El corazón de los hombres es un campo minado. Tan pronto puede ser conquistado suavemente por un amor evidente, atractivo, convocante, como también puede estar tan lleno de amargura que lo haga una roca sólida en la que ni siquiera el aceite más perfumado de sentimientos positivos pueda suavizarlo y conquistarlo. Es un misterio que se explica solo por la existencia de una realidad como el pecado que lo hace tan cambiante. La evidencia del amor es clara. No existe nada que hable en contra de la voluntad amorosa de Dios que desea salvar al hombre. Solo surge desde dentro de ese mismo corazón la duda, sobre todo basada en la supuesta oscuridad del origen de quien ofrece ese amor y de su intención última de salvación. En vez de rendirse humildemente en las manos de Aquel que las tiende en el nombre del Dios del amor, que prometió no dejar al hombre caído en el abismo de su propia muerte por el pecado, prefiere basar su rechazo en la duda de quién es porque no tiene una identidad bien definida y clara y un origen destacado. No terminan de entender los anuncios de la venida de Aquel hijo del hombre que sería en la mayor humildad, sin aspavientos, presentándose en la mayor de las debilidades, como uno más, incluso asumiendo el sufrimiento como marca que definiría el cumplimiento de su misión. Sería el varón de dolores que asumiría el sufrimiento propio para la salvación del hombre, muy lejos del Dios poderoso, altanero, humillante de los malos, que esperaban muchos. Se creían estos que la obra de rescate sería hecha desde la demostración de poder invencible, apoyada en poderosos ejércitos que harían sucumbir cualquier oposición. Para estos la venida de aquel Mesías redentor debía ser precedida de hechos maravillosos que abrieran la puerta para la demostración de su llegada con grandes portentos. En vez de aceptar la venida en humildad de ese que traía la salvación, preferían hacer callar la voz de Aquel que les traía la noticia del cumplimiento del tiempo para ella.
Estaba ya anunciado en la prefiguración que permite Dios que suceda en la persona del Profeta Jeremías. Perseguido y asediado por aquellos para los cuales era realmente incómodo por sus denuncias, prefieren hacerlo callar antes que ceder a la pretensión de Dios: "Oía la acusación de la gente: 'Pavor-en-torno', delátenlo, vamos a delatarlo'. Mis amigos acechaban mi traspié: 'A ver si, engañado, lo sometemos y podemos vengarnos de él'". No importaba si lo que decía Jeremías era verdad y que para ellos representara la salvación si cedían a la invitación de conversión que significaban las denuncias de Jeremías, sino que importaba más mantener un estilo de vida que les compensaba mucho en lo material, sin incomodidades ni obstáculos que les impidieran gozar de las mieles del poder. Pretendían sostener su estado actual, por encima de cualquier oposición, aunque viniera del mismo Dios a través de la palabra de su enviado Jeremías. Preferían hacerse oídos sordos a los reclamos que les hacía Dios. Su endurecimiento de corazón había alcanzado su grado máximo, pues estaban obnubilados en el goce del poder que era como una droga que los había narcotizado. Ni siquiera Dos valía la pena para dejar a un lado la comodidad en la que se encontraban. Ni siquiera los hermanos que les reclamaban más solidaridad y que sufrían por su indolencia bastaban para suavizar sus reacciones. Por ello, era necesario acallar cualquier voz que los pusiera en evidencia, creyendo que con eso la injusticia que cometían quedaba también escondida. En todo caso, Jeremías tenía muy clara su misión y sabía muy bien en quién estaba basada su solidez que era infinitamente superior a esa dureza de corazón de sus adversarios: "Pero el Señor es mi fuerte defensor: me persiguen, pero tropiezan impotentes. Acabarán avergonzados de su fracaso, con sonrojo eterno que no se olvidará. Señor del universo, que examinas al honrado y sondeas las entrañas y el corazón, ¡que yo vea tu venganza sobre ellos, pues te he encomendado mi causa! Cantad al Señor, alabad al Señor, que libera la vida del pobre de las manos de gente perversa". El poder de Dios es superior al poder de millones. Su amor por los débiles y humillados jamás será vencido por la pretensión de nadie de sostenerse en el poder. Dios vencerá siempre y los malos quedarán siempre humillados en su derrota.
Esta misma experiencia de desprecio la vivió Jesús, el Dios que se hace hombre. Su origen humilde y su obra de rescate desde la sencillez del amor que se rebaja eran causa suficiente para el desprecio de aquellos a los que quiere salvar: "No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo un hombre, te haces Dios". No podían entender que estaba anunciado que ese Dios vendría en la sencillez: "Un descendiente de la mujer te pisará la cabeza"... "Miren, la virgen está encinta y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Enmanuel". Nunca se habla de aspavientos ni de portentos maravillosos que precederán su venida. Serán sus obras las que hablarán por Él y descubrirán su identidad profunda y su origen celestial: "¿No está escrito en la ley de ustedes: 'Yo les digo: ustedes son dioses'? Si la Escritura llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y no puede fallar la Escritura, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿dicen ustedes: '¡Blasfemas!' Porque he dicho: 'Soy Hijo de Dios'? Si no hago las obras de mi Padre, no me crean, pero si las hago, aunque no me crean a mí, crean a las obras, para que comprendan y sepan que el Padre está en mí, y yo en el Padre". Jesús se identifica plenamente con el Padre que lo ha consagrado para la obra de rescate de la humanidad, y lo hace realizando las obras que Él le ha encomendado. Pero el corazón endurecido, en vez de rendirse a ese amor evidente por las obras realizadas, prefiere mantenerse en la oscuridad de la soberbia y del rechazo a la humildad del Dios que ama infinitamente. Los pocos que aceptaban este testimonio de las obras de Jesús y que creyeron en Él, sintieron la alegría de la cercanía del Dios que venía a salvarlos: "Juan no hizo ningún signo; pero todo lo que Juan dijo de este era verdad. Y muchos creyeron en él allí". Los que con humildad se dejan conquistar por ese amor sencillo de quien ha llegado sin aspavientos a salvarlos, son los que gozan de la verdad de su salvación. Los que siguen endurecidos se quedan en la oscuridad de su abismo por el pecado y pierden la riqueza de ese amor del Dios que da su vida por ellos. Somos nosotros los que decidimos qué lado asumir. O el de la aceptación del amor suave, sencillo, humilde, del Dios que se entrega por nosotros, o el de la dureza del corazón que nos deja fuera de esa salvación por amor que nos quiere regalar el Señor desde su corazón que nos ama infinita y eternamente.
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