amor, a pesar de nosotros, y para poner en nuestras manos su victoria. Cada uno va teniendo su experiencia de amor con Él en lo profundo de su corazón. Cada uno escucha su propio nombre pronunciado dulcemente por sus labios. Y cada uno extiende su mano para ver colocada en ella la victoria que obtiene Jesús resucitado y que le dona gratuitamente porque lo ama. En ese corazón nuestro, que vive el gozo del amor de donación total, se da, si es profundo y real ese encuentro, la respuesta de un amor arrebatado por ese que se entrega y dona su victoria. Aquellos que escucharon de los labios de Pedro la noticia grandiosa de la resurrección y del triunfo de Jesús, se sintieron llamados a un encuentro más íntimo con el Resucitado: "Preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: '¿Qué tenemos que hacer, hermanos?' Pedro les contestó: 'Conviértanse y sea bautizado cada uno de ustedes en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de sus pecados, y recibirán el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para ustedes y para sus hijos, y para los que están lejos, para cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro'". Todos tienen esa posibilidad. La victoria de Jesús es para todo el que escuche de sus labios su nombre. Y, sin duda, todos lo escucharemos, pues por todos se ha entregado y ha vencido. Es nuestro regalo. Y verdaderamente todos lo podemos recibir. Su amor infinito por nosotros lo hace posible.

1 comentario:

  1. Me llamas Señor por mi nombre, perdoname cuando no te escucho. Quédate Señor conmigo

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